La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 8 de septiembre de 2024

El pueblo, por Isabel María López

 


Nicolás caminaba por el sendero que le conducía al río, bajo una lluvia abundante y persistente que le impedía ver con claridad. De un manotazo se apartó el pelo de los ojos y se dijo «Ya queda poco para llegar. Ha merecido la pena esperar a este lluvioso miércoles». Fue en ese momento, cuando la tierra cedió bajo los pies de Nico, que hizo malabares con sus brazos, dando saltos en su carrera de descenso por el desmoronado terraplén, hasta que una rama golpeó su tórax, deteniéndolo. Quedó apoyado sobre ella, como quien se detiene a observar a un pájaro cantar o a una flor crecer.

Arsenio, malhumorado por tener que desatender sus obligaciones en la granja, para solucionar un absurdo tema burocrático en un día tan borrascoso, acercaba cada vez más su cara al cristal. La estrecha carretera se volvía más peligrosa en cada una de sus curvas. Sin soltar el volante, atónito, gritó:

¡Es una persona!

Tras socorrerlo, lo llevó a su casa a la espera de Antonio, el médico. Mientras aguardaban a que el chico despertara, Arsenio le comentó al doctor que aún buscaba a un trabajador para la granja, que estaba siendo bastante complicado, que la mayoría se marchaban a la ciudad en busca de un futuro más próspero. A los pocos minutos, Nico despertó desorientado. Ante las preguntas aseguró no recordar nada. No sabía quién era y no llevaba identificación alguna. Arsenio le ofreció con hospitalidad su hogar hasta que se recuperara. Pasada una semana y ante un pronóstico tan incierto con la amnesia, le ofreció trabajo. Nicolás aceptó. Poco a poco, Miguel, como lo rebautizó Arsenio, fue adaptándose a su nueva vida. Sin darse apenas cuenta, tenía un trabajo en la granja y había comenzado, entre otros, el proyecto de un huerto comunitario en la capital con bastante aceptación. Además, se encontraba emocionado por el inicio del nuevo curso que impartiría para dar una oportunidad a los jóvenes de descubrir un estilo de vida y una futura profesión, tan necesarias y enriquecedoras, como las que aún persisten en los pueblos. Tal y como lo había vivido él.

En las fiestas del pueblo, Nicolás decidió dar un discurso de agradecimiento. Hacía ocho meses que había comenzado terapia y sintió que era el momento de contar su verdad. Se envalentonó y subió al pequeño escenario situado en un extremo de la plaza, donde vio a Roberto, su psicoterapeuta.

Hola, os quiero agradecer a todos la acogida que me habéis dado desde que aparecí. En especial a Arsenio. Al que después de más de un año de convivencia, considero un padre. Por eso hoy, os quiero contar mi historia.

La expectación del público se hizo notar y salvo alguno que miró a sus convecinos, el resto, no le quitaba ojo. Tampoco su novia, quién le sonrió mostrándole su apoyo, al igual que Arsenio, que ya conocían su historia. Nico, continuó:

Me llamo Nicolás y nací hace veintiún años en Zaragoza, hijo de padres migrantes de Rumanía. En la escuela, no conseguí quitarme el lastre de ser hijo de “rumanos de mierda”. Años más tarde, tampoco desapareció el desprecio de los demás al enterarse de que lo era. Como si eso rebajara no sólo mi clase social, sino también mi humanidad. A los doce años, mis padres fallecieron en un accidente de tráfico. Me vi abocado a una vida en un centro de protección de menores en Madrid. No fue una etapa fácil. Aún me duele recordarla. A los dieciocho años, malvivía de recoger cartones y no estaba integrado en la sociedad. No tenía amigos, ni dinero para divertirme. Me hundía en un mar de chapapote del que no conseguía salir. Hace un año y medio, decidí suicidarme y camuflarlo de accidente. Iría al río, en un día lluvioso y me dejaría caer en el. Fluyendo hacia la muerte. Recibiendo todos los golpes que la corriente me quisiera asestar. No era nadie para la Administración y no quería que ningún familiar rumano conociera de mi existencia a través de mi fallecimiento. Así es que decidí deshacerme de mi documentación y de mi triste móvil. La vida, o tal vez la muerte, quiso darme otra oportunidad y frenar mi adelantada marcha, cruzando en mi camino a Arsenio.

Una lágrima comenzó a caer por su mejilla, la cual limpió discretamente y una vez tragado el nudo que apretaba su garganta, continuó con su mensaje:

Mi agradecimiento será eterno Arsenio, porque me has enseñado valores, disciplina y perseverancia a través del trabajo y las metas. Y sobre todo, te agradezco que me acogieras. Había olvidado lo que era un hogar. Os pido disculpas, si alguien se siente engañado. Pero aquella tarde, antes de abrir los ojos, aturdido, vi una oportunidad y la aproveché. Decidí enterrar a Nicolás para que floreciera Miguel. La rutina, junto al buen hacer de Arsenio y del resto de vecinos, me llenaron de ilusión. Me has enseñado un oficio y mostrado otros tantos. Me habéis alentado a proponer mis propios proyectos y a participar en los vuestros. ¿Qué los pueblos están muertos? ¡Ja! Aquí es donde más vida hay. Donde el vacío materialista se llena. No es para todo el mundo. O sí. Pasar una temporada aquí, te ayuda a descubrir partes de ti que no conocías. Quién me iba a decir que el remoto pueblo cercano a un río que escogí al azar, me devolvería a la vida. Y me halagaría conociendo a gente tan maravillosa, fuerte y comprometida. Habéis sido sostén y sustento. Mil gracias. ¡Que vivan los pueblos!

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