La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 29 de mayo de 2022

VENUS DE PISCINA, por Eduardo Moreno Alarcón.

 


Para que yo, pirulo erecto, acabara en tu boca,

amada mía,

fue necesario un acho espacio,

la torridez veraniega

y un chiringuito.

No uno de playa o costa brava —de esos con techos de cañizo y chundachuda—, no,

sino uno piscinero de interior: austero, grasiento, municipal… con precios populares y tuntún de reguetón.

Las Manolas, tal era el nombre del bareto.

Y allí, en sus entrañas de panel contrachapado, pegado al barril de cerveza, te vi por vez primera…

O para ser más preciso: fijé mi erección —es decir, mi atención—, en tu bikini diminuto, liliputiense, la tela microscópica y su entorno curvilíneo y tentador…

¡Ah, qué apetitos, qué abultamientos, qué sugerencias, qué invitación a formar parte de tu ser!

Enhiesto, te admiré. Como ofrenda al dios Príapo, la metálica atalaya fue testigo de mi empalme: la longitud incesante, los poco más de 18 centímetros de punta a punta.

Una curiosa esquizofrenia me invadió entonces —también ahora—: por un lado ardía, por otro me helaba.

Días, horas, mañanas y tardes, contemplaba el devenir de aquellos cuerpos desiguales —especialmente el de ellas, cuestión de gusto, nada más—, sus bañadores y chancletas, su ir y venir por el contorno de las aguas, sus chapuzones, sus aguadillas…

Jóvenes tatuados con vientres de onza chocolatera —tableta blanca o con leche, negra parcial o negra pura—, casi todos depilados, por cierto; panzudos funcionarios, mamás de buen ver, chiquillos toca huevos, chicas con poses de revista, y tú.

Tú con tu horario de mañana, o sea, viniendo a la piscina por las tardes. Tú con tu imagen prodigiosa; tú con la prenda más pequeña; tú con el culo más grandioso…

Yo revestido de colores tropicales, inmóvil tras la barra, ansiando que vinieras y me vieras. Temiendo que fuera otra u otro —ah, esto último sí que me aterraba— y que dijeras las palabras más ansiadas.

Y viniste, sí. Como una aparición divina.

Proyectaste tu busto en la barra y yo, pirulo erecto, soporté la rigidez con estoicismo. Dilo, dilo, me dije.

—Dame un pirulo tropical.

Segundos después, entré triunfal en tu boca.

 

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