En
la calle Drexler, esquina con Vergara,
mientras
paseaba más impasible que nunca,
un
triste verano del 79,
conocí
a la mujer más hermosa
del
mundo y sus confines.
Caían
exactamente las cinco quince de la tarde.
El
calor dibujaba siluetas improbables
a
falta de sombra celosa
que
acunara mis vencidos ojos entrecerrados.
Al
cruzarme con ella y sus reinos,
mi
carne se despegó en paradójica agonía
de
los huesos, y la camisa
se
me unió al cuerpo en comunión incorpórea.
Me
miró un segundo bajo su gracioso sombrero
de
fieltro rosa
y
descubrí que se había enamorado de mi melancolía
tan
adolescente y cabizbaja;
de
mis manos descubiertas y nostálgicas,
y de
mi pelo que aún hoy permanece escaso y revuelto
por
el espanto que provoca la vida cada mañana.
Al
final fuimos valientes y generosos:
corazones
impregnados de anhelos,
cruzados
por la suave realidad
que
madruga cada día que pasa
más
cruel y más sincera.
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