Me quedé sin palabras cuando bien entrada la tarde llegué a la pensión y,
después de asearme, me dispuse a redactar el informe sobre la conferencia La modernidad y el mundo rural a la que
asistí por la mañana. Desde el otro lado de la pared, que se me antojó de
papel, llegó hasta mis oídos un grito en forma de ¡NO! desesperado, seguido del
llanto de una chica que imaginé adolescente:
- ¡Mamá, no quiero morir!
-dijo la misma voz temblorosa.
Aquellas palabras pusieron en alerta
mis sentidos y acerqué el oído a la pared. Aparté el portátil a un lado,
encendí un cigarrillo.
- No, hija mía, no vas a morir
-contestó otra voz cálida, que intentaba calmar la desesperación de la más
joven-. Hemos venido a Madrid porque aquí están los mejores especialistas, nada
más.
- Pero si mi enfermedad no fuese grave me
habrían curado en nuestra ciudad.
- Sí, pero queremos tener una
segunda opinión que corrobore el diagnóstico y el tratamiento, solo para
asegurarnos, hija mía -dijo la madre, ahora con voz firme que fue pausando poco
a poco hasta hacerse casi un susurro.
La chica seguía llorando y la voz
adulta le advirtió de que si seguía así iba a conseguir que llorase ella
también y entonces se ahogarían las dos en un mar de lágrimas. La chica se sonó
la nariz.
- Cálmate, hija, confía en mamá.
Todo va a salir bien.
Se hizo el silencio e intenté
proseguir con mi informe, pero no era capaz de concentrarme.
“Pobre chica”, pensé, y me pregunté cuál sería la grave enfermedad que la
aquejaba.
Al cabo de un rato, durante el cual
solo se escuchaban suspiros, como epílogo de un llanto amargo, la madre, con la
voz de quién quiere aparentar normalidad, cambió de tema:
- ¿Te ha gustado el Museo Sorolla?
-preguntó.
- Sí, es muy acogedor -dijo la niña
con desgana.
- ¿Y qué cuadro es el que más te ha
gustado?
- Es difícil decir solo uno. Quizás
el de la madre con el hijo recién nacido en la cama blanca -respondió.
- En la tienda estaba la litografía,
¿te gustaría que la comprásemos?
- No, he visitado el Museo, es
suficiente. Bastantes gastos tenéis conmigo.
- No digas tonterías.
Después de una pausa, continuó
la chica:
- Además, ¿has visto el precio de las
litografías?
- Es igual, por ti daría la vida si
fuese necesario –respondió la madre ahogándose la última palabra en la
garganta.
- ¡No me quiero morir, mamá! -volvió
a repetir sollozando.
Las palabras de consuelo de la madre
surtieron efecto y pareció que se calmaba.
Había caído la noche. Las imaginé dormidas, abrazadas, la madre tragándose
su amargura, y un escalofrío recorrió mi cuerpo al pensar en el vuelco que daría
mi vida si alguno de mis hijos tuviese una grave enfermedad. ¡Qué afortunado
soy!, pensé.
Retomé el ordenador y en Internet
comprobé el precio de la litografía que tanto le gustaba, MADRE, lo tituló el pintor, con el que celebraba el nacimiento de
su última hija, Elena. En el lienzo, de grandes dimensiones, y entre una
variedad de blancos en paredes, almohada y colcha, destacan solamente la cabeza
del bebé y la de su madre, Clotilde. ¡Qué barbaridad!, me dije.
Al día siguiente, a primera hora y
antes de regresar a mi ciudad, me acerqué al Museo y compré la copia. Volví a
la pensión para dejar en recepción el cuadro, enrollado, para la chica de la
habitación contigua, con una nota en la que le deseaba toda la suerte del mundo
y toda la fuerza necesaria para seguir luchando.
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