La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

miércoles, 14 de enero de 2015

Amanita sensitivus, por EDUARDO MORENO ALARCÓN.





A Gabriel Rodríguez, cuya lectura inspiró este relato.

            De entre una lista interminable, la envidia es el peor defecto humano. Convendrán conmigo en que ésta ha de aceptarse como intrínseca a la especie, genética y larvada cual apéndice cecal. Se diga lo que se diga, esta deducción no admite vuelta de hoja. La propia Biblia, sin ser un libro santo de mi devoción, aborda el tema sin complejos. Les pido que mediten un instante con franqueza: ¿acaso un ser pensante no desea poseer lo que no tiene? Y no hablo sólo de los bienes materiales; también los elementos intangibles son objeto inveterado de pelusa y resquemor. ¿No me creen? Mastiquen su avaricia. Mírense al espejo con un poco de atención. Rumien esos celos que les muerden las entrañas día y noche. Cavilen un momento, se lo ruego. ¿Ven como tengo razón?
            Disculpen este exordio introductorio. Ya sé que puede resultar un tanto empalagoso; es más, admito que me tilden de pedante o inmodesto. No pasa nada, ya estoy acostumbrado. Sepan que si he optado por semejante preámbulo no ha sido por capricho o rimbombancia, sino sólo como hilo conductor de cuantos hechos me dispongo a relatar. Circunstancias que, de forma indigna y lamentable, han devenido en el oprobio que sufrimos mi tía y yo.           
            De buena tinta sé que abriremos las portadas del famoso rotativo Crónica Negra. También, mucho me temo, inflaremos la sección de sucesos, cotilleos y otras hierbas en diversas cadenas de radio y televisión, a ser posible en eso que los cursis llaman prime time, es decir, en horario de máxima audiencia. Tampoco faltarán los psiquiatras y ocultistas de medio país entrando en antena (espero, por Dios Santo, no llamen a Raphel), los cuales, a preguntas de primero de parvulario, replicarán con vacuos tecnicismos o, aún peor, con una jerga zafia y majadera. ¿Cómo pudo suceder? ¿Qué pasaba por sus mentes antes, durante y después del crimen?, indagará bobalicona una vedette de grandes pechos, haciéndose pasar por periodista. Replicará, con gesto grave, tieso y peripuesto, un intelectual con alergia a los libros; a partir de aquí, se agotarán los calificativos, los diagnósticos y, por supuesto, el rosario de teorías.
            Divago, ya lo sé. Reitero mis disculpas, pero es que si no lo digo, reviento. Comprendan lo embarazoso de mi actual situación… En fin, haré un esfuerzo por no dar más rodeos e ir al grano.
            Todo empezó hará cosa de un año. Vivía yo la mar de tranquilo, y mi situación financiera y afectiva era de lo más satisfactoria. Por las mañanas, de ocho a tres, ejercía la medicina en un pequeño ambulatorio de la capital. Por las tardes, me dedicaba a mis placeres: leer, construir maquetas y hacer cócteles. Por las noches, o bien veía una película —me pirran las escandinavas—, o bien salía de ronda a los prostíbulos cercanos. Puedo decir que era casi feliz. El casi es importante porque, en el fondo, mi trabajo se me hacía cada día más tedioso. Para colmo, a un colega pediatra le tocó la lotería del Niño. Aquello me sentó como un tiro a ras de escroto. Matías —el susodicho afortunado— es el tío más gorrón que he conocido hasta la fecha. Y claro, a raíz del aguacero de millones, colgó la bata y el fonendo y a vivir que son dos días. Ni siquiera tuvo el gesto de invitarnos a una caña el muy cretino. Mi cuerpo protestó enérgicamente y, a resultas, sufrí una fuerte crisis (de envidia, claro está). Esa noche, recuerdo que era viernes, los fármacos suplieron al trío que tenía concertado con Samanta.
            Tras este incidente, centré mis energías en las mixturas con ginebra. Me gasté una fortuna en marcas de primera; incluso, tras múltiples fracasos, logré una tónica casera deliciosa. La guinda a mi gintonic la puso un compañero oriundo de Totana (Murcia), cuyo padre, agricultor de nacimiento, mantenía sus cultivos trabajando como un mulo. Gracias a los frutos de su huerto y mi bolsillo generoso, el frutero y la nevera de mi piso se poblaron de aderezos exquisitos: pepinos, limones, pomelos, naranjas, kiwis, nísperos… ¡Tendrían que probar mis combinados!
            No obstante, logrado el súmmum en el cóctel me quedé aún más vacío. No lograba concentrarme en la lectura de Proust, y, aún peor, el pulso me temblaba tanto que hube de aparcar el montaje del DeLorean que compré por internet. Ni siquiera (para colmo de los colmos) Ingmar Bergman o Rebecca colmaban mis crepúsculos sombríos.
            Para más inri, por esos días llegó al Centro de Salud una postal de Matías, enviada desde una playa hawaiana (encima el gilipollas se jactaba de haber robado la tarjeta); entonces, de modo fulminante, me alcanzó una nueva crisis.
            La causa ya la habrán adivinado: envidia pura y dura. Envida cochina.
            A excepción de mi tía Encarnación —hermana de mi padre—, apenas tenía contacto con mi familia más directa: una visita en Nochebuena, dos o tres días en verano y se acabó. Mis progenitores, amén de ser unos perfectos mentecatos (siempre sospeché que tanta tele acabaría sorbiéndoles los sesos), se dedicaban a hacer la vida imposible a Encarna. Envidiaban su cultura, su dominio del francés, su carrera de Bilógicas, sus vacaciones de funcionaria (antes de jubilarse), su independencia, su pensión bien ganada, su casa del pueblo y su chalet en primera línea de playa. Mi hermana, medio sorda a causa de una meningitis en la infancia, tampoco les iba a la zaga.
            Desde que dejé el seno materno y me busqué las habichuelas, mi tía se convirtió en confidente y anclaje familiar. Nos veíamos de vez en cuando: yo llevaba alguno de mis cócteles y, entre vasito y vasito, poníamos a caer de un burro a Mendel y sus leyes, y al resto de parientes. Sin embargo, a diferencia de mí, que soy como una piedra (o al menos eso creía), mi tía, más sensiblera, supuraba un punto de zozobra al verse sola y atacada. Bien es cierto que yo tampoco estaba para tirar cohetes, y a fin de animarla un poco, decidí darle una sorpresa. Coincidiendo con la Semana Micológica —mi tía es una amante de las setas—, y aprovechando el puente novembrino, alquilé una casa rural en Navaluenga (Ávila) con la idea de pasar juntos el largo fin de semana.
            A las tres menos diez salí de la consulta echando chispas, subí al coche y pasé a recoger a mi tía Encarna. La autovía vomitaba tantos vehículos que sufrimos las etapas consabidas, a saber: tráfico denso, retención parcial, retención total, y atasco kilométrico. Por suerte, su charla siempre culta palió en parte la espera. Horas más tarde dejamos atrás la urbe y sus horarios y, tras un tiempo sin reloj, nos plantamos al fin en la sierra.
            Instalados ya en la rústica vivienda, prendimos lumbre en la chimenea, también rústica. Con las brasas a punto, pusimos la parrilla con la carne y aguardamos con la boca salivando sin cesar. Luego, en tanto metíamos mano al chuletón y la panceta, cayó una botella de un magnífico Ribera.
            A la mañana siguiente despertamos frescos cual lechugas. Pese al frío del otoño ya tardío, el día era brillante y luminoso, de modo que decidimos estirar las piernas y salir a caminar. Siempre precavida, mi tía trajo las botas de montaña, los bastones y un forro polar. Yo me las compuse con un palo y un anorak sobreviviente a mi lejana juventud.
            Ascendimos por una cuesta empinada que devino en senderillo terroso y empedrado. Al fin, metidos de lleno en un bosque de robles y castaños —algunos paseantes se afanaban recogiendo el erizado fruto seco como si no hubiera un mañana—, nos fuimos alejando del trasiego pueblerino.
            Como ya he referido anteriormente, mi tía es gran aficionada a toda clase de hongos. Y allí, en aquel monte frondoso, merced a los chubascos de las últimas semanas, los había a centenares. Boletus, amanitas, lepiotas, níscalos… No quiero aburrirles con detalles, baste decir que Encarnación estaba en su salsa.
            Lamento, eso sí, no ser capaz de repetir punto por punto la clase magistral que recibí de mi pariente aquel radiante amanecer. Ay, mi memoria ya no es lo que era; y además, dadas las circunstancias actuales, me cuesta pensar con claridad… En cualquier caso, a lo largo de la charla se abordaron toda clase de detalles: tipos de sombrero, pie, himenóforo, velos, carne, esporada, hábitat y, por supuesto, comestibilidad. Aquí y allá, Encarna descubría un llamativo ejemplar, se agachaba sobre el lecho de hojas muertas y profería un gritito de alegría semejante al de una hiena.
            En resumen, yo acarreé la cestita (poco más podía aportar teniendo en cuenta mi mayúscula ignorancia micológica) y mi tía la navaja, el saber y la pericia. Arramblamos con una buena cantidad de setas, mas tampoco nos lazamos a degüello. Encarna, siempre respetuosa con el medio (cuando veía basura en el camino, amén de recogerla, lanzaba toda clase de exabruptos), optó por una variada muestra de setas y evitó con ojo diestro las muscarias, cicutas verdes y otras variedades tóxicas que festoneaban el umbroso sotobosque.  
            Al cabo protestaron nuestras tripas y nos dimos media vuelta. Enfilamos la pendiente de bajada pero, en lugar de regresar por la pista, nos lanzamos cerro abajo. De cuando en cuando nos veíamos obligados a sortear los pedruscos gigantescos que, salpicando el bosque caducifolio, evocaban animales de otras eras. Y en esto aulló mi tía:
            —¡Oh là là, mon cher neveu! ¡La flor y nata de las setas! ¡Un corrillo de Agaricus Caesareus! —Y navaja en mano, se lanzó como una flecha al punto señalado.
            De entrada no le hice ni caso (a fe de ser sinceros, a esas alturas ya estaba hasta el gorro de tanta laminilla, tanto fenómeno de oxidación, tanto latinajo y tanto tecnicismo). Pero ella siguió a lo suyo: puesta en cuclillas, arqueando el espinazo con una agilidad más que notable, escudriñó los agáricos cual zorro, jabalí o meles meles. Resignado, me aproximé con la cestita. Sin embargo, el rictus de mi tía, lejos de alegría, apareaba pasmo y desconcierto. Temí que aquello se alargara; me moría por un cuenco de patatas revolconas.
            —¿Qué ocurre tía? ¿No tenemos ya bastante?—pregunté por preguntar.
            —Esto es muy extraño, Santi… —miraba y remiraba la bióloga estrujándose los sesos—. Podrían ser oronjas, pero el naranja del sombrero tira más a cereza que a melocotón. Y estas pintintas del sombrero no me cuadran… No obstante, está claro que no es una muscaria.
            —Entonces, ¿es venenosa o no?
            —Yo diría que es comestible…  
            Aquello era un callejón sin salida, así que tomé la iniciativa.
            —Anda tía, no le des más vueltas. Toma; échalas en esta bolsa aparte, y así las puedes estudiar cuando llegues a casa.
            —¡Brillante idea, cher neveu!
            Semejante decisión, tan azarosa e inocente, cambió nuestras vidas.

             La rutina ambulatoria me absorbió completamente. Hasta aquí todo normal. Pero una mañana, entre hipertensiones, rinorreas y diabetes, recibí una llamada urgente de mi tía. Me excusé ante el director arguyendo que se trataba de un caso de vida o muerte, pero éste, engreído hasta la náusea, más papista que el Papa, puso el grito en el cielo y denegó mi petición.
            Como es fácil suponer, me cagué en todos sus muertos.
            A esa hora en que la siesta, el culebrón y las tertulias vocingleras confluyen en el tiempo y el espacio, arribé al piso de mi tía. Cuando ésta abrió la puerta, por poco caigo desplomado. Tal susto me causó su aspecto lívido, sus rulos en el pelo, su bata años sesenta, su agitación y sus pupilas de opiómano.
            —¡Pero tía!, ¿qué te pasa? ¿Te has quedado sin Limovan?
            —Shhh, ¡déjate de fármacos y escucha! —Me hizo sentar en el sofá. Tragué saliva y rumié un diagnóstico en mi mente. Entretanto, Encarna fue un momento a la cocina. Durante su breve ausencia, me acerqué a la licorera, cogí una copa y la medié con pacharán. Al punto, mi tía regresó con Merlín (su gato persa) asido bajo un brazo y lo dejó a continuación sobre el parqué; seguidamente, clavando su mirada en mis ojos, espetó—: ¿Te acuerdas, cher neveu, de aquellas amanitas que encontramos de chiripa en Navaluenga?
            Asentí sin parpadear. Ya barruntaba lo peor…
            —No te imaginas los dolores de cabeza que me ha dado este ejemplar. Las últimas semanas apenas de dormido en busca de respuestas…
            «Pobre tía. Quizá sea un principio de demencia».
            —¿Y…? —inquirí. La pregunta sonó de lo más impertinente.
            —¡Aguarda y verás, sobrino de poca fe! —Se alejó por el pasillo y la vi entrar en la salita, su espacio destinado a la lectura; al cabo retornó con unos folios en la mano. —Yo estaba a punto de protestar, pero, tras apurar un tercer campano de pacharán empecé a sentir curiosidad. Prosiguió Encarna—: Me he recorrido todas las librerías de viejo, Santiago; hasta en las alcantarillas me conocen, de tanto preguntar. No di con el libro que buscaba y, como última esperanza, rastreé en la Biblioteca Nacional —sus ojos refulgieron picarones—. Ya me conoces, Santi, por algo tengo fama de terca. Pero el que la sigue la consigue, cher neveu. La semana pasada cayó en mis manos un manuscrito del año catapún —arqueé las cejas sin dar crédito a la falta de rigor. Encarna soltó una carcajada—. Que es broma, hombre. Está fechado en el siglo X, y es uno de los tratados micológicos más antiguos que se conocen. Una joya anónima. Aunque mi latín está un poco oxidado, traduje el capítulo titulado Magicae Fungorum —y me alargó a renglón seguido el par de hojas.
            A todo esto, Merlín no paraba quieto un segundo, perseguía toda suerte de insectos y roedores invisibles, como si padeciera un cuadro mixto de acatisia y ofuscación sensorial.
            —Lee y entenderás —remachó mi tía.

            Como espíritu pragmático, fui poco receptivo. Sin embargo, el salteado de ajos tiernos y amanitas sensitivus —así bautizó Encarna la seta de marras— estaba muy sabroso. Escaso, pero sabroso. Mi escepticismo duró lo que tardé en hacer la digestión.
            Aquella botánica anónima del siglo X (estoy seguro de que fue una gran mujer) tenía toda la razón. En los bosques hispanos hubo antaño, y, por increíble que parezca, hay todavía, vástagos del Reino Fungi, setas que la estudiosa —o bruja blanca— llamó «hongos mágicos».
            Los efectos alcaloides de las setas, una vez metabolizadas por el organismo humano o animal, eran ciertamente portentosos, y podrían resumirse en una frase: «potenciación descomunal de los sentidos, sin excluir ninguno de ellos». De ahí que mi tía racionara los agáricos al máximo.
            Excuso decir que aquella droga fabulosa nos abrió un mundo vasto e infinito de placeres sensitivos. De hecho, no creo exagerado decir que, de la noche a la mañana, nos convertimos en una raza de superhéroes con poderes especiales: super-vista, super-olfato, super-oído, super-gusto y hasta super-tacto. La pega residía en dos cuestiones: una, el efecto duraba sólo unos días; y dos, el ramillete de amanitas disminuía (mi tía las conservaba en paquetitos congelados). Ambos confiábamos en hallar más ejemplares al año siguiente, tal vez en el mismo punto. Pero ¿y si escaseaban? ¿Y si no llovía suficiente o alguien por error nos las birlaba?
            Intentamos cultivarlas, pero aquello fue un fiasco. Las condenadas no brotaban lejos del bosque.
            Tras darle vueltas y más vueltas, convencí a Encarnación para cubrirnos las espaldas por si acaso. Y nos lanzamos de cabeza a toda suerte de casinos clandestinos. Sólo jugábamos a las cartas, ya que el triunfo era seguro. Con la dosis justa de hongos, podíamos ver los naipes ajenos y hasta oír los pensamientos más internos.
            Conclusión, nos forramos. Nuestras cuentas engrosaban cada día. La fortuna nos sonreía. Ganamos tanta pasta que, al cabo de unos meses, dejé el piso y la aburrida medicina. Compramos un palacio en mitad de un Parque Natural, y allí vivimos como marajás.
            Pero la envidia no descansa nunca, señoras y señores. Mis padres se olieron el tomate y enviaron a mi hermana Margarita a espiarnos. En un acto tan vil como mezquino, suspendida la secuela del hongo, la hipoacúsica se las compuso para seducir al portero (dos tetas tiran más que dos carretas) y juntos instalaron un micrófono oculto en el piso de mi tía. Total, que mis padres descubrieron el pastel y se armó la de San Quintín.
            Segregando envidia por todos los poros del cuerpo, mis padres y mi hermana nos exigieron su trozo de tarta. Nos chantajearon del modo más cruel, amenazando, bien con hacer público el secreto, bien con prender fuego a los montes abulenses (tiendo a pensar que esta última iba de farol).
            Por supuesto, de entrada nos negamos en rotundo. Sin embargo, mi padre nos dio un ultimátum. La cosa iba en serio.
            Llegó el otoño. Y en este tira y afloja andábamos cuando se me encendió al fin la bombilla.
            —Oye tía, ¿y si cedemos y les damos gato por liebre?
            El centelleo en las pupilas de Encarna fue terrible, tan despiadado que casi me asustó.
            —¡Brillante idea, cher neveu! Llama a esa panda de cabrones y proponles una cena familiar. —Acarició las vitrinas donde guardaba sus queridas colecciones y extrajo un frasco de muscarias; con tono plañidero, añadió—. Qué lástima, Santiago, estará incompleta por un tiempo. Menos mal que en unos días repondremos nuestra «galería de letales».

            El plan era perfecto. Pero el ama de llaves, corroída por la envidia hacia nosotros, denunció el triple asesinato.
            Ahora me llaman parricida.

           



1 comentario:

  1. Me encanta el humor que destila tu relato y también "las verdades" que subyacen...Emma

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