La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

viernes, 15 de mayo de 2015

Fragmento de la novela "Te esperaré en la alcazaba", por ANTONIO MEDINA GUEVARA.




Así me lo contó mi abuelo:
     —Aquella mañana de verano, calurosa y silenciosa, solamente rota la quietud por los hombres que partían hacia la vega al despuntar el día, fue después uno de esos días que parecen cambiar el rumbo de la vida.
    »Por el camino que viene y lleva a Wadi Ash, o Guadix, como les gusta llamarla a los cristianos, los cascos de una cincuentena de caballos y el golpear de sus lanzas de otros tantos soldados de a pie, despertaba a su paso a los zagalillos que no sabían de madrugar ni tan siquiera en días tan calurosos. Algunos viejos que nada tenían ya que perder y la algarabía inocente de los niños, salían a recibir a los soldados que de seguro no traerían nada bueno al pueblo.
     »Al frente de la comitiva, con su pecho rebotando los destellos al reflejo de los rayos que aparecían por el costado del Jabalcón, un capitán cristiano cruzaba tras un estandarte la incipiente calle entre impávido y altivo. Al pasar ante la chiquillería y ver como los saludaban con gran algarabía, los miraba de reojo y con muecas de simpatía fingida, a la vez que lo hacía con semblante autoritario a las mujeres que sólo asomaban su cara por entre las cortinas de las puertas de sus cuevas con evidente miedo en sus rostros.
     »Luego contaron de aquel soldado de piel muy rara, que la tenía del color del trigo muy tostado y un acento que en nada se parecía a los de las tierras españolas; que era una mezcla parecida a lo que saldría de un castellano y una mujer de raza desconocida; que venía o se dirigía a las altas montañas de las Alpujarras donde se habían sublevado los moros y que aún arrastraba con  él los aromas de la sierra  y el olor de la sangre de las batallas en sus narices. También y sólo un poco más lejano, el pensamiento de su vida en Perú, su paso por Panamá, Cartagena de Indias —donde decían que dejó a alguien con los ojos mojados— y luego ya en la piel de toro, un largo peregrinaje por los diferentes lugares de la Corte. Pero sin éxito, que el color de su piel no le ayudaba.
     »El sol, con su enjambre de rayos, tostaba sólo las partes de sus mejillas al  pasar  entre  el  enrejado  del casco. Decía que sabía que Dios miraba de frente a los hombres, y que en su infinita sabiduría, había elegido el Reino  Español para proteger y expandir la fe cristiana por todo el mundo: empezando por aquí, siguiendo por las Indias y acabando en cualquier sitio donde diera  el  sol —el mismo que nunca se ponía en el Imperio—, o donde sólo Él sabía. Y que para eso debía de machacar a todo infiel, o sea, a los no católicos, pero sobre todo a los sarracenos.
    »Algunos de esos soldados eran de los que años antes habían asolado los campos de cultivo de Galera con sal, matando a hombres, mujeres y niños, a las órdenes de don Juan de Austria y de lo que parecían sentir una cierta vergüenza al ver como los trataban estos otros moriscos; otros hablaban de cómo en la fortaleza de Serón fueron batallados igual que antiguamente en la propia de Zújar: con mucho arrojo y valentía, pero que de nada les había valido, pues ya estaban camino de la tierra de sus antepasados.
     —Hasta las mujeres nos asombraron a los cristianos con su infinito coraje. Aquéllas no eran las criaturas débiles y consentidas de tantos relatos fantásticos. Una vez más, el elemento sorpresa ayudó a las mujeres de Galera a que lograran restarnos al menos cien hombres a las fuerzas del capitán… Y aunque al final todas sucumbieron, lo hicieron con espadas y dagas en las manos…


Y es que esta tierra es tierra de guerreros. 

El desertor, por PEDRO PASTOR SÁNCHEZ.

       


     Las primeras luces del alba pronto vendrían a desalojar las tinieblas que se cernían, noche tras noche, sobre los arrasados campos de batalla. La pertinaz lluvia no dejaba de caer desde hacía más de una semana, sacando a la superficie de las desvencijadas trincheras de vanguardia los destrozados cuerpos de los desdichados, miembros amputados por doquier por el incesante martilleo de los cañones, almas arrancadas de cuajo, sin preguntar, y que vagaban sin dirección, buscando una razón para tanta sinrazón. Cada mañana no era sino el preludio de una nueva tragedia, alimentada a base de escaramuzas, un toma y daca continuo, avance y retroceso de líneas, que no era más que una estratagema de desgaste, un medido plan para que las desmoralizadas tropas francesas sucumbieran ante el poderío de la engrasada artillería alemana.
No obstante, un suceso singular había introducido un nuevo factor en la ecuación bélica. Una repetitiva sucesión de sanguinarios y silenciosos asesinatos nocturnos en primera línea habían generado desconcierto entre las tropas alemanas. La mayoría a duras penas podían asumir que su vida pendía de un hilo a cada nuevo embate del enemigo, pero al menos podían verlo, mirarle a los ojos en el cuerpo a cuerpo. Pero cuando tu enemigo es invisible, cuando no sabes a lo que te enfrentas, cuando ni siquiera puedes entender la naturaleza ni motivación del agresor, el miedo se apodera de ti, te atenaza, rechazas la confrontación por saberla perdida de antemano. Y ese oscuro y obstinado repiqueteo de tambor, ese tono cadencioso que acompaña a cada nueva carnicería, se convirte en el símbolo del emisario de la muerte.
Durante aquellos meses de otoño de 1917 algunos no soportaron aquella presión, y a pesar de estar acostumbrados ya a convivir con el terror de esta carnicería, se vieron incapaces de afrontar su propia cobardía, por lo que, enajenados, evitaron enfrentarse a la situación. Antes de verse hundidos en el barro de aquellos hoyos inmundos, esperando a que un inmisericorde ángel vengador les exterminara, se volaron la tapa de los sesos. Era muy sencillo, tan sólo tenían que apoyar el fusil en el suelo, sujetándolo con las piernas, el cañón en la boca, y con el pulgar del pie desnudo, sacar el aplomo suficiente para despedirse con deshonra de este mundo.
Este no fue el caso del soldado Tobias Schmidt. Su patriotismo se mantuvo en una clara línea descendiente desde que se alistó. Sus iniciales ímpetus juveniles, alentados por la propaganda, fueron cayendo paulatinamente en picado. ¿Cómo era posible que la muerte de una única persona en aquella ciudad de los Balcanes hubiese desatado tal holocausto?. ¿Por qué una generación entera de alemanes tenía que regar con su propia sangre los yermos campos franceses, para mayor gloria del Kaiser?. La idea de dejarlo todo, de marcharse a la mínima ocasión, ya le rondaba la cabeza cuando aquella tarde el sargento le indicó que le tocaba hacer guardia nocturna en las trincheras de avanzadilla, aquellas a las que nadie quería ir porque la mayoría ya no volvían. Pero no fue el miedo a la muerte lo que le conminó a no presentarse, sino la firme convicción de que su muerte sería absolutamente baldía.
Así se lo confeso a su amigo Otto. Se conocieron en la división, y desde el primer momento se convirtieron en uña y carne. Juntos, espalda contra espalda, se habían salvado mutuamente la vida en más de una ocasión. Así que cuando le confesó que lo dejaba todo, que no podía soportar ni un solo día más aquel infierno, Otto se sintió abandonado, no decepcionado. Nadie mejor que él sabía cómo lo habían pasado durante más de tres años de lucha sin cuartel, de pulgas, rancho inmundo y pocas o nulas esperanzas de salir de allí, no digamos ya con vida, al menos de una pieza.
Así que cuando al día siguiente encontraron a Tobias escondido en un bosque cercano, en la retaguardia. Otto se echó a llorar como un niño. Y ante su asombró asistió a un cambio insospechado de actitud de su amigo, que asumió con entereza los cargos de cobardía y deserción. Este gesto caló hondo en la conciencia de sus compañeros de división, con los que tantas veces había combatido, codo con codo, dando prueba de una heroicidad irreprochable. Así que tras el juicio sumarísimo, quedó visto para sentencia, que no fue otra que morir fusilado al terminar la siguiente madrugada. Otto fue uno de los elegidos para conformar el pelotón. ¿Quién se atrevería a apuntar al pecho a un compañero de armas que le había salvado la vida en más de una ocasión?. ¿Cómo era posible que sus propios mandos optasen por un castigo ejemplar tan descabellado, precisamente con aquellos que mandaban día tras día al matadero?.
La arenga del general de brigada Metzger, encargado de mandar el pelotón de fusilamiento, fue la mecha incandescente necesaria para que el polvorín estuviese a punto de estallar.
 ― Camaradas, tenéis ante vosotros a alguien que ha deshonrado a nuestra patria, pisoteado el uniforme de nuestro amado ejército, defraudado a nuestro venerado Kaiser y a todos los buenos alemanes que han puesto su confianza en nosotros para hacer de Alemania la gran nación que es ― vomitó Metzger a los cuatro vientos mientras los doce ejecutores se situaban frente al reo.
No cesaba de llover y los pies de aquellos hombres se hundían en el barrizal. No habían comido desde hacía dos días, pues la artillería francesa estaba castigando la retaguardia y no habían llegado los suministros. El agotamiento y la ansiedad se cebaban con cada uno de ellos. El intenso olor a azufre de los gases tóxicos les quemaba las entrañas. Esa semana era el tercer compatriota que se ejecutaba, y un sentimiento de desolación y desconcierto comenzó a sobrevolar toda la compañía.
Además, precisamente el mando al cargo en esta ocasión era especialmente odiado por cómo dirigía la tropa, con desdén y despotismo. Alguno contó que en otra compañía dejó a sus hombres con el culo al aire, cuando tras mandarlos avanzar a base de silbato, estos fueron rechazados por el enemigo, bien pertrechado de ametralladoras, por lo que ante la masacre de la que eran objeto, optaron por replegarse, siendo entonces bombardeados por su propia artillería, a demanda de Metzger. Tan sólo unos pocos volvieron para contarlo, gravemente heridos. Hubo una investigación de lo sucedido, quedando aquel impune, alegando que el objetivo marcado era prioritario y que sus soldados no obedecieron las órdenes recibidas, así que, para infundirles algo del coraje perdido de forma “momentánea” en la ofensiva, tuvo que disparar sobre ellos para que volvieran al ataque.
― El soldado Schmidt, con este acto de cobardía, con esta felonía a lo más sagrado, nos ha deshonrado. Y por este motivo, os he elegido a vosotros, los más valientes, los que habéis demostrado coraje en el campo de batalla, para que lo último que vea este cobarde sea soldados valerosos. Habría sido más honroso para él morir bajo las balas del enemigo, pero será finalmente el plomo alemán el que lo atraviese, para mayor deshonra de los suyos.
Esta grandilocuencia sin sentido, este patrioterismo exacerbado, actuó de resorte en las cabezas de sus compañeros de filas. Mañana podrían ser ellos mismos los que estuvieran del otro lado del fusil. Se miraban los unos a los otros, no era necesario pronunciar una palabra, un sentimiento único les embargó al momento, calando más aún que la lluvia.
― ¡Pelotón!. ¡Alinearse para la ejecución!
Con desgana, los doce hombres se colocaron en dos filas, a tresbolillo. Algunos temblaban porque, a pesar de que habían matado hombres a puñados en aquella guerra sin cuartel, era la primera vez que se enfrentaban a algo así.
― Soldado Schmidt, ha sido acusado de deserción y traición a la patria, y sentenciado a ser pasado por las armas. ¿Quiere que le vende los ojos? ― preguntó el oficial sin mostrar ningún tipo de sentimiento. La respuesta fue un movimiento de cabeza del ajusticiado, negando. Mientras le ponía, cogido a la casaca con un imperdible, un trozo de papel blanco en el pecho, miró fijamente a los ojos del reo, el cual le aguantó la mirada, destilando una mezcla de congoja y liberación, que dejó indiferente al justiciero. Este se apartó unos metros hacia atrás y hacia un lado, para seguir con el protocolo.
Los primeros rayos de sol aparecieron tímidamente tras la colina, y por un momento, el implacable aguacero remitió su incesante repiqueteo sobre los cascos abollados.
― ¡Pelotón!. Preparados. ¡Carguen!. ¡Apunten!
Los avezados soldados a duras penas mantenían su arma equilibrada. Las gotas que ahora recorrían las mejillas de Otto no eran de lluvia precisamente. Una muerte más, entre tantas miles, no parecía tan importante, pero en esta ocasión, el objetivo no era un francés tratando de cortar la alambrada, o a punto de lanzar una granada de mano sobre su posición, sino su amigo. La insensatez se había apoderado de todos y cada uno de los que se encontraban atrapados en este conflicto.
Por fin se oyó la orden definitiva:
― ¡Fuego!
Eran apenas unos metros de distancia los que separaban al reo del pelotón. Volvió la lluvia, esta vez de balas, a recorrer el campo de batalla. Al momento, Schmidt cayó de rodillas, pensando que por alguna razón, todo aquel plomo había penetrado en su cuerpo de forma indolora, gracias a Dios, y que en breve su alma se encontraría con la de sus queridos abuelos. Pero no, el papel estaba integro e impoluto. Inexplicablemente, ninguno de los proyectiles le rozó.
Por un momento, Metzger no supo que pensar ante un suceso tan extraño. Era imposible que doce hombres, simultáneamente, fallaran una diana a esa distancia. Al momento entró en cólera, y como un energúmeno, se abalanzó sobre la tropa, profiriendo toda clase de insultos.
            ― ¡Malditos bastardos, mentecatos, hijos de la gran puta!. ¿Cómo os atrevéis a no obedecer una orden?. Sois tan cobardes como el cabrón que ahora mismo debía yacer sobre este inmundo lodo. ¿Dónde están la gallardía y el honor?.
            Los hombres aguantaban estoicamente los insultos y el insufrible hedor que profería aquella boca. En su locura, el oficial cogió la bayoneta de Otto, y señalándoles y agitándola ante sus caras, les amenazó:
            ― Voy a pedir que os fusilen a todos, panda de gallinas cagonas. No voy a consentir esta insubordinación. Pero antes acabaré el trabajo yo mismo.
            Con paso firme, se dirigió al condenado, mientras extraía su Mauser de la funda. Otto lo siguió con la mirada, sabiendo de sus intenciones, y empuñó su arma. Su compañero le sujetó, sería un gesto noble para salvar a un amigo, pero estúpido e inútil, pues de hacerlo, los dos estarían muertos aquel día. Sin ningún tipo de escrúpulo, se disponía a dar el tiro de gracia. Quitó el seguro, puso el cañón a apenas unos centímetros de la sien de Schmidt, y apretó el gatillo.
            Un segundo suceso inusual tuvo lugar. El arma se encasquilló. No podía creerlo, aquel condenado tenía más vidas que un gato, debía contar con algún tipo de protección divina, pensó. Pero obstinado, tras varios golpes consiguió desatascarla, disparando un tiro al aire para asegurarse antes de volver a intentarlo y no quedar de nuevo en ridículo.
            El eco de aquel disparo impidió a todos escuchar el estruendo producido por una batería gabacha que en ese momento lanzaba un obús. Un silbido surcó los campos y, al momento, la ojiva se estrelló contra el suelo, creando un inmenso cráter justamente en el espacio comprendido entre el pelotón y los dos hombres. La metralla se desperdigó en todas direcciones en varios metros a la redonda, y un alud de tierra y fango cayó sobre todos. Tras el desconcierto inicial, recobrado el sentido del oído tras el estruendoso impacto, se oyeron lamentos. De los doce hombres, cuatro habían muerto al instante, otros cuatro se encontraban con alguno de sus miembros arrancados de cuajo, y los otros cuatro vivían de milagro, eso sí, con esquirlas de metralla por todo su cuerpo.
            Al otro lado del boquete, el panorama era también desolador. El cuerpo de Metzger yacía boca abajo sobre un charco de sangre y vísceras. Ni rastro de Schmidt, parecía que se había volatilizado con la energía del proyectil. Pero no. Sólo unos segundos después, el destrozado cadáver del oficial pareció cobrar vida repentina, se movió como convulsionando, rebotando una y otra vez contra el suelo, hasta que cayó de un costado. De entre el mondongo rezumante de aquel guiñapo en que se había convertido Metzger, emergió la figura del que se negaba a morir aquel día en el campo de batalla. Su ejecutor fue el parapeto perfecto, su sangre era su agua bautismal, había vuelto a nacer de las entrañas de aquel que quería a toda costa arrebatarle la vida.
            Otto se dirigió a él con una sola palabra:
            ― Huye.
            Se levantó, miró hacia sus propias líneas, comprendiendo que ya no podía volver en esa dirección. Tomó del suelo el casco y el fusil de uno de sus desdichados compañeros de ejecución, saludó a Otto colocando dos dedos sobre la sien, y arrastrando los pies  tomó rumbo hacia las trincheras enemigas. “Mejor prisionero que fiambre”, pensó.
             
           
           



Sin guerra no hay paraiso, por MERCHE HAYDÉE MARÍN TORICES




No es una frase hecha, ni un slogan afgano. Es el fondo de todas y cada una de las guerras que ha vivido la Humanidad. Es la justificación de las Naciones para el restablecimiento de la paz.
Es curioso, me llama la atención, que “guerra” tenga nombre femenino. Según la acepción, deberían utilizarse armas como el diálogo, la comprensión, la bondad, el respeto… todo aquellas virtudes que, desde la lejana mitología hasta la propia Virgen María, han definido a la mujer. Pero en realidad, es un invento masculino. No quiero decir con esto que los hombres no tengan las mencionadas virtudes, pero son más pragmáticos, van al conflicto, y a veces sin entenderlo.
Todos desearíamos un Mundo sin guerras, pero también deseamos un mundo sin pobreza, sin delincuencia y sigue siendo una utopía y algo que sólo un milagro podría resolver. La guerra comienza cuando cada país pone una frontera y defiende sus costumbres como si fueran mejores que las de los demás. Cuando cierran los ojos hacia las maravillas de otras culturas y destruyen por el placer de sentirse poderosos. Es necesario, por tanto, un ejército que controle esos estallidos de violencia, al igual que son necesarias las cárceles y las sanciones ante conductas que atenten contra la seguridad y paz de la vida de todas las personas. También son necesarias las Organizaciones no Gubernamentales y las ayudas oficiales para que la pobreza sea más llevadera, si es que eso es posible. Pero todo esto es necesario en un mundo donde la ambición, la codicia, el deseo de poder, el materialismo insano y la gran falta de empatía priman sobre otros valores que parecen discursos de orates.
La guerra de hoy es la guerra de ayer y la de mañana. Mucho se habla de los posibles ataques nucleares, de ese mito que tanto nos asustó a los que éramos niños en la guerra fría y pensábamos que cualquier día Estados Unidos o Rusia pulsarían un botón y ¡PUM!, el mundo destruido con todo su contenido. En realidad, la guerra sigue siendo un cuerpo a cuerpo, soldados, que en misión de restablecer la paz pierden la vida. Cifras que no aparecen en los telediarios. Será para que no nos volvamos buenos. Calladas quedan las medallas, los homenajes al mérito cuando desciende el féretro del avión y la viuda llora desconsolada asiendo la manita de sus hijos que nunca volverán a ver al padre. Es así. No hay más. En España o en cualquier parte del mundo.
Pero hay más guerras que, en mi humilde opinión, son las causantes, las que provocan los estallidos kurdos, afganos, en Yemen o en el Líbano. Son las guerras de las relaciones humanas. No podemos desear un mundo sin guerras si nos molesta que el vecino tenga una casa mejor que la nuestra; o que nuestra compañera de trabajo tenga un marido ideal; o que nuestra ex_mujer haya conocido a otro y rehaga su vida, una vez superado el trauma del maltrato, por eso, aprovechamos que está sola, le pegamos un tiro y luego nos lo pegamos a nosotros, eso sí, en el muslo, para justificar una patología psíquica que, encima, nos deje en libertad. Tampoco podemos desear un mundo sin guerras si entendemos la grata conversación entre amigos como discusiones encarnizadas que acaban con el afecto de 10 años compartiendo banca. De igual modo, no acabarán las guerras si no enseñamos a nuestros hijos a ser respetuosos, honrados, y si lo hacemos, se convierten en lindos muñequitos de mantequilla que no sabrán defenderse ante gente sin escrúpulos. Esta es la guerra latente y diaria, la que enfrenta a parejas, a padres e hijos, a hermanos, a amigos. Si en las pequeñas friegas nos convertimos en cruzados sin causa, no imaginemos un mundo sin guerra.
Sin embargo, a mi me ha gustado siempre definirme a mí misma como una mujer guerrera. Porque lo asocio como sinónimo de luchadora, de no dejar que la injusticia pase por mi lado sin que yo intervenga, de estar presta a secar una lágrima de alguien que sufre o a acariciar a un niño que se ha perdido.
Por eso me hice militar, soy Alférez Reservista del Ejército de Tierra; estoy ahí, como muchas otras personas, por si en algún lugar nos necesitan, por si tenemos que poner chalecos fluorescentes a aquellos niños que caminan diariamente y en la noche seis oscuros kilómetros para ir a la escuela; por si hay que sacarles una sonrisa porque sus papás murieron; por si hay que llevar vacunas a cualquier parte de África.
No entiendo la guerra. Ni las cotidianas ni las otras. Por eso estoy ahí, para que cada vez los conflictos sean menores, para entender al Ejército como una Administración más, para sentirme útil si me necesitan. Soy muy mala disparando y espero no tener que hacerlo nunca aunque sea en legítima defensa.
Dicen algunos videntes, filósofos como Edgar Tolle, o hasta el tercer secreto de Fátima, que de aquí a unos años el mundo será ese paraíso; que seremos seres evolucionados emocional y afectivamente y que no cabrá la maldad entre nosotros. Que habremos aprendido la lección de no destruir el maravilloso mundo que tenemos. Un mundo ideal al que están precediendo grandes catástrofes (terremoto en Nepal, Tsunami en Japón en 2011, Terremoto de Chile y Tsunami en 2010, Terremoto en Haiti en 2010, El avión Airbus A320 de la compañía Germanwings que se estrelló en los Alpes con 150 ocupantes, el 17 de julio de 2014, cuando el vuelo MH17 de Malaysia Airlines fue derribado por un misil,… y un largo y desgraciado etcétera). Dicen los escritores, los filósofos, los que hablan con los ángeles y los que ven más allá, que todo esto nos hará pensar en todo aquello que amamos y podemos perder. Que estamos a un paso de esa evolución mental que se dará en 2017, donde hasta seremos capaces de desarrollar un 88% de nuestro ADN, ¿un mundo perfecto de A. Huxley?¿Una premonición más para vender viajes de lujo vacacional a marte? ¿O realmente ha llegado la hora de la verdad, de encontrar sentido a la vida, a nuestra estancia en este perfecto sistema de árboles, flores y ríos; de animalitos que son felices en libertad; de amor al prójimo?
Yo sólo sé una frontera es lo que me separa de un amigo al que quiero porque vive en otro país, o que tengo que llevar pasaporte según dónde vaya. Sé que me encantan los taquitos mexicanos del mercado de Coyoacán, el mate, la sabrosa comida italiana, los almendrados dulces árabes, y esos atardeceres frente al Bósforo, antes de entrar a Turquía, lo azul y cálido que es el Caribe, lo hermoso que es ver amanecer frente a la Alhambra o en cualquier punto de nuestra geografía. No olvidemos nunca que es mucho más fácil crear guerras que restablecer la paz. El caos y la discordia se siembran en un ratito, pero las reconciliaciones cuestan toda una vida.  
 Sólo sé que “guerra” es femenino pero “paz” también lo es.




Parabellum, por PURA FERNÁNDEZ SEGURA.


Pacto entre tinieblas, por PEDRO CASAMAYOR RIVAS.

Pacto entre tinieblas


Canto a la carne amarga,
violada en las acequias,
hecha jirones sucios,
gaseada por hombres
creyentes en un dios
de blanca limusina.
Vomito en los sepulcros
castrados de utopías
la vida y sus migajas,
a la que decapito
de infancia y mariposas.
Alimañas humanas
me alimentan de hastío,
de pólvora caduca
y  pétalos de sangre.
Normandía, Corea
Afganistán, Somalia
son mis últimos ventas,
con aliento de huérfano
y brotes de gangrena.
Soy fría, santa y sucia.
Soy la guerra mezquina.  


Rastros y rostros de la guerra (de Ojos de uva o conversaciones con un gato), por DORI HERNÁNDEZ MONTALBÁN



Debió ocurrir al atardecer. Alguien la vio cerca del horizonte, parecía más alta y más delgada, junto a aquel hombre tendido en el suelo. Nadie lo hubiera encontrado sino ella. Solía pasear por aquellos parajes en busca de margaritas amarillas. Sólo tenía ojos para las flores. Estaba en la alameda cuando escuchó los disparos. El hombre yacía boca arriba, tenía maniatadas las muñecas y no parecía un soldado. Vestía una vieja camisa blanca remangada hasta los codos. Los ojos abiertos e inmóviles.
¿Quién era aquel hombre? Debió ocurrir al atardecer. Le había visto una sola vez en su vida, ahora lo recuerda, fue a la hora de la siesta, tendido bajo un árbol, en un campo de trigo y amapolas. Los campos estaban silenciosos, nadie había por allí, se escuchaba tan sólo el sonido de los pájaros. Inmóvil y asustada dejó caer las flores de la mano. Suele vestir de negro pero nadie conoce que se le haya muerto alguien.
Pero como aun es tiempo de silencio, Ojos de uva, los locos y los viejos nada saben, nada sabemos, sino aquello que nos contaron de niños; como si aquellos niños de entonces no hubiéramos visto ni oído.
Tú y yo sabemos, que desde los albores de la humanidad se mostró la discordia primitiva y desnuda, cubierta de pieles de animales, agazapada tras el fuerte brazo del varón. Aquella ruda y violenta mano traía como trofeo una tibia humana, y con ella, el recuerdo grabado en la retina del golpe asestado. Poseídos por ella, lucharon los feroces guerreros y los héroes también.
¿Cuándo descubrió la humanidad el sufrimiento, la sangre caliente, la lagrima salada, la aguja del dolor tensando la sien? ¿La causa del dolor quién la origina?.
Sufrimos cuando se nos niega, cuando se nos somete, cuando se nos priva del alimento y el natural cobijo,  del derecho a vivir dignamente, del libre albedrío y la autodeterminación.
Las guerras, Ojos de uva, las han hecho y las harán siempre los Caines; solo que ahora son más extravagantes y retorcidos que entonces en el arte y ejecución de tan deleznable ejercicio. Los señores de la guerra, los estrategas del poder no luchan cuerpo a cuerpo porque carecen de valor. Les basta tan sólo con trazar las coordenadas precisas para ejecutar su maléfico plan. No importa el lugar, cualquier punto de la tierra les sirve. Juntar coordenadas, elegir objetivo y el estallido se sella con sangre inocente. Miles de habitantes huyendo, aviones de combate, refugios, rezos, llantos, alaridos, metralla, llamas, armas químicas y tiempo; es cuanto necesitan. Objetivo cumplido: escombros, supervivientes, cadáveres, estadísticas, balances, velas en recuerdo de los caídos, amargas conmemoraciones, sirenas lejanas, callejones sin salida, la madre con el hijo muerto en los brazos y el dolor insoportable.
Tras la muerte ¿Qué les queda a los inocentes, a los exiliados, a los pacíficos, a los huérfanos? Un camino de penuria servil a una sociedad que les dio la espalda; abocados a arrastrar el conflicto atávico que debió tener su origen en las zonas más desconocidas y enrevesadas de la angustia.
Pero ellos, los hombres grises, los que creen que el mundo les pertenece, olvidan que no podrán evitar que el hombre se detenga, que repare en sí mismo y se dé cuenta de la maravillosa criatura que es.



Innombrable, por F. JAVIER FRANCO.



A mi padre.

Cuando uno ve ya tan cerca el final, al menos el fin de ese estado, que no sabemos si último o intermedio, llamado vida, es cuando inconscientemente hacemos balance que lo que fue, seguramente buscando la sensación de haber tenido una existencia feliz, es cuando la nostalgia nos acerca los versos del poeta Manrique, aquellos que concluían que “a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor”, es lo que los psicólogos, capaces definir diagnóstico a todo, llaman “retornar al «paraíso perdido» de la infancia”, pero no todas las generaciones en todos los lugares han tenido «paraíso perdido», ni tan siquiera han tenido infancia.
Mi generación en mi lugar, salvo salpicaduras dispersas, no tuvo infancia, las desavenencias de los mayores nos la hurtaron, por eso lo primero que asalta a mi mente, al retrotraer el compendio de la vida, es la mañana de juegos en las eras de Santa Ana, que quedó rota volviendo a la normalidad del día a día de niñez amputada, cuando aparecieron los «stukas» por encima del horizonte-coraza de cerros, convirtiendo las chimeneas de las cuevas en blancos fantasmas erguidos, para ametrallar a unos niños que perseguían una pelota hecha de trapos. Todos acabamos cuerpo a tierra y, tras las dos oleadas de las escuadrillas, tan sólo la mitad pudimos erigirnos en pie, la otra quedó en despojos, que designamos cadáveres, de lo que eran proyectos de vida intensa. En aquel momento, y aún ahora, me asaltó el pensamiento la perversa incógnita del porqué del ataque a unos niños indefensos, luchando contra la adversidad de un mundo de fuego, destrucción, hambre y miedo, ¿qué pensaron aquellos pilotos?, ¿qué estúpido odio les removía a convertir en objetivo militar a unos niños desamparados y sufridos evadiendo la cruel realidad? No lo sé, pero he terminado concluyendo que el odio arrastra incluso a los cachorros del enemigo, que pueden ser los futuros soldados que empuñen las armas contra sus aparatos, aunque lo que realmente pienso como más consecuente, si bien no es una alternativa, sino un complemento a mi anterior conclusión, es que de lo se intenta es sembrar el miedo, y con él la desesperación, en la inocente retaguardia civil, dejar a las viudas cada vez más desoladas, dando sepelio ahora a sus hijos, el miedo es una arma mortífera, un arma psicológica perfecta y terrible, el miedo a perder cada vez más motivos por lo que vivir, a no saber, o sí saber, si ya merece la pena seguir en el estado de la vida, dejar descoyuntadas y apartadas las vanas ilusiones y esperanza de victoria con las que arrancan los inicios de cada conflicto. Conflicto, sí, conflicto, no me pidáis que use la palabra, no me dejéis usarla, porque entonces todo yo sería ella misma, entonces embadurnaría el horror tanto mis recuerdos como mi devenir, por eso excusadme por dejarla ahí, enclavada en un rincón oscuro, perdida, olvidada.
Mi niñez cambió un veintidós de julio, cuando la Guardia Civil, tras una vana intentona de tomar el pueblo, se encerró en su cuartel, tras el fracaso del acceso a enlazar con sus fuerzas por parte de sus correligionarios de la capital, que fueron sorprendidos y hubieron de huir, dejando atrás los cuerpos yertos de sus compañeros, con el rabo entre las piernas por donde volvieron. El asalto fue terrible, los disparos de los milicianos no cesaban de impactar sobre el viejo palacete y sobre algún descuidado que dejaba asomarse más de lo conveniente. Mi madre estaba enloquecida, yo estaba enloquecido, mis hermanos estábamos enloquecidos porque mi padre se hallaba preso dentro de aquella jaula monstruosa, resistiendo tenaz para nada, porque es seguro que sabían que resistir devenía imposible, pero no sé por qué estúpido resorte resistían aun siendo conscientes de que no sólo se arrastraban ellos al abismo, sino también a sus familias resguardadas dentro. El capitán quiso hacer chantaje con los detenidos dentro, pero ello no hizo más que elevar ostensiblemente la furia y el resentimiento de los asaltantes, que gritaban con orgullo soflamas en pro de la libertad y del régimen democrático republicano. Todo acabó tan mal como era de prever, ya que aparecieron dinamiteros de las minas cercanas y fuerzas de Infantería de Marina acantonadas en el puerto de salida natural al mar de la comarca distante en cien kilómetros. Los barrenos y el asalto final de las tropas expertas cubrieron de matanza y muerte a los asediados, mientras eran liberados los detenidos, que apenas habían sufrido menoscabo. Tras abrazar a mi padre, mi familia se convirtió en un torbellino de alegría. Alegría desaforada que embriagó a las milicias y al pueblo desbordados, inmersos en una lujuria de victoria que nos arrastró a todos en descalabro directo hasta el caos.
Comenzaron a arder algunas iglesias, los juzgados, los registros, lo que los más ilustrados en las ideas revolucionarias llamaban el «aparato represor del estado». Y los niños nos unimos en procesión inmersos en el epicentro de aquel torbellino de revolución, de libertad que no era consciente de su libertinaje. Los mayores pasaron por las armas a los santos de la fachada de la catedral, dejando las vetustas estatuas de mármol blanco reductas a pequeñas lajas blancas, luego entraron dentro decapitando santos y aniquilando en un apártame esas pajas a las estatuillas de madera del coro, después abrieron capillas, la sacristía, las criptas y alguien empezó a desarticular el órgano barroco, los tubos metálicos y rítmicos dejaron resonar una armonía improvisada al rebotar contra el suelo, minutos antes habían detenido al obispo, además del resentimiento hacia la religión, que había sido hasta entonces una cápsula aprisionante para las mentes, para los actos de la cotidiana cercenados por una moral farisea y para el destino de sus estómagos, toda vez que era el mayor terrateniente de la comarca, habían hallado una radio clandestina en el suntuoso Palacio Episcopal. El obispo, vejado, fue llevado a lo que quedaba de los juzgados e introducido en la cárcel municipal. Luego se apilaron en el exterior los restos, a veces momias, de obispos, canónigos y frailes. Cuando colocaron en fila en la Plaza de la República los cadáveres de los niños muertos tras el ataque inmisericorde de los «stukas», un simbólico paralelismo enlazó en mi mente ambas imágenes, si bien aquellas criaturas rebosaban vida instantes antes de que los vampiros de la muerte sobrevolaran las eras, y los otros muertos estaban mondos y descarnados desde hacía siglos. Y con casullas, mitras obispales y haciendo sonar los tubos como pitos del órgano, una sacrílega procesión infantil, de la que yo formé parte, recorrió las calles del centro del pueblo.
A partir de ahí, tras aquella eclosión de alegría y fiesta, apareció la rutina del miedo y la muerte circundando sobre nuestras cabezas. Mi padre en el frente, mi madre y yo, era el hermano mayor, sacando adelante a la familia como podíamos, quedando atrapado aquel “paraíso perdido de la infancia” entre trabajo incesante, miedo, sacrificio y penurias, que sólo se abrían a lo que debían ser diversiones infantiles, cuando las eras se convertían tanto en estadio olímpico como en campo de batalla de guerrillas pueriles, aunque luego acabaran convirtiéndose en una trampa terrible para ejercicio de destreza de la puntería de los aviadores enemigos. Los mismos que dejaban que llegara la noche para destruir los sueños en pesadillas de insomnio con sus bombardeos indiscriminados. Noches sin aire, apiladas las personas bajo túneles cargados de sudor, mala respiración y miedo, precedidas de los estridentes sonidos de las sirenas y consumadas a ritmo de explosiones, temblores y polvo mugroso que caía del techo. Noches de miedo, días con miedo e infancia degollada, todo en nombre de una libertad o de un orden, que sólo conseguía que ambos desaparecieran entre el miedo y la falta de capacidad de serenar los pensamientos.
Zanjas y fusilamientos, cadáveres insepultos, juicios sumarísimos, algunos postmortem, y así fue pasado por los fusiles el obispo en un páramo desértico con olor a mar, también un alcalde de legislaturas anteriores, que ya había cambiado de chaqueta y principios varias veces, desde el conservadurismo monárquico al centrismo radical y republicano, fuente de corruptelas y aliado de cualquier postor, al que los que quisieron abrirle causa de mártir inventaron la farsa de que fue enterrado aún con vida. Farsas y verdades de inmolaciones que se cruzaban de un lado al otro del frente, que sólo hacían increpar el odio de los guerreros y el terror de los civiles pacientes. La idea de caer en manos de unos u otros era un jinete apocalíptico terrible y bermejo que guadaña en ristre recorría las trincheras que servían de frontera y zigzagueante se introducía más allá de los frentes para advertir de la pesadilla venidera, por encima de la presente, a gentes, buenas gentes de uno y otro lado, aunque si alguien era capaz de encarnar al rojo caballero era un general borracho y mal hablado que increpaba a los suyos a causar los mayores estragos en la población civil enemiga a través de las ondas, que recorrían los mismos aires que los «stukas», de una emisora de radio que emitía desde la orilla del Guadalquivir, un Betis de sangre sin olor a azahar y con aroma putrefacto a muerte.
Tres años nos duró la condena al desasosiego para turbarse en horror palpable, en primavera de nuevas ejecuciones sumarísimas y, las más veces, arbitrarias, sin mayores causas que resolver cuitas pendientes que provenían de antes del estallido de morteros, bombas, tanquetas y fusiles. La contienda había terminado, no, no voy a expresar la palabra que esperáis por mucho que os empeñéis en que lo haga, la contienda por un parte lacónico y mal redactado había tocado a su fin, pero no era en absoluto cierto, seguía, peor que nunca seguía, y ahora seguía sin esperanza de ver el fin, por todo estaba a merced de la voluntad, tan sólo regulada por sí misma, de los vencedores en los campos de batalla y en las oficinas del nuevo orden, de la noche a la mañana en todos los rincones del país brotaron vencedores que sólo empuñaban las armas ahora contra un enemigo indefenso y, en la mayoría de las ocasiones, ficticio. Surgieron campos de confinamiento de prisioneros por doquier, en los que los presos en muchas ocasiones no llegaban a sobrevivir para el momento del cacareado juicio imparcial, mi padre fue internado en uno de ellos y condenado pasó por muchos más, aunque su estancia destrozó más nuestra existencia que la suya, que estaba marcada por una condición innata de superviviente, también surgieron batallones de soldados trabajadores que se componían en su mayor parte de soldados del bando perdedor, en su mayor parte sin ideología, que el destino había hecho que su quinta cayera reclutada del otro lado, para cuya condena no hubo sentencia y se convirtieron en esclavos, palabra nunca pronunciada porque un siglo antes se hubo abolido la esclavitud, pero estos soldados trabajadores no eran más que eso.
Mi madre y yo debimos seguir con la tarea de ser el sostén del resto de la familia y, para cuando mi padre regresó, porque ya lo he dicho era de voluntad férrea, ¿dónde había quedado atrapada mi niñez? Tres años de milicia, siete de condena cumplida de los veinte sentenciados, son diez años, ¡diez años!, ¿dónde quedaba para entonces mi niñez? Por eso, ahora que se agotan mis días, sólo acierto a recapitular que mi «paraíso perdido» son estos años de vejez sosegada, ya sin lucha por sobrevivir y hacer sobrevivir a otros: hermanos, hijos… El más mínimo atisbo de sentir aquella sensación de miedo, dolor, penuria insalvables me aterra, me hace hundirme en un pozo en el que no cabe la nostalgia, sino el sufrimiento sin capacidad de percibir su final. A este libro le quedan pocas páginas, pero han de ser tranquilas, no me importan los finales felices, tan sólo la paz sosegada, y si alguna vez me falta ésta, sé que no me faltarán arrestos para dictaminar yo mismo mi propia sentencia, porque si he de perder mi paraíso seré yo el que decida el momento. Todo lo demás sobra. Mi vida, como la de casi toda mi generación, ha estado marcada por esa palabra que vuelvo a pediros que no me hagáis pronunciar, por eso aunque dejen de rugir los fusiles o los obuses, las cicatrices se mantienen perennes e imborrables en todos los que hemos padecido el innombrable sustantivo, lo peor es que son heridas a medio cicatrizar en el alma, de las nunca cauterizan y de cuando en cuando supuran, por ello volver a renovar sentimientos padecidos en aquel trance me hace definitiva  mi decisión de terminar de sellar una paz conmigo mismo que de otro modo no alcanzaré, una paz sellada con el definitivo e inquebrantable final, sin partes militares de lenguaje cuartelero. No os cuento más, por eso os escribo, para que sepáis, si alguna vez ocurre el destino que os anuncio, cuáles han sido los únicos y verdaderos motivos.