La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 15 de junio de 2014

Viejas Cartas, por CONCHA CASAS.




Cuando cogí aquel libro, no  podía imaginarme que entre sus páginas aparecería como en un naufragio, los restos de un pasado que algún lejano día fue  mi presente.
 En un papel,  ya amarillo por el paso del tiempo, se dibujaba una letra masculina que me resultó muy familiar, tremendamente familiar.
Comenzaba así:  “en Madrid, con viento y frío, mucho frío”, la emoción trepó hasta mis ojos sorprendidos por una lágrima furtiva, “lanzo un fugaz rayo invisible que se posa tranquilamente a tus pies, así quiero que te lleguen estas letras, rápidas y  llenas de la paz, que el solo pronunciar tu nombre y verlo escrito, producen en mi”
Había recibido esa carta hacía treinta años, entonces acababa de cumplir los 16 y el amor había entrado en mi vida con la fuerza arrolladora de todos los elementos y con el agravante de que al ser el primero, aún desconocía que habría más y que contrariamente a lo que escriben los poetas, serían tan maravillosos y por desgracia tan efímeros como ese.
Pero ya digo, entonces no lo sabía, entonces lo creía eterno y solo el dolor de la ausencia del que era mi amado, era comparable en intensidad al amor mismo.
“A pesar de tu ausencia te siento tan cerca, que a veces pienso que habitas en mi, no es que piense en ti, es que estás dentro de mí, como las dos caras de un folio, que aunque estén separadas y sean opuestas, no pueden existir la una sin la otra, así te percibo y así me dueles...”.
Sonreí mientras mis ojos seguían deslizándose por esas líneas. “Te quiero tanto que desearía inventar palabras nuevas con las que poder decírtelo, porque no encuentro ninguna capaz de abarcar el sentimiento que me desborda...”
Esa carta me la había enviado Pedro, intenté pensar en él, en su cara, en sus gestos... Pero ninguno de estos recuerdos acudía a mi mente, solo una foto. Recordaba una foto suya. ¡Que curioso me resultaba aquello! Era incapaz de visualizar al que un día fue dueño de mi corazón, no recordaba su voz, ni sus maneras, ni tan siquiera algo característico de él. Solo el recuerdo de aquella vieja foto guardada en algún álbum. La había visto mil veces, cada vez que la nostalgia me llevaba a sacar aquellas viejas estampas de tiempos pasados, pero curiosamente jamás reparé en ella. Solo ahora que sus palabras volvían a mí, aquella imagen fija, sonriéndome eternamente, cobraba sentido.
Nunca había vuelto a verlo. Ni siquiera recuerdo exactamente la duración de aquel amor que creímos eterno y único, puede que un año, o quizás algo más... no lo podría afirmar con certeza.
Curiosamente reaparecía ahora en mi vida y lo hacía desde las hojas de “Cien años de soledad”. No había vuelto a leer la maravillosa novela, que nos descubrió el fantástico mundo de Macondo, desde que alguien me la regaló precisamente al cumplir los 16 años. Por  eso estaría allí, seguramente recibí esa carta mientras la leía.
¡Que curioso...! y aparecía ahora precisamente, ahora que yo tenía casi la mitad de los años que dan título a la novela y que al leerlo, a mis lejanos 16, se me  antojaron  una eternidad.
Paradójicamente recordaba más el contenido del libro, que la esencia del que fue mi primer amor y curiosamente sentí que aquel que un día fue mi mundo, era un poco como el primer  Macondo, un mundo tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.
¿Qué sabíamos del amor entonces? Y curiosamente aquella carta, aquellas palabras nacidas en el corazón de un joven de veinte años, eran tan antiguas como el mundo, llenas de la sabiduría del corazón de la humanidad.
Y pensé que todos los momentos y todos nosotros, somos el mismo repetido. Con una salvedad, al escribirlos se hacen eternos, como eterno será para siempre el coronel Aureliano Buendía y como eterna será la definición con la que su hermano José Arcadio, le intentó describir los pormenores de los mecanismos del amor: Es como un temblor de tierra   
Seguí leyendo la carta de la que fui inspiradora hacía ya tanto tiempo” gran amiga eres de mi corazón y en él permanecerás para siempre, porque es tu esencia quien lo hace latir, nada tendría sentido sin ti y esta separación me duele tanto, que incluso he llegado a venerar mi dolor, porque es él quien da sentido a esta existencia lejos de ti, ya que me recuerda en cada momento que existes”.
Me sentía mimetizada por ella y a la vez por el libro en el que la había encontrado y de pronto el contenido de una y otro, se mezclaron y juntos se hicieron polvo y fueron arrastrados por el viento de la memoria, porque aquella joven de 16 años había muerto hacía mucho tiempo y porque lo escrito en esa carta, al igual que  los pergaminos que Aureliano Babilonia intentó descifrar, era irrepetible desde siempre y para siempre, porque su perdida juventud no tendría una segunda oportunidad sobre la tierra.
                                                                                                     


                                                                                                       

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