I. El testimonio
Sé
que el fuego acabará conmigo, pero el dolor no me asusta. Voy a morir como un
hereje, pero mi interior no alberga herejía alguna. Escapé en el último momento
de la mano aniquiladora de los fundamentalistas de una religión para ser
arrastrado a la muerte de manos de los integristas de otra. Todo en nombre de
dios, de un único dios… ¿Y a dios –sea cual sea su nombre– cómo podría
molestarle aquello que albergo y por lo que vivo? No me asusta el dolor, me
asusta perder, dejar caer en el olvido lo que durante toda mi vida he ido
guardando. No me asusta el dolor, pero tengo miedo a las llamas, y
sinceramente, no es hora de mentiras ni flaquezas, me son indiferentes las
manos que prendan la hoguera y al dios que sirvan… Lo que realmente me aterra
es no poder legar todo aquello por lo que he vivido, para lo que he vivido.
Soy hijo de un rey de reyes y
pasé toda mi juventud en un palacio. Nunca me faltaron mimos ni cuidados, manos
que me acariciasen y miradas con los mejores ojos, nunca, hasta que aquel
enviado de dios, aquel que se llamaba ulema, convenció al gran visir Yaqub Abu
Amir Muhammad al-Mansur para que el fundamentalismo se impusiese como norma en
el califato y las hogueras comenzasen a transformar en cenizas, cenizas de las
que no podrá resurgir ninguna ave mágica, aquello que fuere tildado de
herejía, sin más pruebas que el juicio fanático de un dictador insensible.
Aún siento los cuidados con que,
en el alcázar califal, me trataba el eunuco Talid, a mí y a todos los que
compartíamos vivienda y vivencias en los aposentos, plenos de sabiduría, de
aquel palacio. Siento también las curas sobre mi piel y lo que bajo ella
encierra mi cuerpo de las que fueran mis parteras Fatima y Lubna, que jamás se
olvidaron de mí mientras vivieron. Luego llegaron las desgracias y la
persecución, el fuego terrible, para unos purificador, para mí aniquilador sin
razón ni excusa.
Ya había sido señalado para
ocupar mi sitio en el cadalso, para sucumbir arrollado por las flamas, todo
estaba a punto para mi muerte, mi desaparición definitiva, cuando apareció
aquel soldado de piel oscura y mirada dulce, aquel africano que me miró con
devoción y me apretó contra su pecho, llevándome consigo a lugar salvo, bajo
unas montañas de nieve perpetua cuyo nombre evocaba al sol, Sulayr, a una
ciudad llamada Hadirat Ylbira, donde fui feliz mucho tiempo antes de
trasladarme a la recién creada medina de Garnata, donde he residido hasta
ahora.
Ahora los servidores de otro
dios tornan a juzgarme hereje. Ya sí que siento la hoguera certera y cercana,
preparada para mi condena. Hoy al ulema le llaman cardenal. Uno, al que los
suyos respetan como un gran hombre, que se ceba en los indefensos para
condenarlos a un fin sin retorno, privando a las postreras generaciones del
saber, de la experiencia, del mensaje vital que almacena el tiempo en cada
cuerpo y que hace que todo sea más comprensible si acercamos lo dicho, lo
vivido, lo pensado, lo experimentado de unas generaciones a las otras. Sé que
todos, mis compañeros de infortunio y yo, somos inocentes, pero nadie nos ha
dejado defendernos y ya llega el final ineluctable… Es el fuego envolviendo mi
cuerpo y ya van dejando de quedarme palabras… Es el fin.
El califa al-Hakan II, hijo del
gran Abd al-Rahman III, fundó en la capital del califato de al-Andalus,
Córdoba, la biblioteca más importante de la Europa medieval, que muchos han
comparado con la de Alejandría. La pasión del monarca por las artes, la literatura,
las ciencias y la filosofía de la época, le hizo reunir la impresionante
cantidad de cuatrocientos mil volúmenes.
La
biblioteca se situaba en el alcázar real y la dirección y conservación corría a
cargo del eunuco Talid, para el que trabajaba un conjunto de funcionarios,
eruditos, copistas, destacando entre éstos dos mujeres, Fatima y Lubna, también
existían miniaturistas e iluminadores. El califa, incluso, mantenía copistas
destacados en la ciudad de Bagdad para que le reprodujeran obras que para el mundo
occidental eran desconocidas.
Al-Hakan falleció de hemiplejía
en el año 974 de la era vulgaris, le sucedió su hijo Hisham,
de once años, quien dejó todo el poder en manos de su gran visir –hayib–
Almanzor. Éste, en 977, se dejó llevar por la presión de los ulemas más
intolerantes, quienes arrasaron las joyas de la biblioteca: “Todos los libros o
hablan del Sagrado Corán o están en contra de Él, por lo que, salvo el libro
sagrado, todos son innecesarios”. Éste era el trascendental argumento de la
irrevocable sentencia.
Pero no todos los ejemplares
fenecieron bajo el maléfico ardor de las llamas. Un soldado bereber de la
guardia personal del hayib observó uno entre los montones apilados, era de una
bellísima encuadernación con adornos geométricos y letras cúficas andaluzas repujados
en oro en las cubiertas de cuero de ternero. Lo escondió entre sus ropas.
Cuando su bandera, al mando del
general Zawi ibn Zirí, quien luego fundara el Reino de Granada, se trasladó a
la cora de Elvira, el soldado portó el volumen consigo, que fue heredado como
una joya familiar de padre a hijo, hasta acabar morando en la biblioteca de la
universidad, madrasa, nazarí.
En 1.499, cuando la ciudad de
Granada y su reino formaban ya parte de la Corona de Castilla, y el fanático
cardenal Cisneros ordenaba la quema de los libros escritos en caracteres árabes
en la plaza de Bib-Ramla, nada ni nadie pudo impedir que esta vez el fuego
acabase con el libro y con todo aquello que guardaba entre sus páginas… Eran
los versos de un poeta, los versos del califa al-Hakan, que nunca podremos leer
ni escuchar.
Este califa utilizó el
sobrenombre de al-Mustansir Bi-l-Lah, el que busca la ayuda victoriosa de dios,
pero en nombre de dios fue derrotado lo más maravilloso de su obra.
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