La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

viernes, 20 de septiembre de 2024

Entrevista a Enric V. Alepuz Llopis, autor de "Señor maestro"




Háblanos un poco de ti.

Ahora mismo soy un profesor jubilado que ejerce la literatura y la música, mis dos grandes pasiones, lo cual me sirve de esparcimiento y me mantiene ocupado, pues no sabes un pensionista la cantidad de horas libres que tiene a lo largo del día. Digamos que el verbo aburrirse no existe en mi vocabulario. A esto añado que empecé a escribir siendo docente al observar la carencia de lectura que tienen los jóvenes actualmente. Eso en mi tiempo no pasaba, aún no había tantas pantallas como ahora y la lectura era otra forma de entretenimiento. En ese sentido, mis primeros textos iban dirigidos a mis alumnos. Cuentos, leyendas, relatos breves que nunca han sido publicados.

¿Qué podemos encontrar entre las páginas de Señor maestro?

Una historia de cariño: la amistad entre un chiquillo que empieza a despertar a la vida y su maestro, un joven profesor depurado por el régimen, en la época más dura de nuestra historia reciente, la posguerra. Un relato tan idílico como lacerante según qué capítulos, al que le añado un pellizquito de intriga que irá en aumento según se vaya acercando el final.

¿En qué ingredientes reside la fuerza de este libro?

Mejor en plural, ingredientes, porque voy a hablarte de tres principales. El primero, la época: los años cuarenta, los años del hambre, como los conocen nuestros mayores, los del estraperlo, los del comer lo que se pueda, cuando se pueda y como se pueda; también los de la represión y el miedo. Este período ya es de por sí motivador y fascinante. El segundo, el lugar donde se sitúa gran parte de la acción: en un cortijo del altiplano del interior de Granada, junto al río Gor, digamos que dentro del cuadrilátero Guadix-Baza-Gorafe-Gor, un área que los accitanos conocéis muy bien. Y el que nos falta, el tercero: en el tren llamado el Catalán por unos o el Granaíno por otros, donde uno de los protagonistas viaja en una odisea de más de veinte horas de periplo, el tren de los emigrantes andaluces -maletas de cartón prensado, compartimentos para ocho personas, gente de pie en el pasillo- que buscaban en Barcelona mejorar su vida.

¿Cómo describirías tu trayectoria de escritor desde la primera publicación hasta la última?

Esta última es la novena. Mi trayectoria ha sido, creo, como la de cualquier otro escritor que escribe por placer y no por dinero. Empiezas titubeante, inseguro, con miedo a cómo la recibirá el público, y terminas escribiendo con más convicción, con más dominio del lenguaje y técnica narrativa, pero sin perder aún ese miedo. Y entre la primera y la última, dos novelas finalistas de sendos premios literarios: “La cuna Nº 13” y esta, “Señor maestro”, que hacen sentirme orgulloso. 

¿Cuál fue el último libro que leíste?, ¿por qué lo elegiste?

  “Línea de fuego”, todavía estoy en ello, de Arturo Pérez-Reverte. Me gusta cómo escribe. Su relato fresco y atrevido, cómo domina los tiempos, la riqueza de su vocabulario. Y encima aprendo del maestro.

Y ahora qué ¿algún nuevo proyecto?

No. De momento nada. Bueno, tengo alguna idea en la cabeza para desarrollarla más adelante, cuando pase toda esa tolvanera que supone la promoción de una novela: publicidad en las redes, presentaciones, ferias de libros, en fin…

Entrevista a Manuel Moyano, autor de "La versión de Judas"



 

Háblanos un poco de ti.

Me da cierto pudor responder a esta pregunta, quizá porque no creo que tenga nada especial que contar. Soy un tipo que lleva una vida normal, como la mayoría de las vidas, pero que siente que la literatura (leerla y escribirla) es algo que le proporciona cierto anclaje en una vida que básicamente consiste en navegar a la deriva, sin objeto ni sentido.


¿Qué podemos encontrar entre las páginas de "La versión de Judas?

Diez relatos que orillan lo asombroso o se adentran directamente en lo fantástico, y cuyos protagonistas son marionetas sometidas a fuerzas que les superan por completo. Hay muchas huellas en estos textos, pero quizá la de Kafka sea la que sobrenade en todos ellos.


¿En qué ingrediente reside la fuerza de este libro?

Es algo que deben decir los demás, pero uno de sus primeros lectores ha empleado la palabra “fascinación”. Si he conseguido eso en el receptor, ya me doy más que por satisfecho, porque eso mismo es lo que yo busco como lector.


·  ¿Cómo describirías tu trayectoria de escritor desde la primera publicación hasta esta última?

Mi primer libro fue El amigo de Kafka, que apareció en 2001 y obtuvo el premio Tigre Juan a la mejor opera prima del año. Era de relatos. La versión de Judas es también de relatos y hace el número 23. Haber llegado a publicar 23 libros ya es más de lo que nunca hubiera imaginado en 2001. He podido ir materializando varias ideas literarias que tenía en la cabeza (por ejemplo, contribuir a dignificar lo fantástico en nuestro país) y algunas propuestas han tenido cierto alcance, como El imperio de Yegorov, novela que mezcla varios géneros y fue finalista del premio Herralde, o La frontera interior, premio Eurostars de narrativa de viajes, donde me propuse narrar un viaje por la península de modo distinto a como se venía haciendo. 


¿Cuál fue el último libro que leíste?, ¿por qué lo elegiste?

La biografía de James Joyce escrita por Richard Ellmann. Lo cogí de la biblioteca de mi padre, ya fallecido, y hacía tiempo que le tenía ganas. Me gusta leer sobre escritores, y esa biografía, personalmente, me resulta más apasionante que la propia obra de Joyce.


Y ahora qué, ¿algún nuevo proyecto?

Lo más inmediato, un libro de viajes por el territorio de Santiago de la Espada, en la línea de otros que he escrito antes como El lobo de Periago, Cuadernos de tierra o el citado La frontera interior. Es algo con lo que disfruto, y es importante disfrutar al abordar el proceso de escritura. 


Entrevista a Rosa Ortega Sánchez, autora de "Lejos del aguacero"


 


Háblanos un poco de ti.

Hablar de sí mismo es complejo, nadie se ve como realmente es.

En general me considero extrovertida, curiosa y bastante cabezota.

Me gusta el mar cuando no está masificado, viajar, descubrir nuevos paisajes y saborear sus comidas y la idiosincrasia de su gente. Leer, escribir, bucear mis propias contradicciones y compartir conversaciones y silencios con la gente que quiero. La aventura que supone el barranquismo y la montaña con retos que me han hechos superarme a mí misma. Las películas que me hacen pensar…

No soporto a quienes creen que su fe o su ideología es válida para todos los demás, o a quienes presumen de no haber leído un libro.

En el campo literario, he publicado poemas en la revista Wadi-as y Zoque, he participado en las antologías Por un puñado de versos; Azul de la editorial Artificios y con el colectivo Sustari Antología Poética. También he publicado relatos breves en Los ojos del orfebre y La paloma y Amor con humor se paga de la editorial Artificios.

Publiqué los poemarios Te puedo contar, Palabras impares, Una mujer cabalga versos y el último recién salido, Lejos del aguacero con la editorial Sonámbulos Ediciones.


¿Qué podemos encontrar entre las páginas de Lejos del aguacero?

El libro se divide en cuatro partes que a grandes rasgos se corresponderían con: el yo, la pareja, los otros y el mundo. En él se refleja mi forma poética de sentir desde el amor a la soledad, el dolor por la gente querida, el recuerdo de la infancia, la admiración por Miguel Hernández, Almudena Grandes o Mariana Pineda, la decepción y la sombra de la guerra que nos oscurece el presente y el futuro…

Es un diario íntimo que, con cierto pudor, ofrezco a un lector desconocido esperando que se pueda ver reflejado en él y así, convertir el soliloquio de un poema, en un dialogo mágico.


¿En qué ingredientes reside la fuerza de este libro? 

Yo no creo que la poesía sea un ente ajeno y extraño, con un lenguaje enrevesado accesible solo para iniciados. Siempre he intentado que mi poesía fuese fácil de entender, que cualquier lector que se acerque a ella no necesite la traducción para descubrir a través de un poema su propia emoción. Pienso que a un poema hay que abordarlo con paciencia, sin esperar nada y dejarse acariciar por su ritmo.

En mi libro no busco el perfil amable de las cosas, pero tampoco me regodeo en su desazón, observo, siento, y lo plasmo en versos, con humildad y entusiasmo.


¿Cómo describes tu trayectoria?

La primera vez que escribí un poema siendo niña sobre mi pueblo en el Costa Brava, mis padres lo leyeron y se sintieron orgullosos. Esto fue decisivo. Si en ese momento lo hubieran menospreciado o ignorado, aquel gesto hubiera condicionado mi futuro.

Luego en el colegio, mis amigos, mi profesora de Literatura, todos, en distinta medida contribuyeron a seguir fortaleciendo los garabatos de mi escritura.

A veces releo poemas escritos hace tiempo y pienso que debería haberlos roto, pero en su momento representaron el eslabón necesario para ir avanzando y creciendo. Talleres de escritura, mucha lectura y colaboraciones en revistas y antologías han ido fraguando el resto.

Mis dos primeros libros fueron autoediciones. El hecho de que una editorial apoyara mi proyecto Una mujer cabalga versos, me llenó de ilusión. De nuevo confían en mí con Lejos del aguacero y me vuelve a llenar de entusiasmo la transformación mágica de unos folios escritos a mano en un libro que se expone en librerías.


El último libro que leíste ¿Por qué?

Suelo leer varios libros a la vez de distinta temática y si a las treinta o cuarenta paginas no me gusta, paso a otro; hay miles de libros interesantes por descubrir y la vida es muy breve.

El estar en varios clubs de lectura me permite descubrir autores y formatos que probablemente nunca leería. En uno de ellos la última propuesta fue el libro Ética para Celia de Ana de Miguel. Me fascinó. Es un libro necesario que explica de forma sencilla y amena la filosofía y el papel que la mujer ha tenido en el mundo.  En otro se propuso un libro de comic El abismo del olvido de Paco Roca sobre la guerra civil española, muy interesante.

Y en poesía, de los últimos libros que he leído es Las Escritas de Olaya Castro, una de mis poetas favoritas.


¿... Y ahora qué? ¿Un nuevo proyecto?

Mi último poemario se publicó a mitad de septiembre, y como si de un parto se tratara, ahora toca recuperarse y ver crecer ese ¨hijo¨ sin saber cómo será su futuro. Amarlo con sus imperfecciones y sus aciertos, y presentarlo en sociedad, respondiendo los para qué, por qué, cómo, cuándo, que formulan los lectores y que la mayoría de las veces ni yo misma sé… Mientras, sigo con mis preguntas, mis dudas, llenando los espacios en blanco de palabras y poemas para hacer más habitable la vida. 

domingo, 8 de septiembre de 2024

RELATOS GANADORES Y SELECCIONADOS EN EL IV CERTAMEN DE RELATO BREVE "EL SOMBRERO DE TRES PICOS"


 


PREMIADOS: 


Yo soy agricultor, de Antonio Olmos Belmonte (1º Premio)




SELECCIONADOS: 









El pueblo, por Isabel María López

 


Nicolás caminaba por el sendero que le conducía al río, bajo una lluvia abundante y persistente que le impedía ver con claridad. De un manotazo se apartó el pelo de los ojos y se dijo «Ya queda poco para llegar. Ha merecido la pena esperar a este lluvioso miércoles». Fue en ese momento, cuando la tierra cedió bajo los pies de Nico, que hizo malabares con sus brazos, dando saltos en su carrera de descenso por el desmoronado terraplén, hasta que una rama golpeó su tórax, deteniéndolo. Quedó apoyado sobre ella, como quien se detiene a observar a un pájaro cantar o a una flor crecer.

Arsenio, malhumorado por tener que desatender sus obligaciones en la granja, para solucionar un absurdo tema burocrático en un día tan borrascoso, acercaba cada vez más su cara al cristal. La estrecha carretera se volvía más peligrosa en cada una de sus curvas. Sin soltar el volante, atónito, gritó:

¡Es una persona!

Tras socorrerlo, lo llevó a su casa a la espera de Antonio, el médico. Mientras aguardaban a que el chico despertara, Arsenio le comentó al doctor que aún buscaba a un trabajador para la granja, que estaba siendo bastante complicado, que la mayoría se marchaban a la ciudad en busca de un futuro más próspero. A los pocos minutos, Nico despertó desorientado. Ante las preguntas aseguró no recordar nada. No sabía quién era y no llevaba identificación alguna. Arsenio le ofreció con hospitalidad su hogar hasta que se recuperara. Pasada una semana y ante un pronóstico tan incierto con la amnesia, le ofreció trabajo. Nicolás aceptó. Poco a poco, Miguel, como lo rebautizó Arsenio, fue adaptándose a su nueva vida. Sin darse apenas cuenta, tenía un trabajo en la granja y había comenzado, entre otros, el proyecto de un huerto comunitario en la capital con bastante aceptación. Además, se encontraba emocionado por el inicio del nuevo curso que impartiría para dar una oportunidad a los jóvenes de descubrir un estilo de vida y una futura profesión, tan necesarias y enriquecedoras, como las que aún persisten en los pueblos. Tal y como lo había vivido él.

En las fiestas del pueblo, Nicolás decidió dar un discurso de agradecimiento. Hacía ocho meses que había comenzado terapia y sintió que era el momento de contar su verdad. Se envalentonó y subió al pequeño escenario situado en un extremo de la plaza, donde vio a Roberto, su psicoterapeuta.

Hola, os quiero agradecer a todos la acogida que me habéis dado desde que aparecí. En especial a Arsenio. Al que después de más de un año de convivencia, considero un padre. Por eso hoy, os quiero contar mi historia.

La expectación del público se hizo notar y salvo alguno que miró a sus convecinos, el resto, no le quitaba ojo. Tampoco su novia, quién le sonrió mostrándole su apoyo, al igual que Arsenio, que ya conocían su historia. Nico, continuó:

Me llamo Nicolás y nací hace veintiún años en Zaragoza, hijo de padres migrantes de Rumanía. En la escuela, no conseguí quitarme el lastre de ser hijo de “rumanos de mierda”. Años más tarde, tampoco desapareció el desprecio de los demás al enterarse de que lo era. Como si eso rebajara no sólo mi clase social, sino también mi humanidad. A los doce años, mis padres fallecieron en un accidente de tráfico. Me vi abocado a una vida en un centro de protección de menores en Madrid. No fue una etapa fácil. Aún me duele recordarla. A los dieciocho años, malvivía de recoger cartones y no estaba integrado en la sociedad. No tenía amigos, ni dinero para divertirme. Me hundía en un mar de chapapote del que no conseguía salir. Hace un año y medio, decidí suicidarme y camuflarlo de accidente. Iría al río, en un día lluvioso y me dejaría caer en el. Fluyendo hacia la muerte. Recibiendo todos los golpes que la corriente me quisiera asestar. No era nadie para la Administración y no quería que ningún familiar rumano conociera de mi existencia a través de mi fallecimiento. Así es que decidí deshacerme de mi documentación y de mi triste móvil. La vida, o tal vez la muerte, quiso darme otra oportunidad y frenar mi adelantada marcha, cruzando en mi camino a Arsenio.

Una lágrima comenzó a caer por su mejilla, la cual limpió discretamente y una vez tragado el nudo que apretaba su garganta, continuó con su mensaje:

Mi agradecimiento será eterno Arsenio, porque me has enseñado valores, disciplina y perseverancia a través del trabajo y las metas. Y sobre todo, te agradezco que me acogieras. Había olvidado lo que era un hogar. Os pido disculpas, si alguien se siente engañado. Pero aquella tarde, antes de abrir los ojos, aturdido, vi una oportunidad y la aproveché. Decidí enterrar a Nicolás para que floreciera Miguel. La rutina, junto al buen hacer de Arsenio y del resto de vecinos, me llenaron de ilusión. Me has enseñado un oficio y mostrado otros tantos. Me habéis alentado a proponer mis propios proyectos y a participar en los vuestros. ¿Qué los pueblos están muertos? ¡Ja! Aquí es donde más vida hay. Donde el vacío materialista se llena. No es para todo el mundo. O sí. Pasar una temporada aquí, te ayuda a descubrir partes de ti que no conocías. Quién me iba a decir que el remoto pueblo cercano a un río que escogí al azar, me devolvería a la vida. Y me halagaría conociendo a gente tan maravillosa, fuerte y comprometida. Habéis sido sostén y sustento. Mil gracias. ¡Que vivan los pueblos!

No no nos moverán, por Lourdes Aso Torralba.

 


No quiero irme. Aquí está mi casa. Mírala. Se niega a que le cierre las contraventanas. Necesita luz. ¿Quién la aireará si me voy? Dicen que no puedo quedarme solo. ¡Qué sabrán ellos! Está Sultán. Y los gatos. También me quedan las ovejas que todavía no hemos cerrado trato. Y Manuel, que ese es aún más terco que yo. A veces, cuando nos cruzamos camino del huerto, nos acordamos de cuando venían los nietos en bicicleta. Por entonces veían en la televisión (todavía en blanco y negro, que aquí no llegaron los colores hasta más adelante) esa serie que tanto les gustaba. Le digo: “Manuel, del barco de Chanquete, no nos moverán” Y me dice: “No, no nos moverán Juan, no podemos dejar que nos muevan” Marchamos a nuestras cosas. Estamos bien. Mejor que en la capital. Ni comparar. Aquí respiramos aire bien fresco. Nos damos nuestros paseos. Hacemos el poco huerto que precisamos. Yo, al menos, me entretengo. ¿Qué voy a hacer en la ciudad? Los hijos marchan a trabajar. Que eso no es vida. Ya le digo. Siempre corriendo. Con lo bien que podías estar tú aquí. Pues eso, que no me apetece morirme de aburrimiento. Que aquí tengo mis cosas. Soy feliz. Ya sé que si me pasa algo, tardaré una eternidad en ser atendido. Vuelven mil veces a lo mismo. Pues ya vendrá el médico, que para eso está, para cuando le necesite. Y si llega tarde, me enterrarán con Basilia, que lleva ya tiempo esperándome. Porque si marcho, la dejo también a ella. Que día sí y día también, cuando paso por la puerta del cementerio, la entro a saludar. Tontadas de viejo pero mi Basi, esa está de

acuerdo conmigo. “No marches” dice. Me conoce. Sabe que me moriré de pena en cuatro días. Da pena el pueblo tan vacío. La de gente que se ha ido. Y la que se ha muerto. Ni en verano vuelven a darse una vuelta. Que las casas están viejas y para quince días sin lavadora... Como si no pudieran bajar al lavadero, como hacían las mozas. Que de allí salieron no pocos matrimonios. Era el camino de festejar. Que si te llevo el cesto que pesa. Que si que guapa estás hoy. Así conocí a Basi. Y al salir de misa. Que los domingos era el día de ponerse guapo, recién mudado. Suena la campana de la iglesia pero ya no llama a misa. El cura sube de vez en cuando. Pregunta si celebra. Como no tenemos interés, acepta un vaso de vino y habla un poco con nosotros. De la vida. Del tiempo. De Dios no, que sabe que sino plegamos los trastos y marchamos al huerto con excusa de regar. A veces, con Manuel le decimos que hay más bichos que personas y sonríe. También él cree que estamos bien. Que los perros nunca fallan. Son fieles. Nos hacen bien. En alguna parte escuché, quizá al nieto, que a veces los usan para el tratamiento de las depresiones. Que acariciar el pelo relaja. No sé. A mí Sultán me entiende. Más que mi hijo. Si sabrá él lo que necesito. Si se habrá parado a escuchar lo que quiero yo. Le parece que con tenerme cerca ya cumple. Pero no. Se equivoca. El día menos pensado es él quien se vuelve. Que vivir con prisas no merece. Que le voy a decir. Tiene que comerse el mundo. Y cuando lo haga, entonces que verá de otro modo. Le bastará con nada. Entenderá que se puede vivir como yo. En un pueblo. Lejos del ruido. Sin problemas. Viendo a las abejas libar las flores. Recogiendo la miel. Escuchando a los pájaros. Cosas sencillas que en la ciudad son imposibles de saborear. Y pensar que en otros tiempos hubo hasta

ocho telares y un molino. Todos allá quietos. Sin funcionar. Mal empleados. Al Quijote le habría gustado el pueblo. El de antes. Ahora le asustaría no ver gente. Ni que tuviéramos la peste. Aunque con Manuel solemos decir que no somos tan raros. Que hay otros muchos como nosotros. Que nos somos los últimos pueblerinos del planeta. Y en el fondo, manteniéndonos aquí, pensamos que si alguno de esos jóvenes viene de visita, le gusta esto y empieza a rehabilitar. Porque donde uno empieza, otro sigue. Después llegan los críos, la escuela, el médico, el cura y todo lo demás. Que no, que yo no quiero irme. Que aquí nací y aquí me he de quedar.

Tiempo de eras, por José Antonio Cascales.

 


Por San Antonio comienza el verano, de días calientes y noches frescas. La flor de la retama abierta y las abejas zumbando, la flor del castaño comenzando.

Las hierbas se van marchitando y los pilones en el rio se van realizando.

Se arrancan las habas y los cereales se van dorando. Vienen cuadrillas de todos lados, algunos hombres se traen a sus hijos, duermen en pajares o en corrales.

Los jornales son cortos y largas las peonadas, por casi la comida se empieza la siega.

Se come temprano las migas, sobre las doce el gazpacho con trozos de pan duro bailando, sobre las cinco la olla y no sé si por la noche algún trozo de tocino con aceitunas y pan. En las comidas con la cuchara en la mano, un pasito palante y un pasito patras, donde entran otros y así un día y otro.

El niño recoge espigas y prepara “vencejos” para amarrar los haces, también reparte el agua de la botija a los segadores.

Los haces se van cargando entre animales y carro, se van llevando a la era formando montañas enteras.

Entran las bestias a modo de trote, donde poco a poco desvanecen las lomas y se convierte en pradera. Se engancha el trillo con la collera más grande, se suben los niños al trillo como si fuera una noria tumbada en el suelo. Los padres remeten orillas y le dan la vuelta a la “parva”. Cuando la paja esta suelta se amontona la mies molida y después se “ablienta”. Las parvas grandes las “ablienta” la máquina que si hace aire en el día se hará por la tarde noche o de madrugada que el aire amaina. Las parvas pequeñas las “ablienta” el “biergo” que para sacar limpias las legumbres se utiliza también la criba y el “asnero”. Para rematar la faena el soplillo.

Todas las eras están ocupadas, todas las bestias circulando, a veces en las cuestas se paraba el carro y era un problema, las bestias agotadas se estiraban para poder subir la cuesta.

En el centro de la era la parva de cebada, la de las lentejas y garbanzos mas tardíos siempre había algún rincón libre que al trillarlos saltaban como bolas libres, los niños las recogíamos con la esperanza de algún postre rico. Las madres nos hacían un flan para los domingos, este se marcaba por trozos para los hermanos, como si de verdaderas fronteras se tratara.

Las eras se van acabando, hay que meter la paja en los pajares y recoger la granza para las aves, siempre llevan tierra y semillas que a ellas les va de maravilla.

Las eras quedaban limpias, todas barridas, no había hierbas y las piedras estaban pulidas y brillantes ¡por tanta pisada y por tanta barrida!

Bandadas de gorriones acudían a rebuscar semillas, cuando caían las primeras tormentas, ya por agosto o septiembre, todo se lavaba, todo se olvidaba, la tierra y el polvo se asentaban y un verdadero perfume invadía las eras.

Hoy paseo por las eras, eras de nuestra infancia y de nuestros antepasados, eras de esfuerzo y supervivencia.

Hay paseo con mi perro por unas eras del pueblo, estaban las de la Ermita, las de la Balsa, las del Albaicín y las de “Cagarria” que junto con las de la Ermita son las de mayor calado, tanto por extensión como por recoger los diferentes aires para el “abliento “de los distintos granos. También había eras en los molinos y en los cortijos aislados.

Estamos en la estación seca, la del verano, donde todas las eras deberían de estar llenas de mies o de legumbres, llenas de personas, llenas de animales. Hoy mi perro corre por ellas, la hierba crece entre sus piedras, los balates que las separan se han caído, unos por el ganado, otros por la lluvia acumulada. En algunas se han plantado árboles, en otras se han construido pequeños almacenes.

Paseo el hoy por donde el ayer, donde pasé mi juventud, donde dormí siendo un niño teniendo las estrellas como techo, donde unas galletas me despertaron en unas eras que ya no están. 

Hoy paseo por donde muchas de ellas son escombreras, el desecho de la casa.

Hoy paseo por donde el agricultor recogía su grano, su esfuerzo, su sueño del año entero. Donde sí su cosecha era buena le podría pagar al tendero, al barbero, al tabernero y al pueblo entero. Pero si no se recogía grano, volveríamos a comprar fiado, gracias al tendero que nos apuntaba el año entero.

Hoy las eras de mi pueblo han caído en el olvido, en algunas de dibujaban los cuatro puntos cardinales. En muchas otras hay huecos para la botija, el cántaro de agua y la fiambrera, con esa fritada de morcilla y calabaza “burriquera”, con suerte algún chorizo.

En algunas eras pasaban cerca las acequias y había grandes castaños en sus orillas. el agua cristalina, la sombra frondosa, el cansancio en lo alto, así que los ojos descansaban un rato en aquel oasis.

Las eras…hoy olvidadas, ayer necesarias ¿y mañana? Mañana seremos leyenda.


En el susurro del viento, por Judith Frutos Navarro

 


   En la llanura seca y abrasada por el sol de Gor, un pequeño pueblo en la provincia de Granada, la vida rural se mantiene viva y vibrante a pesar de los desafíos del clima y de la modernidad. En esta región la agricultura no es sólo una actividad económica sino que también es una forma de vida, una tradición profundamente arraigada en la historia y el corazón de sus habitantes.

   Juan, un hombre de mediana edad y con la piel curtida por el sol y las manos endurecidas por los años de trabajo en el campo, se levanta cada día antes del amanecer. Su familia ha trabajado estas tierras durante generaciones y él continúa con esta tradición, cultivando olivos y almendros en un terreno que parece interminable bajo el cielo azul de Andalucía.

   El aroma de la tierra húmeda después del riego se mezcla con el frescor matutino mientras Juan camina hacia su bancal. A su lado, su hijo Pablo de dieciséis años lo sigue con paso decidido. Aunque la tecnología y la globalización atraen a los jóvenes hacia las ciudades, Pablo ha elegido quedarse y aprender el oficio de su padre. En sus ojos se refleja el mismo brillo y la determinación que su progenitor tuvo a su edad.

   El agua es un recurso apreciado en Gor. Los agricultores dependen de los sistemas de riego tradicionales, las acequias, que canalizan el agua desde las montañas cercanas. Juan recuerda las historias que su abuelo le contaba sobre cómo los moros construyeron estas acequias hace siglos, una proeza de ingeniería que todavía sustenta la vida agrícola en la región.

   A medida que el sol asciende en el cielo, Juan y Pablo trabajan codo a codo. Se podan los olivos con habilidad y precisión, conscientes de que cada corte afectará a la cosecha del próximo año. El calor del mediodía se vuelve insoportable, pero ellos continúan sin quejarse. El sudor les corre por la frente pero sus rostros muestran una expresión de satisfacción silenciosa.

   La vida en Gor no es fácil, sin embargo está llena de momentos de belleza y comunidad. Al caer la tarde el pueblo cobra vida con una energía diferente. Las sombras largas de los árboles se alargan y los habitantes se reúnen en la plaza principal, junto a la iglesia. Aquí las conversaciones fluyen libremente, mezcladas con las risas y el sonido de los niños jugando.

   Ana, la esposa de Juan, prepara una cena sencilla y deliciosa con productos frescos de su huerta. La mesa está llena de tomates maduros, pimientos crujientes y una generosa cantidad de aceite de oliva. El olor del ajo y las especias se mezcla con el aire fresco de la tarde. La comida es una celebración de la tierra y del trabajo persistente que sostiene a la comunidad rural.

   Después de la cena las historias comienzan a fluir. Los ancianos del pueblo, con sus arrugas profundas y ojos llenos de sabiduría comparten anécdotas del pasado. Hablan de tiempos difíciles, de guerras y sequías pero también de momentos de alegría y prosperidad. Los niños escuchan con atención y con los ojos brillando con admiración y curiosidad.

   El sonido de una guitarra se eleva en el aire mientras un vecino comienza a tocar una melodía tradicional. La música llena la plaza y pronto los lugareños entonan las canciones que han pasado de generación en generación. Estas narran historias de amor, de lucha y de vida en el campo, resonando en los corazones de todos los presentes.

   Con la llegada de la noche el cielo se convierte en un gran manto de estrellas. En este rincón del mundo, lejos de las luces de la ciudad, la Vía Láctea es visible en todo su esplendor.

   Juan y Pablo se sientan en el umbral de su casa, mirando hacia arriba. Hay una sensación de paz y de satisfacción en el aire. A pesar de los desafíos hay una belleza indescriptible en la vida que han elegido.

 

   La agricultura de Gor no es sólo una cuestión de supervivencia, sino que implica una conexión profunda con la tierra y con las raíces de todos los que residen en esas tierras. Cada planta cultiva, cada gota de agua utilizada, cada momento compartido en la comunidad es un testimonio de la resistencia y la pasión de su gente. La vida rural en Gor es un recordatorio de que aunque el mundo evolucione constantemente, hay valores y tradiciones que permanecen y que anclan a las personas a sus raíces y a la esencia misma de lo que significa vivir.

   Al final del día, cuando las luces de las casas se desvanecen y el silencio se apodera del pueblo, Juan siente una satisfacción inmensa. Es consciente de que ha pasado otro día haciendo lo que ama, preservando una forma de vida que es tanto un legado como una promesa para el futuro. Y mientras se duerme el susurro del viento se escucha, como una canción de cuna que asegura que, pase lo que pase, la vida continuará amaneciendo en Gor.

 

Una vida nueva, de María Jiménez Sanz.

 


Susana y Christian estaban cansados del bullicio de la gran ciudad, desde que siempre habían vivido en Barcelona, pero ambos tenían claro que en cuanto pudieran se mudarían a un pueblo, a ser posible pequeño. Soñaban con educar a sus futuros hijos en una vida más sencilla y en armonía con la naturaleza. Ahora que Susana estaba embarazada, había llegado el momento, tras una búsqueda intensa de trabajo por distintos pueblos se mudaron a Don Tomás, un pequeño municipio de no más de 1000 habitantes, buscando la tranquilidad y un sitio sin contaminación para criar a los mellizos que venían en camino. Compraron una antigua granja en las afueras del pueblo, una tierra que había sido abandonada y maltratada durante años.

 

Los primeros días fueron un golpe de realidad. La tierra estaba seca y agotada, tras años de abandono por parte de los descendientes de los antiguos dueños y las malas hierbas habían tomado el control. Tanto Susana, que era ingeniera agrónoma como Christian, biólogo, sabían que tendrían que trabajar duro para revitalizar el suelo. Querían usar las técnicas menos agresivas con el terreno, para respetar la biodiversidad de la zona y el equilibrio natural. Así que decidieron por la agricultura regenerativa.

 

Enseguida hicieron amistad con la gente del pueblo; Don Tomás era un municipio de esos que llaman “la España vaciada” y todos los vecinos estaban muy contentos de recibir a gente de fuera que había decidido mudarse allí; ¡Y si traían niños mejor! En el bar del pueblo conocieron a Polo, un anciano lugareño con muchísimos conocimientos sobre agricultura tradicional que era muy escéptico con las nuevas técnicas agrícolas. "La tierra aquí ya no es como antes. No va a


ser tan fácil como vosotros pensáis", les dijo cuándo le contaron todo lo que tenían pensado hacer.

 

Susana y Christian no se desanimaron con esto, sino que les impulsó a trabajar más duro. Comenzaron a compostar los restos orgánicos y a sembrar abono verde para enriquecer el suelo. Susana ideó un sistema de riego eficiente subiendo hasta su campo el agua de un arroyo cercano. Christian se estuvo informando sobre la permacultura, y siguiendo los principios de ésta, plantó una gran variedad de cultivos que aseguraban la biodiversidad.

 

Pasaron los meses y nacieron los mellizos Chloe y Julen, a la par que ambos crecían, los resultados en los cultivos comenzaron a ser visibles. La tierra recuperó su vitalidad y las plantas crecían sanas y fuertes. Al llegar el verano, volvieron los problemas. Debido a la falta de lluvias el arroyo se secó y los cultivos comenzaron a marchitarse. Susana y Christian buscaban soluciones desesperados, le preguntaron a Polo, quien desde el primer momento estuvo encantado de ayudarles, fusionando su conocimientos tradicionales con los modernos del matrimonio.

 

Polo les explicó cómo construir un sistema de recolección de agua de lluvia y a utilizar técnicas para conservar la humedad en el suelo. "La naturaleza tiene su propio ritmo. Solo tenéis que aprender a escucharla y os dará lo que necesitáis", les decía mientras trabajaban juntos.

 

Fue gracias a esta combinación de conocimientos modernos y tradicionales como lograron salvar la cosecha. La relación con los habitantes del pueblo cada vez era mejor, veían a la familia como gente perseverante luchaba por conseguir sus metas. Desde la escuela, las profesoras hacían excursiones con sus alumnos a la granja para aprender sobre las plantas y los animales. Por las tardes algunos niños volvían para jugar con los mellizos.

 

Un año después, la granja de Susana y Christian era un oasis de verduras, cultivos y vida. Producía tanto que no solo abastecía a ellos cuatro, sino que también había para varias familias del pueblo. Junto con otros aldeanos crearon un mercado local donde intercambiaban productos frescos y orgánicos, lo que hizo revitalizar la economía local.

 

Polo, que se había convertido en un amigo y mentor de la familia, observaba orgulloso la situación. "Nunca pensé que vería esto en Don Tomás", dijo un día mirando los campos llenos de cultivos y la comunidad agrícola que se había creado. "Habéis hecho un gran trabajo, en agricultura y también en el pueblo."

 

Susana y Christian, se miraron, miraron a los mellizos y sonrieron. Con su mudanza habían encontrado una vida rural en mitad de la naturaleza y también un precioso lugar en el que ver crecer a Clhoe y Julen. Además habían conseguido que la tierra renaciera, y crear una comunidad que aprendió a valorar y respetar la naturaleza.

 

La historia de Susana y Christian no solo era una historia de éxito personal, sino también un ejemplo para muchos. Don Tomás dejó de ser un pueblo olvidado para convertirse en un modelo de sostenibilidad y resiliencia, demostrando que, con trabajo duro y respeto por la naturaleza, es posible todo.


Tesoro enraizado, por Alba Escudero Hernández

 


Recuerdo las perlas doradas en tus manos suaves y delicadas. Recuerdo como con tu mandil le quitabas el polvillo tan pegajoso que tiene este diamante natural, como me lo lavabas en la acequia y me lo dabas, para que la mañana de trabajo fuera más llevadera. Y yo, te miraba. Te miraba absorta en cada detalle de tu rostro, en cada mueca de tu boca, en el brillo de tus ojos incandescente que aparecía cada vez que hallabas el horizonte en esos frutales que con tanto mimo cuidabas. Pero si algo recuerdo más, era tu sonrisa, que para mí era cálida y enamoradiza, pero que ahora entiendo que para ti era toda una línea del tiempo melancólica y esperanzadora.

 Abuela, estoy sentada en aquel tronco de olivo que aún conservo y me hago pequeña. Cierro los ojos y aún escucho tu voz canturreando aquellas coplillas, aún percibo tu perfume a romero mezclado con el aroma del manjar que teníamos entre manos. Allí estaba yo, como quisiera estar ahora, observándote de nuevo mientras me comía mi melocotón recién tratado por las mejores manos que he tenido en mi vida, para que me nutriera de las raíces que me dejaste.

 Abuela, tus coplillas eran lamentos enmascarados llenos de esperanza, ahora lo sé. Una manera de acatar la vida con la mejor filosofía, con el coraje necesario para no vencerse ante las tempestades, para remar en la tormenta cuando la muerte ya había pasado por tu hogar y te había arrebatado lo que más querías o cuando el hambre era patente en tu día a día y debías resurgir de las cenizas, reinventar y conseguir vivir tú y los que aún, como yo, quedaban a tu lado.

Abuela, supiste vencer los desvíos que el destino te puso, supiste colocarte tu moño bajero con tu horquilla rasgada, lavarte la cara cada mañana en la jofaina de tu habitación, coger tu mandil de la cuerda que andaba atada en la fachada de la cueva, preparar el serón de tu vieja burra, recoger un pan del horno de leña de María y un chorizo, de la orza que aún aguantaba, para poder desafiar al sol. Después de todo ello, cuando ya nuestro enemigo empezaba a asomar su cabeza, me despertabas con olor a leche recién ordeñada, hervida y calentita para ser tomada, con tu miraba puesta en mi dulce sueño, pensando, seguro, en darme una vida más acomodada.

Y tras ello, bajo tu sonrisa yo me levantaba, con mucha ilusión por ir con mi abuela al campo, a por las perlas doradas, en una aventura pirata, como ella llamaba a la recogida de los pocos melocotones que habían resurgido de los frutales que una vez el abuelo sembró. Aunque lo más divertido era ir subida en la vieja burra hasta llegar a la puerta de la iglesia donde bajo mi sombrero de paja miraba como mi abuela se deshacía de nuestro tesoro para poder buscar otro.

Abuela, ahora he descubierto el valor del tesoro que tenías escondido, uno que sólo se cultiva en esta tierra y que gracias a ti hoy puedo disfrutarlo. Supiste saber darme un corazón honrado, enraizar en mí el sentimiento hacia el cultivo de la vida, el cuidado de la herencia natural que nos han ido dejando y supiste impregnarme de tu alma luchadora invencible.

Ahora te veo en todos lados abuela, en el espejo del zafero cuando me miro para hacerme como tú, un moño que recoja mi pelo ante el arduo día de trabajo. Te veo también en el polvillo del melocotón, cuando lo lavo aún en la acequia para deleitar su sabor o en el aroma que se respira allí en tu huerta, inspirando una mezcla tan tuya… Pero sobre todo abuela, te veo reflejada en mis ojos, en el brillo incesante que no se apaga, que rompe con los límites que pone la vida y que continúa luchando para que tu legado no se pierda.

Abuela, eres eterna.