La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

jueves, 14 de marzo de 2019

MÓDULO 9, por Lourdes Páez Morales.

 

No sabía si reír o llorar. Mis sentimientos, encontrados, eran una encrucijada de caminos. Mi hermano yacía inerte en aquella cuneta. Parecía como si el destino por fin hubiera jugado de mi parte. Intenté acercarme a él, pero me atenazaba el miedo de que pudiera revivir con solo tocarlo, así que me alejé corriendo de aquel lugar. No podía detenerme. Sabía que si lo hacía vendrían a por mí y volvería a aquel lugar oscuro y húmedo en que había permanecido no sé desde cuándo exactamente. Había perdido la noción del tiempo. Solo había visto el sol un par de veces, o tres, no lo recuerdo bien, mientras nos trasladaban a mí y a otros compañeros al edificio principal.
Caía ya la tarde cuando llegué a una casa desvencijada y, temerosa, abrí la puerta. Aparentemente no había nadie, pero alguien había estado allí hacía muy poco tiempo: un plato con algunos restos de comida sin descomponer parecía advertirme de la cercanía de algún partisano evadido como yo. Porque así, “partisanos”, así nos llamaba el gobierno invasor. Aquel gobierno que quería acabar con cualquier atisbo de ingenio en el mundo… Mientras estaba absorta en mis pensamientos, y en el recuerdo de mi hermano mayor tendido en el suelo, me sobresaltó el movimiento de una sombra reflejada en el cristal de la ventana que estaba frente a mí. Agarré un cuchillo de la mesa y me giré hacia el sitio donde se había producido el movimiento, y grité “¿quién hay ahí?” …Caminé despacio hacia la puerta abierta a lo que parecía ser una habitación, y atravesé el dintel. Seguí haciendo la misma pregunta varias veces, pero no obtuve respuesta. Sin embargo, notaba cercana una respiración.  
-         Soy un partisano respondió de pronto una voz masculina desde debajo de la cama.
Un chico de unos veinte años, moreno y extremadamente delgado, salió arrastrándose por el suelo, apartando los faldones de la colcha de la cama, hasta ponerse de rodillas con las manos levantadas. Me dijo que no temiera, pero su uniforme caqui con la cruz del partido en el poder, me hizo temer lo peor. Tras unos segundos de silencio, volvió a hablar, e intentó ganarse mi confianza explicándome que había escapado del módulo 9 matando a un guardia y colocándose su uniforme. Empuñando el cuchillo aún, le hice ponerse de pie y nos sentamos a uno y otro lado de la mesa. Me contó que se llamaba Alexandros, que era escritor, y que, desde la clandestinidad, había logrado reescribir una de las novelas que había publicado con anterioridad a la llegada de los usurpadores al gobierno. Había logrado salvar el manuscrito de la quema ocultándolo debajo de un azulejo del alféizar de su ventana. Aunque hubieran quemado toda su casa, el manuscrito seguiría allí.
Su voz se quebró al hablar de su familia desaparecida por su culpa. No los había vuelto a ver, y seguramente estarían sufriendo las consecuencias de su empeño por continuar con su labor. Su historia era tan parecida a la mía, que, sin meditarlo demasiado, me levanté y le rodeé con mis brazos. En ese momento el chico podría haberme arrebatado el cuchillo, y no lo hizo, lo que me constató que estábamos en el mismo bando.
Me volví a sentar y le conté que yo era pintora, y que mis cuadros también habían sido pasto de las llamas. Mi propio hermano me había delatado para salvarse, y ahora él, que me había enseñado todo lo que sabía sobre arte en aquellos libros, había muerto por mi propia mano, de un golpe en el occipital. Le habían dado orden de eliminarme, y me había demostrado durante mi encarcelamiento que no hubiera dudado en hacerlo, como lo hizo con mis padres delante de mis propios ojos.
Continuamos la charla en la creciente oscuridad de la noche. Ambos éramos unos supervivientes de aquel régimen que pretendía destruir cualquier atisbo de creatividad en las personas, y fuimos conscientes de que tarde o temprano nos encontrarían de nuevo… Me narró casi de memoria fragmentos de sus novelas, que hablaban de libertad. Durante su reclusión había ido perfilando la reconstrucción mental de las mismas, al igual que yo había hecho con las pinceladas de mis cuadros.

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No le había vuelto a ver desde aquella noche, cuando llegó un escuadrón de guardias y nos separó a la fuerza; pero le reconocí enseguida. Él me miró y se sonrió. Estaba muy cambiado, pero su rostro aún tenía la misma frescura de entonces. Se acercó y me susurró al oído que jamás nadie le había descrito así los colores y que tenía mis cuadros colgados en su celda del módulo 9. Tras las torturas, cerraba sus ojos y los veía en aquellas paredes mugrientas.
Tuve entonces la certeza de que algún día, por muchos años que pasaran, y aunque nosotros desapareciéramos, acabaría aquella sinrazón… Él y yo, al fin y al cabo, habíamos seguido siendo libres…


REIR O LLORAR, por Gloria Acosta.

Dorian Florez Zuleta



  No sabía si reír o llorar pero aquellas muecas que veía en los primeros rostros pronto me ofrecieron un sinfín de posibilidades al comprender que no eran un mero adorno facial y así fue como empecé a ponerlas en práctica. Descubrí que llorar me resultaba más fácil que reír y además muy provechoso. Conseguí de esta manera la muñeca china del escaparate con su armario lleno de vestidos, de zapatitos de charol y lazos de tafetán y tras ella muchas más. Ese ardid funcionó durante un tiempo aunque en alguna ocasión no dio resultado apremiándome a buscar otros registros más drásticos como retenciones de inspiración que enrojecían e inflaban mis mejillas cual saco vocal de una rana para luego recuperar mi estado natural en cuanto el objeto deseado descansaba al fin en mis manos. Así fue como aprendí qué recursos tendría a mi disposición en años venideros.
  Con la risa ocurría algo diferente. Rara vez veía la ocasión de ponerla en práctica porque no me reportaba ningún beneficio y como las gracietas de los adultos me incomodaban prefería llorar y santas pascuas. Tampoco veía que fuera beneficiosa para mi hermana cuando salía sonrojada y carcajeante de su habitación con las manos vacías sin premio alguno. Al rato aparecía el novio que siempre se llevaba el dedo índice a los labios conminándome al silencio y mirándome con cara de haber roto algún plato. Tampoco él había ganado nada, o eso me parecía entonces.

  Fue así como, de forma paulatina y por mor de los acontecimientos que desfilaban a mi paso, inferí que  reír debía ser un acto fútil, una herencia ancestral, cavernícola, sin contenido, en resumen una pérdida de tiempo. Lo corroboré a los seis años cuando nació mi hermano y mi madre no paraba de llorar. Yo no entendí que lo hiciera puesto que había conseguido lo que quería, pero su frase rubricó la evidencia empírica: “Estoy llorando de alegría”

ENTRE MIS LÁGRIMAS DE FELICIDAD, por Esneyder Álvarez.




No sabía si reír o llorar, si gritar o quedarme en silencio.
Decidí mirarte,
tomaste mi mano,
tu llanto se detuvo,
mis lágrimas salieron,
tu mirada tierna no quería despegarse de mis ojos,
el tiempo se detuvo mientras disfrutaba de tu existencia,

Naciste…
para regalarme tus sonrisas,
para motivarme cada día,
para apoyarme cuando la tristeza toca mi puerta,
para llenarme de orgullo con tus triunfos.

Aquel día no sabía si reír o llorar,
pero hoy solo sé reír,
solo sé disfrutarte,
solo sé amarte.

REÍR O LLORAR, por Isabel Rezmo.




No sabía si reír o llorar.
¡Qué incógnita!

Solo la luna,
en su verdad tantea.

Tantea la risa,
la risa que es  violenta,
la risa que es gozo y apariencia.

No sabía si reír o llorar.

Llorar como la tormenta,
a veces  asusta cuando pasa
por los montes o pasa a través
del espejo.

Pasa violenta, como la risa,
en un mar plateado de sombras.

No es un lecho que el hombre
sabe certeramente gozar,
gozar sin causa.

No es el pasado, o la niñez,
adolescencia cautiva
en el sepelio de la arruga.

No sabía, sin tenderse a solas,
la muerte lúcida,
reír o llorar.

¿Quién lo sabe?
¿Quién acusa?
Solo la noche.

La noche que es densa,
alargada, inmóvil y sedienta.

La noche que es amante, es señora,
es violenta.

La noche  con dos lenguas
que pasa y pasa.

Pasa violenta, como la risa,
en un mar plateado de sombras.

DÉJAME ENTRAR, por Eduardo Moreno Alarcón.




 No sabía si reír o si llorar. Ahora era tarde. Ya estaba hecho. La había cagado pero bien. ¿Qué tendrá lo prohibido que nos atrae como boñiga a los moscones? Advertido estaba, desde luego. No sería por ignorancia. Ella lo había dejado bien clarito desde el principio. Fue lo único que le pidió antes de casarse. Una sola condición que a él le pareció una tontería; un caprichito femenino. Un secretillo pasajero, acaso para hacerse la interesante. Pero no. Pasó el tiempo y ella prosiguió con su costumbre (para él manía) a rajatabla: los sábados, indefectiblemente, dormían por separado. Ella se iba a otro cuarto donde él tenía prohibido entrar. Alcoba que además tenía cerrojo.

El resto de los días, salvo los sextos, cohabitaban sin problema, como cualquier otra pareja.

Ella no quiso dar detalles. Él aceptó las condiciones. Antes o después se cansará, pensaba él. Pues no. Todo siguió inamovible. Sábado tras sábado, aquel ritual se reprodujo como el ciclo de la luna y las mareas.

El problema fue que a él le dio no por pensar, sino por malpensar. Por recelar y por buscar tres pies al gato. Ahí se estancó su pensamiento. Entró en un bucle como el burro que mueve la noria. Venga a dar vueltas y más vueltas.

Al principio se limitó a tentativas de espionaje, pegando la oreja a la puerta. Pero el silencio le ponía más taquicárdico. Entonces llegaron los celos y, con los celos, la paranoia, y con la paranoia, la gran cagada. En ese preciso instante, se jodió el reino. De tal infortunio, aprovechando la ausencia de su cónyuge (salió de compras regias a la plaza), citó al cerrajero. Violento y brusco, éste hizo palanca e introdujo toda clase de objetos punzantes en el ojo de la cerradura. No parecía un cerrajero pues sudaba, temiendo quedar huérfano de sueldo, algo que nunca ha sucedido en el oficio. Aterrado, en suma, por convertirse en el hazmerreír del gremio, tiró de arrestos y de copias. Al fin, a pique del infarto, forjó una llave para el cuarto clausurado.

Llave en mano, él aguardó la llegada del sábado como el diabético su dosis de insulina. No podía más: o saciaba su curiosidad o reventaba. Que poca contención.

Total, que el rey se fue por lana y salió trasquilado.

Y es que la vida de palacio tiene eso. Que al final te cansas de todo. Te aburres y lo mismo te da por abatir unicornios que por yacer con mandrágoras.

Último sábado de marzo. La reina se encerró en sus aposentos, a cal y canto. No habían pasado ni diez minutos y el monarca ya enfrascado con llave cerrajera.

Hurga que te hurga hasta que abrió.

Y entró en la alcoba iluminada por velorios. De pronto escuchó un ruido sospechoso. Temió pillarla in fraganti con amantes palaciegos. Mas lo que vio no puede describirse con palabras. O tal vez sí. Voy a probar.

Dentro del cuarto se agitaba un ser monstruoso, horripilante, un gran dragón.

—Anda que no lo sabía —dijo el reptil con lengua bífida.

—Mujer, yo…

—Hala, pues ya lo has estropeado todo. ¿Qué? ¿Estás ya satisfecho?

—Bueno, no creo que sea para tanto. Si luego vuelves a tu forma humana, tampoco pasa nada, ¿no?

—¡Ahora no puedo detener la maldición, tonto del culo! ¡Tendré que convertirte en carbonilla!

—¡Pero, mujer, no te sulfures, a lo mejor el mago tiene algún…!

Ya no acabó la frase.

La llamarada virulenta calcinó estancias, tapices, almohadas, ujieres, cocinas, lacayos, sirvientas, jardines, sillares, gallardetes, banderolas…

  

Balance del incendio: ochenta hectáreas arrasadas. Seres torrados que se cuentan por centenas.

La curiosidad mató al gato y al monarca y a todo bicho viviente.

Moraleja de este cuento: si no te dejan entrar, será por algo.

CRUZAR LA PUERTA DEL MUTISMO, por Consuelo Jiménez












No sabía si reír o llorar,

los verdes y azules de la lámpara

tocaban de soslayo en mi hombro,

la música acariciaba la luz,

era la culpa quién secuestraba el llanto y la risa.

El pensamiento estúpido se revolvía en mis tripas,

ansiosas de vomitar escamas del bien y del mal.

Sucedió que al abrirse una de las puertas de la sala,

ya no hubo vuelta atrás,

y con la venia del soberano silencio,

a borbotones afloraron mis versos, 

esos versos tan tuyos, tan míos

que se pliegan ante la curiosidad de los otros.

Nadie los sabe leer,

ni tan siquiera adivinarlos.

Mañana regresarás conmigo 
mientras me tomo despacito un té,

y el día se cae del calendario.


miércoles, 6 de febrero de 2019

Fallo del Certamen de Relato Breve "enHebra Guadix"




El Jurado del Certamen de Relato Breve "enHebra Guadix" formado por:


JOSEFINA MARTOS PEREGRÍN (Escritora).

PEDRO MARTÍNEZ DOMENE (Escritor).


Proceden al fallo del mismo.

Una vez leídos los trabajos y realizadas las deliberaciones oportunas, el jurado decide por unanimidad otorgar los siguientes premios:

1º Premio: 

El peso de las sombras, de Agustín García Aguado.

2º Premio: 

¿Creer es saber?, de Paz Fanlo.

3º Premio:


El rápido de las 19:35, de Javier León Surribes.



RELATOS SELECCIONADOS: 


¡Bajad, malditos! de Manuel Fernando Estévez Goytre.

Futuro imperfecto, de Francisco José Segovia Ramos.
Viajes de ida y vuelta, de Rubén Sancho.

La tribulación del asistente personal, de José A. Gago

Mirar sin ver, de Nieves Soria.

La fuerza del arte, de Emilia G. Castro.

El accidente, de Manuel Coterón.

Una Nochebuena en Alepo, de Francisco Juan Barata Bausach.

Camino de sombras, de Alfons Ruano Cruz.

El manto de Afrodita, de Jordi Manau Trullàs.

El viejo creador, de Tomás Sanchez Rubio.

La partida de ajedrez, de Pedro José Biedma Pineda.


                                 En Guadix, a 6 de febrero de 2019.