La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 8 de septiembre de 2024

Yo soy agricultor, de Antonio Olmos Belmonte (1º Premio)

 




La felicidad es rara y cuesta conseguirla: conozco personas que, según dicen, no la han experimentado jamás. Hay un estado en que la dicha sonríe al hombre muy de cerca con agrado, por mucho tiempo y con variedad: el de agricultor. Y, sin embargo, no falta quien crea que es una triste profesión la de labrar el campo.

Yo soy agricultor. Desde joven, he sentido un vínculo profundo con la tierra, un lazo que me ata a sus ritmos y ciclos. Mis manos, curtidas por años de trabajo, encuentran consuelo y propósito en la textura del suelo y la firmeza de las herramientas. Quiero a mi arado que se desliza con firmeza por la tierra, y mi sol, ese astro que con frecuencia luce bien y hermoso, parecen brillar solo para mí, en un diálogo constante que no todos comprenden.

En ocasiones soy hortelano y jardinero, y hay una magia en ver cómo mis coles, mis guisantes y mis lechugas prosperan bajo mis cuidados. Cuando las plantas crecen fuertes y saludables, remuevo la tierra al pie de mis flores. Mis flores, con sus perfumes embriagadores, colores vibrantes y formas delicadas, me sumergen en un estado de éxtasis. Me pregunto: ¿Pueden otros comprender la paz y la alegría que encuentro en cada pétalo, en cada fragancia que el viento me trae?

Soy leñador cuando la nieve cubre la tierra, y en esos momentos, la tarea de cortar troncos para el hogar se convierte en un ritual casi meditativo. El sonido de mis golpes resonando en el frío aire invernal tiene una cadencia hipnótica. De tiempo en tiempo, cuando cobro aliento, miro alrededor de mí, llenos los ojos de imágenes de luz y de maravillas. La blancura de la nieve, el crujido bajo mis pies, y el aliento visible en el aire frío, todo ello me dice: ¿Tiene todo el mundo un momento de placer como yo?

Soy viajero cuando voy al mercado, y esas excursiones, aunque cotidianas, están llenas de pequeñas alegrías. El bullicio del mercado, las voces de los vendedores, y el jolgorio de los compradores se mezclan en una sinfonía de vida que me llena de energía.

En la siega, mi guadaña vuelca las espigas con una cadencia que hace dormir a mis hijos. El trabajo, aunque duro, tiene una melodía propia. Cada movimiento, cada balanceo de la guadaña es un compás en la sinfonía del verano. Cuando concluyo mi tarea, recojo con todos mis sentidos el placer de los campos. El insecto que zumba cerca de mí, el ave que rompe en un canto ardiente de amor, y el viento tibio que atraviesa el seto y tiembla y murmura cosas que inundan el alma de un suave y profundo placer, todo ello me envuelve en una sensación de plenitud que pocos entienden.

En la primavera, cuando siembro mis maíces y patatas, cuando planto mis remolachas y mis coles, el aire que me acaricia el rostro me trae de los bosques y de los prados los olores de los brotes y de las flores. Es una estación de renacimiento, de esperanza. Todo canta y murmura alrededor de mí en una exquisita armonía. Cada vástago que surge de la tierra, cada flor que se abre al sol es un recordatorio de la belleza y el milagro de la vida.

Durante las lluvias, cuando el cielo se oscurece y los truenos retumban, salgo a caminar entre mis campos. Me gusta sentir las gotas de lluvia en mi rostro, como un bautismo renovador. Las semillas que planté empiezan a germinar, y cada brote verde que asoma entre el barro es una promesa de la abundancia por venir. Mis botas se hunden en el suelo húmedo, y cada paso es un recordatorio de la conexión profunda que tengo con esta tierra fértil y generosa.

En verano, cuando el sol brilla con fuerza y los días se alargan, el trabajo se intensifica. Mis campos se llenan de colores y sonidos, de insectos zumbando y aves cantando. Las tardes son para regar y desbrozar, y las noches para descansar bajo un cielo estrellado. En estos momentos, me tumbo en la hierba y miro hacia arriba, contemplando el universo infinito. Pienso en mi pequeño lugar en el mundo, en cómo cada planta, cada animal y cada ser humano están conectados en este gran tapiz de vida. Es en estos instantes de contemplación cuando la felicidad me envuelve por completo.

En los días de otoño, cuando las hojas comienzan a tornarse de dorado y carmesí, me convierto en recolector. Cada fruto maduro que cae de los árboles es un regalo de la tierra, una recompensa por meses de trabajo y paciencia. Mis manos se llenan de manzanas, peras y nueces, y el crujido de las hojas bajo mis pies es una melodía que anuncia el cambio de estación. El aire es fresco y fragante, cargado de una promesa de descanso tras la cosecha. Cada vez que miro los campos, siento una mezcla de nostalgia y satisfacción, como si la tierra misma me agradeciera por cuidarla.

Cuando llega el invierno y la noche cae temprano, encuentro consuelo en el calor del hogar. El crepitar de la leña en la chimenea, el aroma del pan recién horneado y la compañía de mi familia crean un refugio cálido contra el frío exterior. Las largas noches son para contar historias, leer a la luz de las velas y soñar con las siembras de la próxima primavera. La nieve cubre los campos en un manto de paz, y aunque la tierra duerme, sé que, bajo su superficie, la vida se prepara para renacer.

La infelicidad es común y asequible: conozco personas que, según dicen, la han experimentado toda su vida. Hay un estado en el que la melancolía acompaña al hombre de cerca y por mucho tiempo: el de agricultor. Y, sin embargo, no falta quien crea que es una alegre profesión la de labrar el campo.

Yo soy agricultor.

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