La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 15 de marzo de 2015

Ónice onírico, por PEDRO PASTOR SÁNCHEZ.



I

Aquella mañana, los rigores del invierno por fin habían dado paso a temperaturas más templadas que invitaban a la gente a recorrer las calles parisinas. Tras los visillos de la ventana de su despacho en la Rue des Capucins, muy cerca de la Place Vendôme, el doctor René Doinel contemplaba como el viejo gañán azuzaba a la mula, que yacía sobre el empedrado suelo, exhausta, su hocico rezumando espuma, y ya sin fuerzas para relinchar. Los viandantes parecían no inmutarse ante esta escena, sin duda acostumbrados a ver el sufrimiento a su alrededor como algo cotidiano. Era una de las múltiples heridas silenciosas que había provocado la guerra, esa incapacidad para la empatía, aunque fuese ante el dolor de una bestia reventada por el esfuerzo.
René no tuvo ocasión de servir en el frente. Las secuelas de la poliomielitis le dejaron algo renqueante de una pierna y episodios de insuficiencia respiratoria, así que mantuvo su actividad como psiquiatra durante el desarrollo de la contienda, eso sí, echando de vez en cuando una mano en la casa de socorro y en el hospital de enfermos mentales, donde eran llevados los desquiciados que habían visto las atrocidades de la guerra. Cuando ésta terminó, tuvo que multiplicarse para atender la creciente demanda de sus pacientes, víctimas del terror padecido en las trincheras. Toda una generación de franceses, de europeos, tuvieron que hacer frente a situaciones extremas, matar o morir, soportar horas interminables de bombardeos, la lucha cuerpo a cuerpo, los gases venenosos quemándoles las entrañas. Toda esa ansiedad acumulada durante días y noches sin fin, la pérdida de los seres queridos, los compañeros de filas sucumbiendo en el campo de batalla, fueron el caldo de cultivo para que su gabinete fuese un lugar de peregrinaje de almas en pena, consumidos por el miedo a cerrar los ojos y volver a reproducir, una y otra vez en sus cabezas, situaciones tan dramáticas.
Hoy no pasaría consulta pues tenía que acudir a un congreso que se celebraba en la capital, así que aprovechó para revisar los expedientes de las últimas sesiones. Se sentó y puso sus notas desplegadas sobre la mesa. Se detuvo en la de una paciente que le visitó hacía dos semanas.

21 de Marzo de 1921. Paciente: Uma (no refiere apellido). Edad: la omite (unos 30 años). Profesión: dice haberse dedicado a la enfermería durante la guerra. Otros datos: se trata de una paciente extranjera, de raza negra, sin dificultades para expresarse en francés fluido.

La paciente acude a consulta indicando que le cuesta conciliar el sueño, y una vez lo consigue, tiene extrañas pesadillas recurrentes, que le provocan estados de ansiedad que le impiden llevar una vida normal. Interrogada por la naturaleza de las mismas, relata lo siguiente:
Se encuentra andando por una amplía llanura. No se escucha ruido alguno, parece estar ante una naturaleza con ausencia total de vida animal o vegetal. El cielo tiene un color plomizo y mira hacia el horizonte sin atisbar un sólo árbol en su campo de visión. Por más que anda, parece no avanzar por este yermo páramo. No sabe que hace allí ni tampoco a donde se dirige, lo que le provoca desasosiego. De repente, cree oír el batir de unas alas, mira hacia arriba y una corneja con una amapola en el pico pasa volando a ras de su cabeza, asustándola, por lo que cae al suelo, que ha dejado de ser plano, resbalando a un inmenso hueco de arena negruzca. Intenta salir pero le es imposible ascender por la empinada cuesta, que se desmorona a cada intento. Mientras, la corneja le sobrevuela, y de repente, profiere un estruendoso graznido, lo que provoca que la amapola, de un color rojo intenso, caiga a sus pies, momento en el que sus pétalos se convierten en un torrente sanguinolento que inunda la oquedad en la que se encuentra atrapada y sin salida.

            Una fuerza extraña emanaba de aquella mujer, una mirada felina que no dejaba indiferente. Ese magnetismo caló en el doctor, de tal forma que no podía dejar de pensar en ella. A sus cuarenta y pocos años, su vida privada se limitaba a las charlas de los viernes en el café y las esporádicas visitas a sus primos de Orly.
René rememoró la conversación posterior con Uma, en la que el terapeuta trató de encontrar claves, puntos de conexión en la vida de la paciente, que pudieran dar una explicación a la recurrencia de estos sueños que la habían sumido en este estado de angustia permanente. Le explicó que era originaria de un país de África Central, donde conoció a un reputado antropólogo, Jacques Roché, que quedó cautivado ante la belleza de ébano de aquella chica larguirucha que acompañaba a los hombres de la tribu en sus cacerías. Ya en el continente, vivió durante un tiempo en la campiña normanda, donde compartía su vida con Jacques. Cuando éste fue llamado a filas a finales del verano de 1914, no dudó en enrolarse en la Cruz Roja con objeto de no separarse de él. Siguió sus pasos hasta el frente occidental, cerca de la frontera belga, donde los combates cuerpo a cuerpo eran encarnizados. Tras rechazar el avance alemán a orillas del Marne, su vida quedó atrapada durante meses en aquella intrincada red de trincheras horadadas por unos y otros.
Roché, en su condición de capitán, se veía obligado por los mandos a realizar escaramuzas para detectar puntos débiles en las líneas enemigas, e intentar desbloquear el asedio que mantenía a hombres y bestias bajo el permanente bombardeo de obuses. La incesante lluvia convertía el escenario en un inmenso lodazal, una trampa mortal para soldados que se habían acostumbrado a convivir con la muerte, a hacer guardia junto a los cadáveres de sus propios compañeros.
Ya en aquella época, las pesadillas empezaron a visitar a Uma. El puesto de mando y los servicios médicos no se encontraban demasiado alejados de la primera línea de fuego, y en más de una ocasión la habían encontrado vagando entre ambos límites, semidesnuda y cubierta de fango, aterida por el frío nocturno, sin que ella pudiera dar explicación a estos hechos. Todos lo achacaban al sonambulismo. Esto se repitió en no menos de una docena de veces.
La vida de Uma dio un vuelco aquella tarde funesta en la que el capitán Roché entró en liza una vez más con sus hombres ante las ametralladoras alemanas. En esa ocasión no fue tan afortunado y no pudo esquivar las balas, que le destrozaron parte del costado izquierdo y una pierna. Lo trajeron a rastras hasta el hospital de campaña, donde Uma, horrorizada al ver a su amado mutilado, entró en estado de shock, inmóvil, la vista perdida, la mente ausente. Jacques, viendo que la vida se le escapaba por momentos, pidió que se acercara, y arrancando algo que colgaba de su cuello, lo puso en su mano, al tiempo que le susurraba sus últimas palabras: “Destrúyelo”.
Lo que le entregó in extremis era la llave de un pequeño arcón que guardaba en la tienda de oficiales. Al abrirlo, Uma encontró un pequeño tambor, que reconoció como uno de los que fabricaban sus familiares africanos, pero por más que pensaba, no acertaba a entender tan extraña petición, nunca le había hablado del objeto. Dado que era su último recuerdo, hizo caso omiso y lo puso a buen recaudo. Pocos días después, a pesar de la insistencia de algunos generales, que le conminaron a seguir realizando su tarea de asistencia en el frente, arduo trabajo al que no muchos se atrevían, decidió  marcharse.
Junto al tambor, Roché también había guardado parte de su fortuna, lo cual permitió a Uma buscarse la vida en París mientras duró la contienda. En la capital vivió los sinsabores del rechazo por culpa de su raza. Tras muchas vicisitudes, el frío que calaba los huesos de cada parisino por la ausencia de carbón, horas de interminable trabajo en la fábrica de munición, consiguió sobrevivir a duras penas. Al terminar la guerra, gracias a la experiencia adquirida en el frente, finalmente encontró un trabajo estable en una farmacia.
           
II

Sonó el reloj de cuco de la consulta, y René cayó en la cuenta de que debía darse prisa para no llegar tarde a la conferencia de su colega Fritz Neuer, psiquiatra alemán que, pese a las diferencias que les separaron durante el conflicto bélico, retomaron su correspondencia y amistad una vez firmado el armisticio. Salió a la calle y apretó el paso al pasar junto a las Tullerías, camino al Petit Palais. Llegó tarde y se sentó en la última fila del salón, escuchando con atención la disertación de su amigo sobre la interpretación de los sueños en el ámbito de la psicoterapia. Al concluir la conferencia, se reunió con él, compartiendo una copa de coñac en la cafetería. Durante la conversación, le comentó el caso de Uma, lo que dio pie a un interesante diálogo.
Mon amie monsieur Doinel, por el entusiasmo con el que hablas de esta chica, me parece que es algo más que una paciente cualquiera. Y ya sabes que no debes empatizar demasiado...
― No digas tonterías, Fritz ― contestó René― si te lo he contado es para que me des tu opinión, no para que me eches una reprimenda. Es sólo un caso más de angustia post-bélica, como tantos otros que habrás tratado en tu bando.
― Pues ahora que lo dices, hace unas semanas acudió a mí un soldado que sirvió en la batalla del Marne, pero en nuestro “lado” ― dejó caer el teutón en tono  socarrón―. Se trataba de una persona que permaneció durante meses enterrado en el barro de las trincheras, soportando el frío, las incursiones del enemigo, los bombardeos. Me dijo algo que muy pocos se atreverían a contar, una historia que cualquier gerifalte negaría porque ante todo está el honor y el valor alemán, pero yo no tengo por qué dudar de alguien que viene a consulta y te cuenta su experiencia en primera persona.
― Pero, ¿de qué se trata?. Vamos, habla ― inquirió René.
― Verás, Otto, así llamaremos a este paciente, me dijo que los soldados que estaban en primera línea vivían atemorizados por “la sombra”. Llamaban así a “lo-que-quiera-que-fuese” que se adentraba en las trincheras alemanas, todo sigiloso y sin despertar sospechas, y mataba sin misericordia a todos los hombres que encontraba a su paso. Era totalmente invisible, no les daba tiempo ni a ponerse en guardia, ni un solo disparo para defenderse. Todos dejaban su sangre en aquel agujero inmundo, y eran encontrados por los soldados de reemplazo al amanecer.
― Pues sí es extraño. Yo también he entrevistado a muchos soldados de nuestro frente, pero ninguno jamás ha hecho mención a algo semejante, un “aniquilador” silencioso, por lo que estás contando.
― Hay algo mucho más extravagante en la historia, querido amigo ― continuo el Dr. Neuer. ― Al parecer, cada noche en la que ocurrían estos hechos, un sonido cadencioso y persistente se oía entre las líneas de combate, un repiqueteo de tambor, que tras las primeras matanzas, se convirtió en el heraldo de la próxima carnicería. Sólo el sonido ya helaba la sangre del desdichado que tenía que montar guardia, se convirtió en un elemento de paroxismo generalizado, que provocó no pocas deserciones, que obviamente terminaron ante un pelotón de fusilamiento. Otto se libró de milagro, pues le tocaba dar relevo una noche, angustiado como el resto de compañeros, pero ya no hubo más música, desapareció de repente y para siempre. Desde entonces no puede acudir a concierto de ningún tipo, el miedo le atenaza cuando redobla un tambor, es superior a sus fuerzas. Sin duda, como arma desmoralizante fue bastante efectiva, ¿no crees, estimado colega?.
Doinel se quedó por un segundo pensativo, y al momento reaccionó asintiendo con la cabeza. Luego interpeló a su amigo, volviendo a la pregunta que inició la conversación.
― Retomando el tema, ¿cómo interpretas tú las pesadillas de esta chica?.
El alemán se rizó el bigote con su mano derecha, y con aire de suficiencia le contestó:
― Veamos, dice andar por un territorio totalmente desolado y gris, lo que implica desamparo, ningún lugar donde encontrar cobijo o ayuda. Además, la sensación de no avanzar tiene una relación directa con el estancamiento, un futuro incierto. Todas la aves oscuras son símbolos de mal agüero, en particular la corneja es el llamado “pájaro de los campos de batalla”, y según la tradición celta, la Diosa Morrigan, señora de la muerte y de la guerra. El chillido del ave es el anuncio de la muerte, en este caso no la suya sino la de su amante, reventado en una de esas oscuras trincheras, lugar por cierto donde los soldados decían que crecían las amapolas, de ahí el color rojo que lo inunda todo, por una parte, y por otro el simbolismo de esta flor usada para conmemorar a los fallecidos en combate. También está asociada al sueño, a la inconsciencia, que sin duda es la fórmula que ha elegido la mente de esta chica para enterrar todo su sufrimiento, que ahora aflora en forma de pesadillas.
            La respuesta de Neuer le pareció coherente y no insistió más. Terminaron la tarde recordando tiempos mejores, embriagados ya por los rescoldos del fondo de la botella de licor.

III

            Una semana más tarde, Uma volvió a la consulta, con aspecto aún más mortecino que la última vez. René le pidió que se tumbara en el diván y le contara aquello que tanto la embargaba. Le costaba disimular la extraña atracción que le provocaba aquella mujer. Allí tendida, con ese delicado vestido que dejaba apreciar su voluptuosa anatomía, le pareció estar delante de una escultura de Rodín, trabajada con extrema delicadeza en ónice negro, refulgente, arrebatadora.
― Dígame, Uma. ¿A qué se debe este estado de nervios?.
― Doctor, seguí sus consejos y traté de no pensar en el pasado. A la salida del trabajo quedaba con alguna amiga y paseábamos por el Bois de Bolougne para distraernos. Al caer la noche me encontraba más relajada, evitaba cualquier pensamiento funesto, y por un tiempo pude descansar. Pero una tarde...
La chica se arrancó a llorar a lágrima viva, que rodaron por el sillón como un torrente, y la escena conmovió a René, que sacó un pañuelo de su bolsillo y se lo ofreció.
― Vamos, mujer. Tranquilícese. Cuénteme con detalle lo que le pasó, ya sabe que estoy aquí para ayudarla ― trató de consolarla.
― Pues verá, hará tres días que quedé con mi amiga en la escalinata del Sacré Coeur, con intención de dar un garbeo vespertino por Monmartre. Mientras la esperaba, escuché una música, y la curiosidad me llevó hasta su origen. Se trataba de un chico que aporreaba un bongo con fruición, mientras un macaco desaliñado, atado con un cadena a una de sus patas, danzaba siguiendo el ritmo. De esta manera conseguía llamar la atención y arrancar unas monedas a los viandantes. En ese momento no le di mayor importancia, la tarde transcurrió tranquila, y tras el paseo, me marché a casa. Estaba cansada y no tardé en dormirme, pero aquella anoche soñé algo muy extraño, y desde entonces no puedo dejar de pensar en ello, se repitió también anoche.
― A veces nos dejamos sugestionar por acontecimientos triviales, y nuestro subconsciente los interpreta de manera caprichosa, de una forma que nunca haríamos en estado de vigilia. Cuénteme ese sueño y le daré mi opinión.
― Trataré de darle todos los detalles que recuerdo. Al principio tengo la imagen de un lago, de aguas tranquilas, en una zona boscosa y escarpada. En su zona central, un peñasco que emergía de la superficie albergaba una especie de torreón medio derruido. La verdad es que la escena era tan bucólica que me encontraba muy sosegada, incluso disfrutaba. Pero de repente, me vi envuelta en tinieblas. No obstante, tenía la sensación de estar en el mismo lugar, solo que dentro de aquel torreón. Estaba como aletargada, así que tardé un tiempo en reaccionar y darme cuenta de la situación. ¡Estaba atada con grilletes en pies y manos!. Durante mucho tiempo estuve forcejeando para tratar de escapar, por lo que la angustia era cada vez mayor.
En este punto, Uma comenzó a agitarse como una hoja en un vendaval, por lo que René se sentó en un lateral del diván. La chica le cogió la mano con fuerza y el contacto con su piel de ébano le estremeció. Entre sollozos exclamó:
― ¡No podía escapar de allí!. Tampoco sabía quién o por qué me habían confinado a este encierro.
Tratando de indagar algo más, le preguntó:
― Dime, ¿estabas completamente sola en tu sueño?. ¿Qué otras sensaciones llegaban a ti, olores, sonidos...?
― Tan sólo un eco distante, que poco a poco tomaba fuerza. Y cuando ya estaba consumida por el miedo, noté una presencia, invisible pero real, un aliento perturbador.

El doctor Doinel se encontraba ante una situación nueva para él. Su paciente se había convertido también en su obsesión. Tenía que ayudarla, pero tendría que ser más expeditivo, dejar los tediosos métodos analíticos y ofrecerle una alternativa más directa, una sugestión inmediata para evitar los sufrimientos nocturnos. Por una vez dejaría de lado a Freud y Jung y utilizaría una técnica aprendida en los libros del doctor Breuer. Además, muchos elementos antes inconexos ahora parecían cobrar algún tipo de sentido. Hasta el relato del paciente de Neuer podría servirle para adentrarse en las profundidades de su mente y saber si Uma también tuvo un encuentro con “la sombra” durante sus paseos noctámbulos en el frente.
Decidió hipnotizar a Uma, y para sugestionarla aún más, necesitaba elementos que para ella fueran tangibles. Observó como una cadena colgaba del cuello de la joven. Con sutileza tiró de ella y una pequeña llave se abrió paso entre sus pechos.
― Dime, Uma. ¿Confías plenamente en mí?. Porque sólo sí es así puedo ayudarte a desembarazarte de esos sueños malsanos, aquí y ahora ― le dijo con tono convincente y tuteándola, esperando que la paciente asumiera que cualquier cosa que le dijera le iba a ayudar. Ella simplemente asintió con su cabeza, al tiempo que apretaba aún con más fuerza su mano.
― Esta es la llave que te dio Jacques, ¿verdad?. Permíteme... ― Y con suma delicadeza abrió el broche y le quitó el colgante, no sin antes observar como su respiración se agitaba.
― Y ahora, con tu permiso, déjame entrar en tu sueño. ¿Me lo permites?
― Haga lo que tenga que hacer, René ― le respondió, era la primera vez que le llamaba por su nombre de pila ― pero, por favor, quíteme este sufrimiento.
Corrió las cortinas. Luego incorporó a Uma y la puso sentada en el diván, con sus pies apenas rozando el entarimado suelo. Se situó frente a ella y encendió una bombilla a su espalda. El escenario estaba preparado. A continuación cogió la cadena con el brillante trozo de metal y lo movió delante de la cara de la muchacha, muy lentamente. Mientras el péndulo oscilaba, René hablaba con voz calmada.
― Uma, quiero que te concentres en esta llave y en mi voz. Ambas te llevarán al lugar donde habitan tus miedos y abrirán las cadenas que te atenazan. ¿Me has comprendido?.
La chica seguía el movimiento con la vista. Si esa era la clave para acabar con su pesadumbre, no iba a dejar pasar la oportunidad. La lividez de su cara ya indicaba que se había abandonado, que su cuerpo, exangüe, seguía allí, pero su mente volaba con total libertad. Apenas musitó:
― Sí, lo he comprendido.
― Bien, quiero que vayas allí donde te encuentras encarcelada en sueños. Ya sé que no es un lugar agradable, pero es necesario ―. Esperó unos segundos y continuó ― ¿Estás allí?.
Uma se retorció. Alzó sus brazos de forma inconsciente. En su cara apareció una mueca de dolor. Su pulso se aceleró.
― No puedo soportar tanto dolor, ¡sácame de aquí!.
― Te sacaré, ¿notas mi presencia?.
― Sí, hay alguien aquí conmigo.
― Soy yo, Uma. Tú me has dejado entrar en tu sueño, y con esta llave abriré tus grilletes y te liberaré. Ahora mismo estoy soltando tu mano izquierda.
Cogió su mano y la bajó, poniéndola en su regazo.
― ¿Has sentido alivio, Uma?. Seguro que sí. Ahora haré lo mismo con la mano derecha. Cuando lo haga, quiero que pienses en el brillo del sol sobre la superficie del lago. Sólo tienes que seguir la luz para salir de allí y por fin ser libre ―. Aproximó la bombilla para simular la situación.
― Ahora Uma, voy a soltar tu mano derecha. Sigue las instrucciones que te he dado, ¿de acuerdo?.
― René...espera ― dijo la joven inquieta ― ¿Oyes eso?. El tambor está sonando. Y noto otra presencia. No, no es otra, soy yo, pero con otra forma, no sé como explicarlo...pero para, no sigas, por favor, ella no me hará daño, pero no quiero que te lastime.
― No lo hará porque tú no quieres hacerme daño. Tú controlas la situación, y cuando te libere, podrás volver sin el menor temor. Ahora libero tu mano derecha...
― ¡No lo hagas, insensato! ― vociferó la joven.

Demasiado tarde.

El doctor René Doinel pensaba que lo tenía todo controlado. Una vez liberada la joven de sus pesadillas, le estaría eternamente agradecida, y sería la ocasión para buscar en ella algo de cariño, la compañera que tanto había echado de menos durante toda su vida. Pero había algo que él desconocía, y que había permanecido oculto, parapetado en las sinapsis más intrincadas del cerebro de Uma. Una juventud sobre la que el médico no había tenido la precaución de preguntar en sus sesiones, el origen del mal que rondaba su alma. La verdadera naturaleza de la relación con Roché también le era desconocida. Se dejó dominar por sus pasiones olvidándose del rigor científico, quiso recomponer el puzzle sin tener todas las piezas, y lo pagó muy caro.
Tal vez no hubiese actuado como lo hizo si hubiese sabido que el pueblo al que pertenecía Uma, allí en el corazón de África, era temido por todas las tribus vecinas por su ferocidad. Eran nómadas, y se alimentaban de las cosechas y caza ajenas, sembrando el terror allí por donde pasaban. Tanto hombres como mujeres eran entrenados desde niños para ser guerreros. Algunos eran elegidos para “no tener miedo”, para ser armas mortíferas, controladas mediante un ritual que “les robaba el alma” mientras tañían los tambores. Uma era uno de ellos.
Roché conocía su secreto, y no dudó en compartirlo con la cúpula militar, tal era su sentimiento patriótico. Era él el que hacia sonar el tambor durante aquellas noches de terror, con la obsesiva idea de minar la moral enemiga. Cuando aquella ametralladora le destrozó y vio su fin cerca, comprendió que no podía seguir exponiendo al peligro a aquella chiquilla, sabiendo que ella albergaba sentimientos sinceros hacia él, por lo que  le pidió que destruyera el nexo que le ataba a sus instintos asesinos. También él estaba equivocado.
La tibia sangre de René inundaba ya la sala. Sin saberlo, había liberado de nuevo al asesino subconsciente de Uma. En los meses siguientes, varios cuerpos fueron encontrados flotando en el Sena, o en oscuros callejones. Algunos testigos de los barrios afectados afirmaron que la noche anterior les pareció escuchar a lo lejos, como un susurro traído por la brisa, el redoble inquietante de un tambor. O tal vez sólo lo soñaron.









            

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