La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

miércoles, 14 de marzo de 2018

FRACTAL DE LA MEMORIA, Dori Hernández Montalbán.




Me quedé sin palabras, sorda de tan sola ante la nieve. La nieve, gigantesco nido de agua que esparce el viento. Miro cómo nieva tras los cristales de la ventana. Caen grandes copos, suaves plumones mojados que se diluyen al tocar tierra. Fijos los ojos en la nada blanca del cielo. Siempre la nieve. Siempre la nieve cayendo en fractales de perfecta geometría. Cae, cae dulcemente arrastrando su mojado vestido por los campos. Y una niña pequeña vuelve a caminar asida de la mano. Dos figuras insignificantes en un mar de nieve. Doblan las campanas en el recuerdo. Me desconcierta aquella niña que fui un día. Puedo ver la hilera imborrable de sus huellas, semejantes a las de un animalillo salvaje que huyera del frío.
Nieva, nieva, sigue nevando y la niña que fui un día vuelve a caminar por el campo nevado de la infancia. Vuelve la vista atrás, quiere volver a su casa, pero la mujer que la lleva cogida de la mano no la deja. Se va alejando cada vez más de una casita blanca donde su madre plancha ropa y prepara una maleta de emigrante. Las ropas planchadas flotan en danza aérea, una camisa blanca se posa a cámara lenta, perfectamente doblada en el rectángulo de la vieja maleta. La camisa es un cisne moribundo y diciembre, una ballena asesina que da sus últimos coletazos. Veintisiete de diciembre y oscurecía. La casita se alumbra con una pobre bombilla amarilla. Aún hoy puedo escuchar cómo llaman a la puerta, mi madre abre y el al reloj se le descuelgan de golpe los minutos hasta caer al suelo, pesados como plomo. Se para el tiempo por un instante. Nada escuchamos los niños sino murmullos. Los de afuera hablan muy bajito para que nada podamos oír, pero mi madre tapa su rostro para ahogar un grito. Malas noticias. Por el resquicio que deja la puerta entreabierta se puede ver una higuera cubierta de escarcha. Después, una mano amiga me lleva a casa de la madrina, la reina de las palomas mensajeras. La reina de las palomas mensajeras era una mujer pequeña y pechugona que reparte cartas en la aldea. Carmen, la de Ventura: un gigante bondadoso de ojos verdes y boina calada hasta las cejas. Las palomas, resguardadas del frío, ríen, ríen y un hilito de sangre mana de sus picos rosáceos.
El pueblo amaneció sepultado en nieve, la noria del molino congelada, los pinos ateridos y combados por el peso de la nieve. Un ave fría se miraba en el espejo helado de la charca. El agua chorrea congelada de las tejas. Había muerto mi padre: un joven idealista que soñaba con el porvenir y el porvenir no llegaba.
Volver sobre nuestros pasos no es posible porque, invierno tras invierno, vuelve la nieve a recordarnos lo que fuimos antaño: frágiles criaturas a la intemperie huyendo siempre de la inclemencia del frío y de la muerte.

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