IBAN NAVARRO |
El
sol no tiene prisa en el paseo marítimo y la arena cercana transpira el sudor
de un día tórrido. Una pareja se ciñe en unísono cuerpo al cobijo del agua y el
joven interrumpe su pulsión amorosa para levantar una mano amenazante al errado
golpe de pelota de dos imprudentes muchachitos.
El
golpeteo de una copa con un objeto metálico me llama a observar al grupo. Un
señor con camisa blanca se levanta y propone un brindis que es aceptado con
jolgorio a todas luces arrastrado desde
horas antes, y que empieza a declinar hacia el arremango de puños o
apertura de botones. Entre alzadas y
choques de cristales clinclinea el aire festivo y el apurón del trago de la
joven del vestido azul que recoge su bolso y deja unas monedas sobre la mesa.
Serpentea entre sus acompañantes besando a cada uno con rictus contrito. La
mujer de pelo corto que ocupa la esquina, se levanta, la abraza entre sonoros
besos y limpia los ojos lacrimosos de la muchacha de azul. Mucha suerte. Ven a
visitarnos en septiembre. Manda muchas fotitos al grupo de wasap. Ya se pierde
apresurada entre los paseantes sin mirar atrás. Continúa la charla atropellada,
los corrillos de a dos y de a tres.
En
soledad, las tardes se desparraman y pierden su forma. Se vuelven amorfas,
cambiantes como nubes que se desdibujan al capricho de la brisa. Con disciplina
se llega a conseguir entrar en uno mismo y silenciar el barullo exterior.
Observar así el pedaleo de un improvisado ciclista o el grupo que se detiene
ante el tenderete de pulseras de cuero del joven hippie de ojos claros que
consigue arrancar la risa fácil de la chica de las trenzas, se hace liviano,
como si todo flotara a cinco centímetros del suelo. Ni siquiera el graznido de
las tres gaviotas que rozan el agua deja rastro sonoro. Entrar en uno mismo es
una encomienda indefectible cuando la calle se sacude la mansedumbre de las
estaciones frías y abruma el sopor del verano. La mirada se agudiza revelando
fotogramas encubiertos por el ruido, y se liberan aromas nuevos que solo un
sabueso lograría captar.
Suena
un teléfono móvil en la mesa de la izquierda rompiendo la magia. La mujer de
pelo castaño y serena belleza lo coge apresurada, se levanta y se aleja del
grupo. Mantiene una charla corta, guarda el móvil en el bolsillo y contempla ajena un horizonte que parece
no ver. Hermosa figura tatuada en el mar. Se acerca a la mesa y se sienta
cabizbaja. ¿Ya llegó? Está recogiendo las maletas. No sufras, tú también te
fuiste a su edad, es lo que le toca.
El
camarero me trae la cuenta. Me alejo al tiempo que el sol. Aún encuentran solaz
en la playa los enamorados y los niños de la pelota sudorosa.
El
mando del coche grajea y me acomodo en el habitáculo caldeado. Leo un cartel
grande en la puerta de la librería : “Cerrado por vacaciones”.
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