La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 14 de marzo de 2017

Antonia, por GLORIA ACOSTA.

Autor: M.C.ESCHER.

Antonia era una mujer oronda. La recordé después en múltiples ocasiones cuando Mamita apretaba el corsé a Escarlata O' Hara; hasta su caminar basculante la emulaba.
  La pequeñez de nuestra infancia agrandaba sus curvas hasta el infinito e inflaba aquella sonrisa por la que escapaba su voz potente y rotunda. Pero lo que la hacía singular era su mirada. Nadie supo en años sucesivos acompañar el mundo interior que creó para nosotras con la pujanza de unos ojos.
  Eran por entonces, anchas tardes de pan y mantequilla, cuando las pocas tareas de la escuela dejaban sobrados momentos para el solaz. Antonia vivía dos casas más abajo, en una calle que no atrancaba sus puertas. La suya no era como las demás. Traspasar sus muros era perderse entre los recovecos de sus dos plantas, corretear por las terrazas y azoteas o descender con una larga capa de princesa real, las elegantes escaleras de mármol que conducían al salón donde ella solía acomodar sus caderas en un ancho sillón de orejas, mientras pelaba las papas que descansaban amontonadas en el delantal. Nos observaba, a sus nietas y a mí, entrar y salir de la cocina para asaltar la talega del pan, o jugar al escondite por las múltiples habitaciones que configuraban su reino.
  Nuestro pequeño pueblo quedaba casi siempre reducido a la plaza y a nuestra calle. La escuela, que ocupaba las mañanas, estaba cerca y en ella atamos los primeros nudos que la infancia teje haciendo y deshaciendo, en un entramado que luego el tiempo desata de un lado o aprieta en otros. Y éramos felices. Salíamos al mediodía en tropel y recalábamos en el bar de la esquina para saborear aquellas princesas de bizcocho emborrachado, cubiertas de coco rallado y coronadas por una roja cereza almibarada, preludio del esperado momento del día.  La tarde, la casa grande y Antonia.
  Sabíamos que la caja mágica se abría cuando ella se sentaba en su sillón; deteníamos de inmediato nuestros juegos y nos sentábamos en el suelo, a sus pies. La gran Sherezade cruzaba sus brazos bajo sus generosos pechos, y sonreía accionando el interruptor que encendía la pantalla blanca de su mirada, mientras la estancia se oscurecía hasta desaparecer por completo. Y Antonia inventaba, contaba, pintaba, tejía, un palacio, un príncipe, un mago y un dragón, un laberinto sin fin donde se perdían los niños traviesos o una casita de muñecas que tomaba vida en primavera, y nosotras cabalgando en el carrusel de pegasos voladores pedíamos más.
  Es tarde pero va el último. Y seguía.
  A mí me gustaba perderme en sus ojos. Los abría con fruición mostrando  la puerta de entrada a un mundo interior por el que yo me colaba para saltar las vallas tediosas de la realidad.
  Podía permanecer largo tiempo en silencio y dejar que su mirada derramara por la casa los sueños que cualquier niño pedía tener al dormir. Ninguno estuvo escrito y ninguno repitió. A veces empezaba de la misma manera, y girando en una pirueta inesperada hacia otros derroteros más misteriosos o fantasmales, prendía hasta la ebullición nuestros corazones agitados, para  terminar apaciguados al remanso del fin de la tarde, el final de la función.
  Así se concatenaron los largos días de aquellas anchas tardes mientras el decurso de los años giraba entre su casa y la mía.
  Una tarde Antonia ya no estaba. No recuerdo cuándo ni cómo sucedió. Lo supe al entrar en el salón y vislumbrar la luz cenital que irradiaba su orondo sillón.


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