La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 8 de septiembre de 2024

El sombrero de tres picos, por Marina Serrano Escobar.

 


En el corazón de la comarca de Guadix, donde los campos verdes se extienden hasta donde alcanza la vista, vivía don Anselmo, un agricultor cuyas manos habían acariciado la tierra durante más de sesenta años. Su rostro, curtido por el sol y las estaciones, narraba historias de abundantes cosechas y sequías implacables. Pero más allá de su labor, don Anselmo era un hombre de alma generosa, conocido por todos como «el guardián de las semillas ancestrales».

 Cada mañana, antes de que el sol despertara por completo, don Anselmo se dirigía a sus tierras, acompañado por su nieto Diego. Juntos, labraban los campos, sembrando no solo semillas, sino también enseñanzas que Diego absorbía con avidez. Una de las historias favoritas del abuelo era la del «Sombrero de Tres Picos», un símbolo de sabiduría, protección y conexión con la tierra que había pasado de generación en generación.

 El sombrero, un relicario de cuero ajado, había sido llevado por el bisabuelo de Anselmo, quien contaba que tenía el poder de comunicar con la naturaleza. Según la tradición, aquel que lo portara recibiría la guía de los antiguos espíritus de la tierra. Diego, fascinado por el misterio del sombrero, soñaba con el día en que pudiera llevarlo con orgullo y entender los secretos que susurraba el viento.

 Un día, mientras trabajaban bajo un cielo despejado, don Anselmo se detuvo y miró a su nieto:

 —Diego, hijo mío, hoy sembramos algo más que trigo y cebada —dijo, entregándole un pequeño saco de semillas—. Estas semillas son especiales. Provienen de una planta que se dice tiene el poder de curar la tierra y sanar el alma. Pero necesitan más que agua y sol para crecer; necesitan amor y respeto por la naturaleza.

 Diego tomó las semillas, sintiendo el peso de la responsabilidad y el legado que llevaba en sus manos. Juntos, plantaron cada semilla con cuidado, cantando antiguas melodías que don Anselmo había aprendido de su padre. La tierra, suave y fértil, acogía cada semilla como si de un tesoro se tratara, prometiendo devolver con creces el cariño con el que eran plantadas.

 Pasaron los meses, y la cosecha prometía ser la mejor en años. Las plantas crecieron vigorosas, sus hojas verdes reflejaban la luz del sol, y las flores, de un amarillo brillante, pintaban el paisaje con un toque de esperanza. Sin embargo, un verano inesperadamente seco amenazó con arruinarlo todo.

 Don Anselmo, preocupado, reunió a la comunidad. Propuso una idea que a muchos les pareció descabellada: realizar una ceremonia de agradecimiento a la tierra, pidiendo por la lluvia.

 Esa noche, bajo la luz de la luna llena, los habitantes de Guadix se congregaron en el campo. Encendieron fogatas cuyo crepitar competía con los murmullos del viento. Siguiendo la guía de don Anselmo, ofrecieron frutos de sus cosechas anteriores, cantaron canciones de esperanza y narraron historias de tiempos mejores. Diego, con el sombrero de tres picos en la cabeza, lideró una danza que culminó con un momento de silencio profundo, donde solo se escuchaba el latido compartido de los corazones.

 Al amanecer, el cielo se nubló y una suave llovizna comenzó a caer, lentamente al principio, pero luego transformándose en una lluvia abundante y generosa. El aroma de la tierra mojada se mezclaba con el fresco olor del campo, creando una sinfonía olfativa que anunciaba la promesa de una nueva vida.

 La comunidad celebró con alegría y gratitud, conscientes de que habían presenciado un milagro. Don Anselmo, con lágrimas de emoción, abrazó a su nieto.

 —Nunca olvides, Diego, que la tierra nos da tanto como le damos a ella. Respetarla y cuidarla es nuestro deber y nuestra bendición.

 Aquella cosecha fue una de las más abundantes en la historia de Guadix, y las semillas especiales dieron frutos que se compartieron con toda la comarca. La historia del «Sombrero de Tres Picos» se transformó en una leyenda viva, recordando a todos la importancia de la unión entre el hombre y la naturaleza.

 Con el paso de los años, Diego se convirtió en un hombre, heredando no solo las tierras de su abuelo, sino también su sabiduría y amor por la tierra. La casa de don Anselmo, construida con piedras que habían visto generaciones, se convirtió en un refugio para aquellos que buscaban aprender y entender la conexión sagrada entre la vida y la tierra.

 Diego, con el sombrero de tres picos en la cabeza, se paseaba por los campos al amanecer, siguiendo las enseñanzas de su abuelo. A menudo se le veía con los niños del pueblo, compartiendo historias y enseñándoles a respetar y cuidar la naturaleza. Los campos florecían bajo su cuidado, y las cosechas eran generosas, reflejando el amor y la dedicación con que se cultivaban.

 Un día, durante la festividad de la cosecha, Diego decidió compartir un secreto que su abuelo le había revelado poco antes de morir. Reunió a la comunidad en la plaza del pueblo, bajo la sombra de un gran árbol:

 —Queridos amigos, hoy quiero compartir con vosotros el verdadero poder del sombrero de tres picos. No se trata de magia, sino de amor incondicional y respeto por nuestra tierra. Mi abuelo me enseñó que la verdadera conexión con la naturaleza se logra cuando entendemos que somos parte de ella y no sus dueños.

 El pueblo, conmovido por sus palabras, se comprometió a seguir cuidando la tierra con la misma devoción que don Anselmo y Diego habían demostrado. Y así, la leyenda del «Sombrero de Tres Picos» perduró, recordando a todos que la verdadera riqueza se encuentra en la conexión con la naturaleza y en el amor compartido.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario