Recuerdo
las perlas doradas en tus manos suaves y delicadas. Recuerdo como con tu mandil
le quitabas el polvillo tan pegajoso que tiene este diamante natural, como me
lo lavabas en la acequia y me lo dabas, para que la mañana de trabajo fuera más
llevadera. Y yo, te miraba. Te miraba absorta en cada detalle de tu rostro, en
cada mueca de tu boca, en el brillo de tus ojos incandescente que aparecía cada
vez que hallabas el horizonte en esos frutales que con tanto mimo cuidabas.
Pero si algo recuerdo más, era tu sonrisa, que para mí era cálida y enamoradiza,
pero que ahora entiendo que para ti era toda una línea del tiempo melancólica y
esperanzadora.
Abuela,
supiste vencer los desvíos que el destino te puso, supiste colocarte tu moño
bajero con tu horquilla rasgada, lavarte la cara cada mañana en la jofaina de
tu habitación, coger tu mandil de la cuerda que andaba atada en la fachada de la
cueva, preparar el serón de tu vieja burra, recoger un pan del horno de leña de
María y un chorizo, de la orza que aún aguantaba, para poder desafiar al sol.
Después de todo ello, cuando ya nuestro enemigo empezaba a asomar su cabeza, me
despertabas con olor a leche recién ordeñada, hervida y calentita para ser
tomada, con tu miraba puesta en mi dulce sueño, pensando, seguro, en darme una
vida más acomodada.
Y
tras ello, bajo tu sonrisa yo me levantaba, con mucha ilusión por ir con mi
abuela al campo, a por las perlas doradas, en una aventura pirata, como ella
llamaba a la recogida de los pocos melocotones que habían resurgido de los
frutales que una vez el abuelo sembró. Aunque lo más divertido era ir subida en
la vieja burra hasta llegar a la puerta de la iglesia donde bajo mi sombrero de
paja miraba como mi abuela se deshacía de nuestro tesoro para poder buscar
otro.
Abuela, ahora he descubierto el valor del tesoro que tenías escondido, uno que sólo se cultiva en esta tierra y que gracias a ti hoy puedo disfrutarlo. Supiste saber darme un corazón honrado, enraizar en mí el sentimiento hacia el cultivo de la vida, el cuidado de la herencia natural que nos han ido dejando y supiste impregnarme de tu alma luchadora invencible.
Ahora
te veo en todos lados abuela, en el espejo del zafero cuando me miro para
hacerme como tú, un moño que recoja mi pelo ante el arduo día de trabajo. Te
veo también en el polvillo del melocotón, cuando lo lavo aún en la acequia para
deleitar su sabor o en el aroma que se respira allí en tu huerta, inspirando
una mezcla tan tuya… Pero sobre todo abuela, te veo reflejada en mis ojos, en
el brillo incesante que no se apaga, que rompe con los límites que pone la vida
y que continúa luchando para que tu legado no se pierda.
Abuela,
eres eterna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario