Para
él no resultaba extraño moverse en la oscuridad. No es que fuese nictálope,
pero los paseos a los que su abuelo le acostumbró, desde muy pequeño,
recorriendo las estancias casi en la oscuridad más absoluta, le habían
conferido un conocimiento preciso de cada rincón del viejo caserón colonial en
el que habitaba desde hacía no más de 3 años. La música de fondo acompasaba el
repiqueteo de la lluvia en los alféizares de las ventanas. Así, mientras su
madre sobaba las teclas del piano, el niño se entretenía poniendo a prueba su
instinto aventurero. La luz que se escapaba por entre los goznes de la puerta
de la biblioteca arrojaban sombras que para su imaginación convertían el
abigarrado pasillo en un lugar mágico. Al aproximarse en sigilo, el crujir de
una de las vetustas tablas delató su presencia. Al otro lado del vano, el viejo
Whipple, con voz hosca, pronunció su nombre:
― Howard, ¿eres tú?. Pasa, anda, pasa.
El
tono imperativo le dejó estupefacto por un momento, pero a continuación, como
un resorte, empujaba la hoja lo suficiente como para que su pequeño cuerpo
pudiese franquear el umbral. Sobre la labrada mesa, la luz del quinqué mostraba
el encorvado corpachón de su abuelo afanado en su afición principal. No menos
de 2.000 libros atestaban los nutridos anaqueles, volúmenes comprimidos o
apilados, lomos gastados por el uso, tejuelos con caligrafías muy diversas. Mientras se
aproximaba, su reflejo en un pequeño espejo le recordó cuanto odiaba aquellos
bucles dorados en su cabeza, de los que se había quejado amargamente a su
madre, sin éxito. Permaneció inmóvil esperando alguna reprimenda de su
ascendiente, que durante un tiempo pareció ignorarle. Aprovechó para echar un
vistazo al libro que yacía sobre el escritorio. Era de hojas gruesas y
macilentas, de bordes desgastados. Una serie de extraños símbolos salpicaban
las páginas, y la mayoría de las palabras que pudo leer le resultaban extrañas,
atropelladas de consonantes y con una extraña grafía. Por fin su abuelo se
volvió hacia él.
―
Supongo que
Susie te enseñó a leer, ¿verdad? ― inquirió. El niño
simplemente asintió con la cabeza. Efectivamente, a base de repetir “Las mil y
una noches”, Howard aprendió a leer con sólo tres años. Luego siguieron los
cuentos de los hermanos Grimm y otros textos propios de su edad.
― Todavía no estás preparado
para este ― le dijo mientras cerraba el tomo de golpe. El
sonido retumbó por toda la sala, y coincidió con el estruendo de un trueno no
muy lejano, provocando al tiempo que la llama del quinqué bailara
desacompasada, al borde de la extinción, lo cual dio al hecho, tan vulgar, una
macabra envoltura fantasmagórica. A continuación, el anciano sacó una pequeña
llave de un bolsillo, y de forma que no pudo advertir con nitidez, la introdujo
en algún orificio bajo el tablero, abriéndose una estrecha cajonera, en la que
hizo un hueco, apartando otros libros, y dejó caer el ominoso ejemplar.
Por aquel entonces, la
figura de su abuelo se presentaba bastante distante, siendo la única masculina
que, de alguna forma, suplía la de un padre, Winfield, al que ya apenas
recordaba y nadie mencionaba. Tampoco, por aquel entonces, sabía que Whipple
era un miembro prominente de una antigua sociedad masónica de Nueva Inglaterra.
Su poblado bigote de morsa ocultaba unos labios que pronunciaron la siguiente
frase:
― Supongo que en más de una
ocasión te habrás preguntado qué extrañas leyes obedecen los movimientos de las
luces que, noche tras noche, pueblan la gran cúpula celestial, ¿no es así? ―.
Una vez más, la
mudez del niño fue su respuesta, cosa que no importó a su abuelo, decidido a
buscar un texto apropiado para no iniciados. La abuela Robie era una gran
aficionada a la Astronomía, por lo que no le fue difícil encontrar un compendio
del tema. Puso en sus manos el “Tratado de Astronomía elemental”, forrado en curtida
piel de tono oscuro. Fue el primero de una larga lista de libros que, uno tras
otro, fue devorando, unas veces en compañía, las más en completa soledad, en
aquel lugar que, desde ese momento, se convirtió en una especie de santuario.
* * *
El
crudo invierno dejó paso a una esplendorosa primavera, que se prolongó hasta
las primeras semanas del estío. Mientras Whipple se encargaba de los caballos
en el cobertizo, sus hijas se dedicaban a distintos quehaceres. Susie
acompañaba a Lilian mientras esta daba los últimos retoques a su más reciente
composición pictórica, de nuevo la fuente, cuyos chorros formaban un pequeño
arco iris, que ella trataba de retratar con toda la minuciosidad y paciencia
que podía. La más joven de las hermanas, Annie, deambulaba por el huerto,
absorta con su último folletín novelesco.
A todo esto, el pequeño
Howard permanecía oculto, en lo alto de la buhardilla, entregado al ansia
incontenible de conocimiento. Prefirió proseguir con sus lecturas sobre
mitología clásica, fábulas y leyendas a corretear por el barrio con otros niños
de su edad. De hecho, no sería hasta años más tarde cuando trabara amistad con
los hermanos Munroe, y de aquellos vínculos empezara a socializarse de verdad.
Pasó la tarde y llegó el
momento de tomarse un refrigerio para soportar los rigores del verano. Tía
Lilian profirió a voz en grito:
― ¡Howie!. Baja. He preparado
limonada.
No hubo respuesta, lo cual
no le extrañó nada. Minutos más tarde, fue su madre la que tuvo que reclamarle
para que finalmente accediera a abandonar su soledad. Nunca pudo contravenir a
su madre.
El niño se plantó bajo los
hastiales del porche. Parecía un sonámbulo, y casi tropieza cuando trataba de
bajar los tres escalones de madera. Su tía Lilian se acercó a él, y rodilla en
tierra, le sujetó firmemente por los hombros. Al contacto, su cuerpo se
estremeció, parecía asustado. Al momento, le interrogó:
―
Pero Howie,
¿qué te pasa, pequeño?. ¿Qué diablos hacías ahí arriba?
―
Miraba por el
ventanal, tía ― respondió entre sollozos.
―
Entonces, ¿a
qué obedece este estado?.
― ¿Es que no lo viste? ―
respondió desconcertado. Su madre se sumo a la conversación, ofreciéndole un
vaso de limonada, al cual el pequeño dio un sorbo.
― ¿Qué teníamos que ver,
Howard? ―. Susie sólo le llamaba Howard cuando estaba
enfadada con él, cosa que últimamente ocurría bastante a menudo, la mayor parte
de las veces sin razón aparente, todo hay que decir.
―
Allí, en el
huerto, a pocos pasos de donde tía Annie se encontraba...
―
¿Otra vez esos
seres que dijiste que te susurraban cuando te perdiste en la gruta hace dos
semanas?. Te he dicho que no me gusta que trates de engañarnos con tus
fantasías. Nos tuviste muy preocupados, podía haberte pasado algo, aquello
estaba muy oscuro y... no quiero pensar
que hubiera pasado si llegas a resbalar y te golpeas en la cabeza. Fuiste un
inconsciente, Howard...
― Seguro que él no lo hizo a
propósito, Susie. ― terció de nuevo Lilian. ―Fue culpa nuestra, el no
conocía el terreno y sólo estaba jugando, ¿verdad, Howie?.
El incidente fue para Howard
tan real como el sol que brillaba cada día al amanecer. Nunca olvidaría la
sensación de “compañía” que vivió durante algunos minutos en las entrañas de
aquella gruta, en las inmediaciones del lago. Las tinieblas parecieron tomar
cuerpo, el silencio se tornó susurro al principio, luego aliento. No estaba
sólo, esas sensaciones no podían haber sido una mera entelequia, un engaño de
sus sentidos.
Volvió a insistir: ―
¿Pero de verdad
no lo habéis visto?.
Las dos hermanas se miraron
resignadas. Ya estaban acostumbradas a las historias fantásticas del infante.
― ¿Qué viste exactamente,
Howie? ― preguntó con voz calmosa Lilian.
―
Ese ser,
pequeño, de mi estatura, más o menos, pero con estrechas pezuñas en lugar de
pies. Se movía despacio, como danzando, y me pareció que asomaban pequeños
cuernos en lo alto de su cabeza. Se aproximaba sigilosamente a Annie, y temí
que la cogiera. Pero no pude gritar para advertirla, no pude. Cuando
pronunciaste mi nombre, sentí como su mirada se posaba en mi, y torció el
gesto, como airado por la oportunidad perdida. Cuando quise darme cuenta, había
desparecido...
De nuevo las hermanas
cruzaron las miradas. Por supuesto, no podían creer ni una palabra de lo que
habían escuchado, pero para Howard era totalmente verídico. Ni siquiera
trataron de calmarlo, de convencerle de que era todo fruto de su desbordada
imaginación. Tía Annie se aproximó al grupo, y sin saber lo que había
acontecido, protectora como siempre se había comportado con el niño, tomó lo
que este portaba en su mano, lo dejó sobre la mesa donde estaban los vasos con
la ya recalentada limonada, y lo abrazó.
Tal vez alguna de ellas
debería haber echado un vistazo a aquel libro que Howard llevaba en sus manos.
Se trataba de un relato de reciente publicación, y que sin duda exacerbó la
fantasía del futuro genio del terror: “El gran dios Pan”, de Arthur Machen.
* * *
Pocos días después del
entierro de Howard, August todavía no podía creer como su amigo les había
abandonado tan pronto. Cuarenta y seis años son una vida muy breve. Y aunque
vividos con intensidad, los fracasos sentimentales, y la misma falta de ánimo
que siempre mostró, unidos a su escasa iniciativa en lo laboral, desidia y
ausencia de compromiso, le convirtieron en un ser mediocre a ojos de los que no
entendían que su mundo, más allá de las simples vicisitudes de los mortales,
moraba en el interior de su mente privilegiada, capaz de crear y recrear toda
una pléyade de seres, cohabitantes en tiempo y espacio con nuestra propia raza,
latentes, expectantes, aguardando su resurgimiento para tomar posesión de lo
que una vez fue suyo.
August consiguió convencer a
Annie para cederle los derechos para publicar los relatos de Howard. Algunos ya
habían aparecido a lo largo de los últimos años en algunas revistas pulp,
pero su amigo estaba convencido de podrían llegar a un gran público que sabría
apreciar el talento de Howard, aunque fuese de forma póstuma.
Así que, una parte importante
del material que su sobrino almacenaba en casa fue mandado a un librero local,
para su tasación, y los manuscritos y su copiosa correspondencia serían
entregados a August para su recopilación. En esa tarea se encontraban. Varias
pilas de viejos libros se agolpaban en el suelo de la librería. Ejemplares
únicos de obras de Poe, historias de detectives, diccionarios, atlas, clásicos
ilustrados por Doré... Howard guardó durante años una selección de sus libros
más queridos, sin duda los que más impacto le causaron de aquellos que leyó de
niño en la biblioteca de su abuelo. August se movía con torpeza, cogiendo al
azar distintos textos. En uno de estos movimientos, una torre de polvorientos
tomos cayó al suelo. Mientras los recogía uno a uno, fue a dar con un ejemplar
con tapas en piel casi ennegrecida, que parecía haberse desencuadernado. Al
asirlo, vio en su portada que se trataba de un antiquísimo tratado de
astronomía, cosa que llamó su atención, pues sabía de la fascinación de Howard
por esta materia, que le había llevado a escribir numeroso artículos y
colaborar con revistas especializadas. Pero la sorpresa fue mayúscula cuando al
abrir el libro, en lugar de constelaciones aparecieron extraños signos,
conjuros en una lengua que no acertaba a distinguir. Retrocedió páginas
tratando de buscar un título, un índice que arrojara luz sobre su contenido.
Cuando se dio cuenta de que en realidad se trataba de un libro dentro de las
tapas de otro libro, recordó aquella historia que una vez le contó su amigo, de
cómo heredó la llave que, según sus propias palabras, “le abrió las puertas a
otros mundos”. El libro que tenía en sus manos era el “NECRONOMICÓN”.
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