Tuve miedo
de caer en la tentación. Ese brillo, ese tono sonrosado, ese frescor, ¿cómo
resistirse? Su mera visión me hacía estremecer, me entraban sudores solo de
pensar rozarla con mis labios. El verano, recién estrenado, con el consiguiente
aumento de las temperaturas, había contribuido a que mi búsqueda de algo
refrescante no fuese una mera anécdota en mi vida. Cuanto más la miraba, más la
deseaba. Y sabía que no debía. Tanto tiempo esforzándome, conteniéndome para no
sucumbir a los placeres prohibidos…
Mi mujer
decía que era por mi bien, que no podía seguir así, no era procedente, iba a
acabar con mi salud. ¿Qué diría ahora si me viera asomarme sigiloso a través
del cristal? Seguro que me soltaba la perorata de siempre. No, no se lo podía
contar, no lo entendería. Es tan inflexible, tan estricta. Pero digo yo que,
por una vez, no pasa nada. Es cuestión de ponderar bien las cosas. Decidido:
mejor no decirle nada. Pero, ¿y si se entera? ¿Y si alguien le cuenta que me ha
visto? ¿Cómo explicarle que he roto mi promesa?
Tengo que atreverme, es inútil
luchar contra esta angustiosa sensación. Esperaré a que termine su conversación
con esa señora y entraré. Si sigo dándole vueltas, sé que voy a arrepentirme,
que una vez más la conciencia me dictará que sea sensato, que no puedo sacar
nada positivo de todo esto, que más pronto que tarde terminaré lamentándolo.
El corazón se convulsiona desbocado
dentro de mi pecho. La sombra de este toldo no consigue aplacar el infierno
desatado en mi boca. El umbral se me hace más angosto que de costumbre. Está
sola. Es ahora o nunca…
«Señorita, por favor, una bola
grande de helado de frambuesa, por favor».
A tomar por saco el régimen. Prometo
volver andando a casa, para compensar.
La realidad de los mortales en su día a día.
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