Esta mañana al
levantarme he vuelto a acordarme de ti; también he recordado a mi padre, a mi
querido padre. Ambos os parecíais realmente: los dos erais altos, con el pelo
ondulado, callados y de mirada triste. Los únicos hombres de mi vida.
Mi padre había salvado a una mujer ─como yo a ti─, huérfana tras haber perdido a toda
su familia en un naufragio. Ella, maltrecha, había sido arrastrada hasta las
orillas de la pequeña playa al pie del acantilado. Él la vio y la acogió en su
casa y en sus brazos. Escasas veces mi padre rememoraba esa época; sin embargo,
a pesar de ser hombre de pocas palabras, se adivinaba en su leve sonrisa, así
como en el ligero brillo de sus ojos, que ambos habían conocido días felices.
La desconocida acabó marchándose; no
obstante, antes de caer en la apatía de
contemplar todos los días el mismo horizonte incierto de un azul que le
hería los ojos, le dejó a mi padre un regalo: una niña de mirada profunda como
sima.
Aquella niña creció. Su única
compañía era su querido padre, maestro de números y primeras letras, del
lenguaje de los vientos y las estrellas; maestro también del que acabó siendo
también su oficio. Cuando él murió, ella heredó el faro, el catalejo y un
diario lleno de anotaciones de trazo firme. Antes de irse de este mundo
arrebatado por una mala pulmonía aquella húmeda noche de septiembre, mi padre
también me previno sobre los náufragos que llegaban a la costa por haber
encallado sus barcos en las rocas.
De nada sirvieron sus sutiles
advertencias. Llegaste a mí tú como un náufrago. Te salvé la vida cuando vi tu
cuerpo deshilachado en la orilla y limpié con mis labios la sal que impregnaba
los tuyos. Día y noche te cuidé y te amé. También decías que me amabas y que,
como yo, no tenías a nadie más en el mundo.
Sin embargo, te fuiste antes del
amanecer un día de abril en que la brisa mecía a las gaviotas en su vuelo.
Ahora tiraré al
mar esta carta; no en una botella de vidrio verde casi opaco como las lágrimas
salobres de una estatua de bronce, sino atada con aquel pañuelo rojo con que me
viste por primera vez al recobrar la consciencia y abrir los ojos en mi playa.
Él te contará la historia de una sirena varada que dejó de serlo gracias a
aquel dulce amor que un día, tal como lo había traído, se había vuelto a llevar
el mar.
Querido Tomás, Onofre y yo hemos leido este relato tuyo, nos agrado mucho. También nos resultó algo nostálgico, con bellas frases y muy romántico
ResponderEliminarUn abrazo!!