La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

lunes, 17 de julio de 2017

Marea alta, por F. JAVIER FRANCO.


                                                                                                                    
[NOTA DEL AUTOR:
He querido reservar para este último ‒esperemos que sólo sea un paréntesis necesario‒ número de la revista Absolem una “composición” con cierto regusto de especialidad para mí, por ello he enviado este relato que fue escrito originalmente a principio de los 80, cuando hablar de «eutanasia» ‒con demasiada habitualidad‒ era sinónimo de «asesinato».]

Me dijeron que era un día de celebración, un día para celebrar, aunque a mí me parecía un día más, un poco nublado quizá. Un día como tantos para respirar el metálico oxígeno de la mañana, un día más para comprender que aún seguía vivo, aún sentía insoportable el picor de los sabañones tras las orejas. La ventana, a modo de pantalla inmensa de otro univer­so, sabía mostrarme la algarabía de otro mundo, de otra humanidad. Sin saber el porqué, estaba libre y la verdad es que nunca supe estarlo, así que el perder tanto tiempo tras el mundo no fue sino la confirmación del sino: habría de empezar una nueva vida como tantas ve­ces. Nunca perdería mi miedo a vivir, nunca, eso me mostraba la géli­da pantalla.
Sus cartas podrían haber endulzado mi aciaga estancia, sus cartas podrían haber sido el néctar de mi miedo para cubrirlo de esperanza, sus visitas hubieran rociado de falsa alegría las comisuras de mis labios e, incluso, hubieran salpicado de sueños como lágrimas mi rostro, aunque ciertamente nunca hubiera podido visitarme y nunca hubieran podido llenarme de ilusión como zafiros sobre oro blanco sus palabras escritas. Era de esperar, también, por otro porqué, que yo nunca hubiera estado allí.
Me obligaron, ¿o me obligué?, a fundar un nuevo hogar, unas nuevas compañías, un nuevo trabajo, un nuevo ars vivendi, me obligaron o me enseñaron, aunque en el fondo quizá yo ya lo sabía, pero nunca lo supe hasta entonces.
Hace ya veinte años, en las mañanas como ésta, Alain Barrière mar­caba el ritmo de mis paseos, pasillo tras pasillo, luz tras luz, una puerta que giraba… Ma vie, sí, mi vida… On dit que ça revient, ma vie, mais c’est long le chemin. Ma vie: Qu’il est long le chemin! Sí, veinte años y aún seguía recordándolo: aquellos cuerpos ajados para recién recomponerlos, conectarles de nuevo la energía que no tenían y ¿para qué? Muchos no querían tenerla. No hay nada más catastrófico que lo cotidia­no. ¡Cuánto me enseñó una canción sin saberlo!
Después fue todo, fue conocer otra vida, vivir al fin, nacer de algún modo, morir de algún otro. Pero fue todo. Ella estaba allí, un día nublado como éste, estaba ahí para sorprenderme con otra luz, para hacerme conocer lo en tinieblas que he vivido siempre, estaba ahí para compartir el único taxi libre en media hora tras una ardua jornada de vida. Estaba ahí...
―¡Taxi!  –Voz a dúo– ¡Taxi! –De nuevo.
―Yo lo vi primero.
―Disculpe señorita, fui yo.
―¡Oh, no, no es cierto!  Llevo esperando media hora.
―Probablemente un par de minutos menos que yo…
(Extraño silencio, como un tiempo muerto, dormido o parapetado, en una situación embarazosa, ¡extraña humanidad!, extraña siempre. Al fin rompí la ansiedad sin saber por qué entonces…)
Si no le importa podríamos compartirlo.
Entonces fue todo, allí fue todo, todo fue uno, fuimos nosotros: nombre, apellidos, profesión... ¡oh, cuánto tiempo trabajando juntos y sin conocernos!… Nunca fue tarde para ello creí, nunca creí que los segundos pudiesen ser tan eternos y la eternidad fundirse en tan pocos segundos. La imagen de la vida que no tenemos, de la que quisiéra­mos tener y de la que nunca tuvimos ni tendremos, se funde en una única viñeta, y ahí está la cárcel que cada uno encerramos y, a la vez, nos encierra dentro, para en un extraño sortilegio fundir lo inconcreto en concreto.
Alguien llama a esta simbiosis amor, alguien con­junción de vacíos, pero por primera vez sentí la sangre conducir mi cerebro, sentí que todo lo enorme se me quedaba pequeño, que todo lo pequeño se hacía enorme para dar a la casualidad significación duran­te veinte, ni largos, ni cortos, simplemente años.
Esta mañana, mi primera otra mañana, mi mañana de celebración, no me hace ver nada distinto a la anterior y, sin embargo, parece ser que he pagado una deuda contraí­da con no sé quién; no obstante, sigo sintiéndome tan acreedor como hace siete mil trescientos días. Ese no sé quién me debe muchas cosas, me debe lo que no me dio y lo que nunca le quité, sí, soy acreedor, yo le di muchas cosas que nunca me había dado, me había encontrado, le di esa fuerza de la sangre en el cerebro que apenas unos meses antes me auto-transfusioné.
Compartimos las miradas, las imágenes, los cuerpos ajados. Ella y yo, yo y ella, para ver la inmensidad de lo vulgar, para soñar a cada media hora con la media hora sucesiva, ella y yo para rastrear un paraíso de camas, pasillos y muerte, de recomposiciones imposi­bles, pero posibles gracias al afán de unos huesos por renovarse en cuerpos. A cada sándwich entre prisas, el comentario de los avatares de la jornada, de la salvación de la sangre sobre los cerebros.
Unos días, unos meses tremendamente cortos y tan tremendamente largos, tan intensos como el tacto de su cuerpo sin magulladuras al atardecer, su piel de ambrosía recién arropada de sueños entre mis brazos, ¡qué enormes eran mis brazos cada anochecer! Los instan­tes podían conjugarse como los verbos y los verbos devenían tan inútiles ante tan vacío lenguaje, tan universal y tan mudo, que hoy lo que me muestra mi pantalla está tan quieto, que no sé si yo observo al mundo o el mundo me observa impertinente tras la ventana.
Tras otra ventana, el mundo me mostró la imagen brusca de la ruptura de ese lenguaje maravilloso, yo en aquel momento no lo intuí, nunca se intuye lo que no se quiere saber, lo que no se está dispuesto a saber. De nuevo fue un taxi, caprichoso mordisco de la ironía, el que cerró el paréntesis de mi vida. Lo observé impertérrito e incrédulo, siempre hubiese jurado que ante tal situación me abalanzaría como un halcón al vacío para poder dominar como un arcángel los sucesos, lo hubiera jurado más allá de la humana capacidad para sellar juramentos. Lo hubiera jurado. Pero atónito seguí mirando, ya sin saber hacia dónde, como un murciélago sordo, miré atónito, mientras mi cerebro fue escupiendo sangre hasta quedar nuevamente vacío, tan vacío como el horizonte de esta mañana.
Tuve de nuevo su cuerpo entre mis brazos, ya no eran enormes, los instantes volvieron a ser instantes, los verbos volvie­ron a brotar allende mi paladar. Era su cuerpo, pero no era ella. Todos los sortilegios que como aprendiz de brujo intenté aplicarle fracasaron. Su cuerpo seguía allí vacío, tan vacío como aquellos que vi cubrir con una sábana tantas veces, no tenía magulladuras, pero estaba tan magullado corno mi alma, no era ella, ni nunca volvería a ser ella.
Los instantes se acumulaban ante su abierto sarcófago, toda una selva de cables y tubos, de precintos conseguía hacer que aún su pecho se bambolease como una marea de sufrimiento arrancada al océano. Ese no sé quién decía que estaba viva, pero yo sabía demasiado de no vivir como para comprender que no. Una marea acumulada puede ser un maremoto y yo nunca lo permitiría. Sólo había que abrirse paso entre la selva. Una ardiente erupción de sangre volvió a inundar mi cerebro consciente de que sería la última vez. Como un hábil indígena logré conducirme entre aquella mágica y tene­brosa maleza, como los tentáculos de algún misterioso monstruo, los aterradores conductores de vida portátil se escurrieron por el suelo. La luna, la luna como un avispero de serpientes, era la que izaba la marea. Al fin cesaría la marea.
Por unos momentos observé perplejo mi obra, quizá mi única gran obra, al menos de la única que jamás me he sentido orgullo­so y jamás arrepentido. ¿Dónde estará ahora? Un nuevo silencio, como un nuevo lenguaje sin conjugaciones acudió a responderme.
Me robaron el cielo durante veinte años, pero sigue siendo tan gris, tan metálico como aquella triste mañana. Alain Barrière callará para siempre, la marea quedará para siempre dominada en un secuestro de luna, pero nunca se acallará este diluvio que me urge dentro como una tormenta anodina de seguir sin saber se­guir, de verme obligado a seguir por una ruta que no me depara­rá más que mañanas nubladas, lo parecía y así lo será siempre. ¡Qué largo es el camino!


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