A Raquel Chumillas
Me quedé sin
palabras. La pregunta me pilló desprevenido. ¿Se trataba de una prueba personal?
El profesor me interrogó con la mirada, intimidante. Yo le oculté mi turbación.
Traté de ganar tiempo. Fingí aplomo y rebusqué en algún estante del ayer:
estudios, charlas, lecturas, alguna conferencia... El recuerdo hecho presente
fue trayéndome detalles. Mi mente conformó aquellas palabras que sonaron piel
adentro, varias veces, cadenciosas como un mantra: ¿g Tum mo? Sí, había leído algún artículo científico al respecto. Se
trataba de una antigua disciplina tibetana que los libros traducían como «calor
interior». Con el debido entrenamiento, los monjes desafiaban al frío extremo,
al hielo de las cumbres compactado por nevadas persistentes. Para algunos
descreídos no eran más que habladurías. Para otros, en cambio, el método era
una prueba del poder de nuestra mente.
—Calor interno
—dije rompiendo mi silencio.
El profesor esbozó
una sonrisa aquiescente. Su gesto se hizo amable; su voz adquirió un tono
paternal.
—Quisiera
conocer su opinión sobre esa práctica, Abraham.
Directo al
grano. El uso de mi nombre respondía a un propósito concreto, no era espontáneo
ni casual. Eché mano de mis tesis. La idea me vino como una revelación.
—Somos lo que
pensamos, doctor Benson. Todo lo que somos, lo somos por nuestros pensamientos.
Con nuestros pensamientos construimos el mundo —discurseé de carrerilla, seguro
de mí mismo, como si diera alguna charla magistral—. Hay culturas milenarias
que nos llevan muchos años de ventaja, profesor. La budista es una de ellas, y
el Tommo es un ejemplo.
—Eso escocería
en muchos foros. Algunos egos se le echarían encima. Ya sabe que a los
occidentales no nos gustan las lecciones de humildad. Tenemos que estar siempre
por encima de los otros, los «menos civilizados». En el mejor de los casos, nos
apropiamos del conocimiento ancestral; en el peor, arrasamos las culturas
«primitivas» —terció Benson con un deje de ironía reflexiva.
El doctor
Herbert Benson presidía el Instituto Cuerpo-Mente de Harvard. Nos conocimos
tiempo atrás, cuando ingresé como docente en la Facultad de Medicina. Él
dirigía el Departamento de Psicobiología, en el que yo colaboraba en calidad de
psicólogo. Nuestro trato, hasta entonces, había sido meramente profesional. Su
interés por mi criterio reavivó la admiración que profesaba a su labor. Me
halagó su escucha activa. Profundamente. Tal vez por ello me sentí impulsado a
hablar.
—Ambos tratamos
de entender los mecanismos de la psique, cómo influye en cada célula del cuerpo.
Podemos creer, presuponer, lanzar hipótesis, pero el mundo necesita pruebas
reales y tangibles. Si algo no es «medible» no se puede demostrar. He aquí el
problema en nuestro campo.
Asentía
complacido, como si hubiera anticipado mis palabras.
—Precisamente,
Abraham. De eso se trata. De evidencias científicas. Me propongo demostrar que
las teorías mente-cuerpo son verdad. Estoy reuniendo un equipo para filmar a
los monjes del Himalaya —abrí la boca, atónito—. Además de la corriente
espiritual, nuestro objetivo es, sobre todo, analizar esa vertiente fisiológica
del Tommo. Ya cuento con los medios
necesarios: cámaras especiales e instrumental de medición. ¿Le gustaría unirse
a la expedición?
Casi salto de la
silla. ¿Cómo rehusar una propuesta semejante?
—¡Por supuesto,
profesor, será un honor acompañarle!
Despegamos muy
temprano con destino hacia Nepal. Durante el viaje —escalas incluidas— nos dio
tiempo a repasar cada detalle, a aburrirnos y a soñar con los paisajes y las
cimas de la Tierra. Benson consultaba sus apuntes. Yo no podía enmascarar mi
excitación. Pecho adentro convivían el científico y un niño entusiasmado.
Tras un vuelo maratoniano,
aterrizamos finalmente en Katmandú. Afuera, el cielo desplegaba su paleta de
morados. La luz se consumía a ras de tierra, pero arriba, en los picos, el sol
aún conservaba sus destellos de oro tibio. Nepal nos regaló sus maravillas
naturales: las míticas montañas —Annapurna, Everest—, pero también otras
regiones sorprendentes que más tarde visitamos, forestas tropicales como el
parque de Terai.
Al día
siguiente, más descansados, nos reunimos con los sherpas y los monjes. Por
suerte (aunque advertidos de los cambios repentinos), el tiempo no jugó en
nuestra contra. Con todo a punto, bien pertrechados, emprendimos el ascenso y
la aventura.
La claridad de
la mañana parecía relumbrar allí, al comienzo de la senda, con toda su viveza. Las
faldas montuosas acogieron nuestros pasos primerizos. El aire era tan puro como
en tiempos de una Gaia sin el Hombre.
Luego vinieron
días fríos. Horas y horas caminando, pendiente arriba. Jornadas de aclimatación
a la altitud. El mal de altura a las espaldas.
Llegamos al
refugio a media tarde, una gran tienda de campaña. El viento incrustaba en la
barba cristales de nieve.
Dejamos listos
los equipos y las cámaras y empezamos a filmar. Allí, a más de seis mil metros
de altura, con temperaturas antárticas, desplomadas, los budistas, desnudos a
excepción de un taparrabos, hicieron un corrillo, sentados en el suelo con las
piernas cruzadas. Contraste abismal, permanecimos embozados en prendas de
abrigo resistentes al rigor meteorológico.
Los monjes iniciaron
el ritual. Reconcentrados, empezaron una profunda meditación. Según nos
explicaron, enfocaban su mirada hacia una esfera de energía luminosa (el prana,
en términos hindúes). Al tiempo realizaban ejercicios de respiración, relajando
varias partes de su cuerpo.
Prosiguió el
experimento. Sumergidas varias sábanas en agua casi helada, tras escurrirlas, las
fuimos colocando sobre el cuerpo sin ropajes de los monjes.
Pasaron los
minutos. Lo asombroso cobró visos de proeza.
El contacto
congelado no turbó su paz. Siguieron meditando, ajenos por completo a nuestro
pasmo. Y entonces, de súbito, los lienzos que cubrían su organismo empezaron a
desprender vaho. El refugio se llenó de vapor de agua. Las lentes se empañaron
bajo aquel calor de sauna y tuvimos que secarlas de continuo. Transcurrida
media hora, el tejido quedó seco por completo.
La experiencia
que viví aquellas semanas marcó un antes y un después en mi destino. Abrió mis
horizontes sensitivos, mi propia fe interior. Me encontré o me reencontré. Aquello,
me dije, trascendía los propios límites humanos para devolvernos a nuestra
auténtica naturaleza. La que desconocemos. La que ignoramos. Ese
desconocimiento que nos lleva a enfermar.
Llevo años
practicando. Ahora, cada vez que siento el fuego interno, me alejo de la
infelicidad.
Genial!!! Ese mismo fuego interno que te lleva a tu YO más personal a tu YO más creativo ??
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