Me quedé sin
palabras, sorda de tan sola ante la nieve. La nieve, gigantesco nido de agua
que esparce el viento. Miro cómo nieva tras los cristales de la ventana. Caen
grandes copos, suaves plumones mojados que se diluyen al tocar tierra. Fijos los
ojos en la nada blanca del cielo. Siempre la nieve. Siempre la nieve cayendo en
fractales de perfecta geometría. Cae, cae dulcemente arrastrando su mojado
vestido por los campos. Y una niña pequeña vuelve a caminar asida de la mano. Dos
figuras insignificantes en un mar de nieve. Doblan las campanas en el recuerdo.
Me desconcierta aquella niña que fui un día. Puedo ver la hilera imborrable de
sus huellas, semejantes a las de un animalillo salvaje que huyera del frío.
Nieva, nieva,
sigue nevando y la niña que fui un día vuelve a caminar por el campo nevado de
la infancia. Vuelve la vista atrás, quiere volver a su casa, pero la mujer que
la lleva cogida de la mano no la deja. Se va alejando cada vez más de una
casita blanca donde su madre plancha ropa y prepara una maleta de emigrante.
Las ropas planchadas flotan en danza aérea, una camisa blanca se posa a cámara
lenta, perfectamente doblada en el rectángulo de la vieja maleta. La camisa es
un cisne moribundo y diciembre, una ballena asesina que da sus últimos
coletazos. Veintisiete de diciembre y oscurecía. La casita se alumbra con una
pobre bombilla amarilla. Aún hoy puedo escuchar cómo llaman a la puerta, mi
madre abre y el al reloj se le descuelgan de golpe los minutos hasta caer al
suelo, pesados como plomo. Se para el tiempo por un instante. Nada escuchamos
los niños sino murmullos. Los de afuera hablan muy bajito para que nada podamos
oír, pero mi madre tapa su rostro para ahogar un grito. Malas noticias. Por el
resquicio que deja la puerta entreabierta se puede ver una higuera cubierta de
escarcha. Después, una mano amiga me lleva a casa de la madrina, la reina de
las palomas mensajeras. La reina de las palomas mensajeras era una mujer
pequeña y pechugona que reparte cartas en la aldea. Carmen, la de Ventura: un
gigante bondadoso de ojos verdes y boina calada hasta las cejas. Las palomas,
resguardadas del frío, ríen, ríen y un hilito de sangre mana de sus picos
rosáceos.
El pueblo
amaneció sepultado en nieve, la noria del molino congelada, los pinos ateridos
y combados por el peso de la nieve. Un ave fría se miraba en el espejo helado
de la charca. El agua chorrea congelada de las tejas. Había muerto mi padre: un
joven idealista que soñaba con el porvenir y el porvenir no llegaba.
Volver sobre
nuestros pasos no es posible porque, invierno tras invierno, vuelve la nieve a
recordarnos lo que fuimos antaño: frágiles criaturas a la intemperie huyendo
siempre de la inclemencia del frío y de la muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario