La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 8 de septiembre de 2024

Ni aún prevenido, de Pedro Navazo (2º Premio)

 


                                                     Señora: ¿es éste el pueblo en el que apodan a toda la gente?

                                                     No señor: ¡está usted confundido!

     Gracias, señora.

                                                     No hay de qué, señor “preguntillas”

 

                                                                      

            En La Aldea, como en todos los pueblos, a la gente se la conocía también por su apodo o mote. El mote era, algo así, como una seña de identidad, un signo diferenciador personal, social y familiar.

            Esta costumbre, de apodar, era tan antigua como la misma historia del pueblo, y en muchos casos se transmitía de abuelos a padres, de padres a hijos, y así sucesivamente durante varias generaciones impidiendo que dichos sobrenombres se olvidaran.

 

            Generalmente los motes hacían referencia a:

-            Características físicas peculiares: Delia “La Gamba” (porque de ella –que era horrible de fea, pero tenía un cuerpo impresionante-, se podía aprovechar todo excepto la cabeza); Juan “El Andares” (porque, debido a una leve cojera, contorneaba el cuerpo al andar); Marichu “La Camiona” (por su volumen).

-            Comportamientos curiosos: Juanita “La Beata” (porque se pasaba todo el día metida en la Iglesia y la tenía que sacar de ella, a la hora de cerrar, el sacristán casi a empujones); Pepe “El Mirón” (porque no había una, que pasara a su lado, que no la repasara de arriba abajo); Luisa “La Puertas” (por su afán de mirar por ellas para curiosear).

-            Oficios que se desempeñaban: Pedro “El Badajo” (porque era el campanero); Menchu “La Pespuntes” (porque hacía arreglos de ropa); Vitoriano “El Bollero” (Porque era panadero y presumía de hacer los mejores bollos).

-            Otros de difícil clasificación: Angelita “La Sorsevino” (porque ingresó en su juventud en un convento, pero luego se salió y “se vino” otra vez al pueblo); Víctor “El Tardio” (porque nació tarde, cuando sus padres ya mayores no le esperaban); Nicolás “El Biemplantao” (porque se quedó dormido el día de su boda de una borrachera que agarró, y la novia, después de esperar más de una hora en la puerta de la iglesia, lo “plantó” y no se casó con él); Marisa “La seispadrenuestros” (porque su madre tenía tantos “festejantes” que no se sabía a ciencia cierta cuál de ellos era su verdadero padre).

 

En cualquier caso, el mote siempre era impuesto con mayor o menor fortuna y era frecuente que el último en enterarse de su "alias" fuera uno mismo. Tan asumido estaba que, en muchos casos, llegaba a sustituir al nombre original, dándose la circunstancia de qué, en ocasiones, se desconocía la identidad personal, ya que el apodo siempre sustituía al primer apellido.

            Como no podía ser menos el abuelo Julián también tenía su apodo, aunque nunca me había detenido a pensar en su procedencia:

             — ¿Por qué te llaman "Guindilla"? -le pregunté con viveza, cogiéndole algo desprevenido.

— Se lo pusieron a mi padre -respondió, mientras se reía-... Porque decía siempre lo que pensaba en voz alta y, eso, a muchos les molestaba y les “picaba", ¿entiendes?...

             — ¿Y no te molesta que te lo llamen?

             — ¡Que va, hijo! -me dijo con tono orgulloso-. Las palabras no pueden herir..., sólo, algunas veces, son las personas quienes lo hacen.

             — ¿Y a tu amigo, "El Quemao”, ¿por qué le llaman así? -me interesé.

             — ¿Al Genaro? -volvió a reírse con más ganas-… Pues porque se quedó dormido en la cama con el cigarrillo encendido en la boca y casi arde como una tea.

Así, entre risas y anécdotas, como si fuéramos un par de amigos, estuvimos durante un buen rato repasando todos los motes del pueblo, y me enteré, por ejemplo, que al padre de mi amigo Agapito le apodaban "El Piconero", porque desde siempre habían vendido carbón; al primo Pío "El Sobrao", porque siempre presumía saber más que los demás; a Jacinto, que llevaba fama de tímido, “El Encuerao”, porque salió desnudo a la calle para ganar una apuesta; a Luis, el guarda, “El Esterminio”, porque su madre se llamaba Ester y su padre Herminio); a Plácido, el alguacil, “El Gordo”, porque de tan flaco que era parecía ir de perfil; a nuestro vecino, Benito, "El Sentao", porque cuando uno iba a su casa, él se tiraba todo el tiempo sentado, sin ofrecerle asiento aunque se estuvieran horas hablando; a Cándido, el caminero, “El Tío Barrunta”, porque era muy dado a comunicar lo que presentía o lo que barruntaba; a Severino, el electricista,“ El Revive”, porque al nacer le costó tanto arrancar a llorar, que la matrona, según le daba azotes en el culo, le iba diciendo: revive, revive…, y al difunto Ezequiel “El Tío Tres”, porque se había casado tres veces.

 Cualquiera del pueblo administraba el sacramento del bautismo con una mordaz desconsideración y, por no librarse, no se libraba ni tan siquiera D. Santiago, el cura, de figura alta y delgada, que le llamaban "El Villalta" (un torero de la época), porque, según decían, en las misas de gran solemnidad se le advertían poses y maneras más propias de un matador.

 

            Pero de todos los apodos, a mí, el que más gracia me hacía por su ingenio era el que le pusieron a D. Eloy, el director de la sucursal del Banco Hispanoamericano, de Salas de los Infantes, que estaba casado con Lidia, la hija del "Oportuno" (porque siempre llegaba cuando no se le necesitaba). Un día que llegó al pueblo impecablemente trajeado -como siempre-, mientras alternaba en el bar del "Chispo" con la gente del pueblo, se le acercó Miguelón "El Moteas" (porque se dedicaba a poner motes):

— ¿Ya sabe, D. Eloy, que es costumbre poner mote en el pueblo a todo el mundo? -le observó

             — Pues conmigo lo vais a tener mal -dijo muy seguro-: soy un señor y vengo prevenido.

            Pasado un rato, Miguelón, después de consultar su reloj y apurar de un trago el vino que le quedaba en el vaso, hizo un gesto fugaz de despedida a todos y, desde la puerta, antes de salir, se dirigió al banquero y de forma capciosa le dijo:

             — ¡Hasta mañana, señor "Prevenido"!

            Y es que los motes no entienden de clases…

 

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