Llegada
la noche, un cielo de estrellas refulgentes acogió el descanso del joven
Endimión. No bien cayó en poder de Hipnos, la bruma del ensueño lo condujo
hasta la orilla de un gran lago en cuyas aguas aplacadas, de brillos verdinegros,
su amada Sémele braceaba alzando y sumergiendo los dos brazos nacarados,
bruñidos como vientre de cetáceo. Nuestro héroe avanzó con pies descalzos sobre
un lecho arenoso, notando el filo de infinitas piedrecillas que herían su paso
decidido.
Arrobado
por la imagen, sintió batir el corazón. Emergieron los cabellos azabaches de la
joven, su rostro de alabastro, los senos voluptuosos, la boca y la sonrisa, la
chispa de su dicha en la mirada dirigida hacia el durmiente.
Sin
pérdida de tiempo, Endimión quedó desnudo y se arrojó a las quedas aguas del
gran lago. Nadó con ese brío que impele a los amantes, su piel envuelta en roce
acuático y silente.
Al
fin se hallaron juntos. Dio comienzo el diálogo de las caricias.
Como
tantas otras noches, ambos se fundieron en una urdimbre líquida. Demoraron el
beso en la esperanza de que Hipnos hubiese oído sus ruegos y, al menos esta
vez, el sueño no acabara abruptamente. Mas no hubo eco a sus plegarias. Como en
noches precedentes, tan pronto los labios se rozaron, Sémele perdió su
consistencia material y, con la primera luz del alba, el abatido enamorado despertó.
Fue
así que Endimión dejó su hogar en pos de aquella ninfa que, noche tras noche,
se escurría sin remedio entre sus dedos. Los meses se arrastraron. Baldía e
infructuosa fue la búsqueda del joven por doquier. Al tiempo, la escena no dejó
de repetirse cada oscura madrugada. Endimión sólo vivía para el sueño y sus
quimeras.
Hasta
que un día, en tanto ahogaba sus pesares en la anestesia del licor, oyó el
discurso ebrio de un anciano sobre el Valle en las Nubes y el Palacio de la
Niebla, hogar de eterna noche donde Hipnos gobierna el sueño de los hombres.
Renacida
la esperanza, Endimión gastó sus últimos ahorros en botellas de hidromiel para
el anciano. Éste, que respondía al nombre de Tántalo, contó al joven los
secretos del camino hacia las brumas del Palacio.
Endimión
tomó la senda prohibida —invisible a los mortales— y, con fuerzas renovadas, se
internó en el Bosque Blanco. A través de la foresta enmarañada halló el camino
entre los troncos gigantescos y, sin respiro, trepó hacia las montañas. Tras un
sinfín de hojas y ramas, descollando entre la bruma opalescente, atisbó los
contornos del Valle en las Nubes.
Guiado
por el consejo de Tántalo, el joven silbó tres veces. Al cabo, un búho
formidable posó sus garras sobre un risco cercano. Endimión se encaramó al
saliente de la roca y saltó a lomos del ave. Con vuelo de alas extendidas la rapaz
surcó el crepúsculo, hasta posarse en la vaguada, a no mucha distancia del
Palacio.
Se
cuenta que Endimión sorteó toda suerte de peligros merced a sortilegios
aprendidos de Tántalo, y que, con gran riesgo para su vida, ingresó en la
alcoba del dios Hipnos, el cual dormía un sueño dulce y reposado. El joven tomó
entonces un saco de cuero y, con suma cautela, se aproximó al lecho divino.
Sintiendo el miedo cocear en su pecho, pegó la bolsa abierta junto al rostro
del barbado. No bien hubo Hipnos exhalado, nuestro héroe cerró el saco
atrapando el hálito del sueño.
La
huída no fue menos peligrosa. Los seres de la noche espiaron la carrera furtiva
del ladrón. Lunas más tarde, cuando Endimión se sintió a salvo, abrió el fardel
y hundió la boca y la nariz en su interior, a fin de sumergirse para siempre en
la inconsciencia del ensueño.
Pero
la ira de Hipnos no se hizo esperar. Sin dar tiempo a inhalar el soplo
venturoso, el dios irrumpió en el Bosque Blanco a lomos de un murciélago
gigante, tan negro como gruta del averno. Bramó con voz de trueno:
—¡Escucha
tu destino, salteador! ¡He aquí mi condena sobre tu alma mortal! ¡Desde hoy
vivirás en eterna vigilia! ¡Jamás caerá la brisa de mi aliento sobre ti!
Y
así discurrieron muchos evos, hasta que Nix, madre de Hipnos, se apiadó del
pobre Endimión. Una tibia madrugada en la que madre e hijo paseaban por el
Valle en las Nubes, la diosa Noche intercedió en favor de aquél.
—¿No
crees, amado hijo, que aquel mortal no ha expiado ya su culpa? ¿Acaso no
conoces las locuras de la carne? ¿Cuánto arrojo es necesario para desafiar la
misma muerte? ¿Existe algo más triste que una vida sin pasión? No hay mayor
poder en todo el Orbe. Te ruego aplaques tu ira y le concedas el amor que bien merece,
pues su delito fue delirio de ternura.
Hipnos
resopló, se rascó las luengas barbas y, tras cabecear varias veces, replicó:
—Tus
palabras se me clavan en el alma, madre. En efecto, la mente de ese joven siempre
ha estado obnubilada. Su osadía no es desde luego baladí. ¡Véase cumplido tu
deseo!
Asomado
al borde del abismo, Hipnos lanzó un viento vigoroso sobre el joven atrapado en
un insomnio de vacía eternidad.
Esa
noche, Endimión cerró los ojos y cayó en un sueño plúmbeo. La visión más
codiciada recobró su intensidad. Las aguas del lago se empaparon con lágrimas
de dicha ante el reencuentro. Llegó el esquivo beso y, sabiéndose la aurora ya
cercana, los amantes aceptaron una nueva despedida.
El
beso, sin embargo, se prolongó de forma inusitada.
Tornó
el día. Endimión abrió los ojos y vio su imagen reflejada en el gran lago. A su
lado, Sémele tomó su mano dulcemente.
Ambos
soñaban despiertos.
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