Aunque se había acostado a la hora de siempre, Adolfo casi no pudo dormir. Se había desvelado a eso de las cuatro de la madrugada y tardó en recuperar el sueño; sin embargo, este ya no fue profundo, sino una especie de duermevela, una de esas situaciones en que, tras no parar de dar vueltas en la cama, uno no está ni despierto ni dormido. Son instantes en que se nos vienen a la cabeza imágenes confusas, absurdas. En un momento dado, le pareció encontrarse en la azotea de la casa en que vivía con sus padres y sus hermanas. Miraba hacia arriba y veía un cielo crepuscular, lleno de nubes, pero unas nubes deshilachadas y fantasmales; no de esas que se aglomeran unas con otras, grises, cargadas de agua... Un frente nuboso, una frente nublada... Morena nube salada...
Recordaba ─o
creía recordar─ que, cuando era
pequeño, llovía con mayor frecuencia. Ya recién llegado el otoño, la tierra
olía a humedad, y su madre, Antonia, le endosaba, día sí y día no, las botas de
agua y la gabardina azul oscuro. Le quedaba grande, sí; no obstante, a ningún
otro niño se le ocurría reírse de él, ya que todos las llevaban grandes y
“destartaladas”.
A pesar de ser todavía muy temprano,
Adolfo se levantó.
Siempre cuidadoso, se afeitó despacio,
de abajo a arriba, a contrapelo, como le había enseñado su padre; seguidamente,
desayunó escuchando la radio pequeña a pilas. Tomó la camisa y el pantalón que
había planchado la tarde anterior, colgados ambos de una percha en la puerta de
la salita, y se vistió en el cuarto. No recordaba en qué momento exacto había
subido al trastero el espejo de cuerpo entero, pero tenía claro que fue poco
después de la muerte de su mujer. Era ovalado, con marco de madera labrada.
Aunque pesaba y el ascensor no llegaba al trastero, no quería seguir teniéndolo
en el dormitorio. María, que se hacía su propia ropa, se miraba en él con
frecuencia: de frente, de lado, con la mano en la cadera, ligeramente de
espaldas...
Te haces realidad
cada mañana,
cuando contemplas tu otro
yo
hecho de sonrisas y
miradas...
Desde que lo trasladó, Adolfo,
hombre pulcro, tenía que conformarse con el espejo rectangular del baño, cuyo
azogue había empezado a deteriorarse en los bordes por la humedad, triste
ventana sin postigos ni cortinas ─si bien se
veían reflejadas las de la ducha, blancas y con ramilletes─.
Hasta las dos no empezaría la comida
en el salón reservado del restaurante, junto a la sede de la Compañía. A
la una y media iría a recogerlo Cristóbal, el hijo del gerente. A Adolfo no le
gustaba conducir. Esperó en una silla de la salita a que el muchacho llamara al
portero. Desde que estaba solo, era raro que se sentara en el sofá o en alguno
de los sillones. A veces se sentía un extraño en su propia casa, como un vecino
tímido de visita obligada deseando marcharse.
Cristóbal fue puntual. Durante el
trayecto hablaron poco. No tenían mucha confianza. En todos estos años, Adolfo
no había trabado una relación demasiado profunda con nadie. Por ello, se
sorprendió de veras al encontrarse allí a algunos jóvenes de la oficina. Bueno,
al fin y al cabo era un hombre pacífico; no se metía con nadie ni había tenido
nunca problemas con otros compañeros... Aunque la verdad es que él sí
menospreciaba un poco a los de menor edad. Se fijaba en su letra al pasar junto
a las mesas repartiendo el correo cada mañana: una letra ilegible en
comparación con la suya, derecha y picuda. “Quien bien escribe, lee dos veces”,
como decía don Sebastián, su profesor de latín. Seguro que no eran capaces de
recitar ningún poema aprendido en el colegio, y mucho menos en latín... Esta
juventud...
Durante la comida, ocupó el asiento
entre la directora general y el gerente. Se cruzaron frases de cortesía: el
tiempo, las patatas poco hechas, el paso de los años... No sabía manejar los
cubiertos “como es debido”. Eso le producía incomodidad y azoramiento. Echaba
de menos a su esposa: ella sí hablaba algo más que él en tales ocasiones. Pensó
en los versos que le dejaba a María bajo la servilleta el día de su
aniversario, de su santo... Lo hacía desde que eran novios.
Tras el breve discurso de la
directora, le tocó el turno a él. Agradecimientos y alguna anécdota. Aquel año
de 19... ─¿tanto tiempo ha pasado ya?─ hubo unas pruebas para seleccionar personal.
“Fui el número trece, pero peor hubiera sido que hubiese sacado el catorce...”
Un trabajo seguro, una gran empresa. “Quien a buen árbol se arrima...” Risas y
toses. Cuántas veces se había escuchado a sí mismo contar las mismas historias.
Cuando mencionó a los compañeros que habían fallecido, hubo sonrisas
embarazosas y miradas perdidas al papel pintado de las paredes o a los platos
medio vacíos. Al final, aplausos discretos, cordiales, secos.
Toda la vida dedicada a la Compañía...
Y al final, una paga extra y una placa. Cuando se jubiló su compañero Alberto
Peláez, aún regalaban una insignia de plata para el ojal; pero Adolfo había
supuesto que, al no llevar ya traje tanta gente como antes, se consideraría una costumbre desfasada. Seguían
las palmadas en la espalda, eso sí.
En pocas ocasiones se había sentido
protagonista en su vida. Esta vez no había sido una excepción.
Después del café y de las breves y
obligadas despedidas, Cristóbal lo dejó en casa. Estaba cansado. “La lechuga da
gases”, le decía siempre su mujer antes de ponerse enferma. Antes de acostarse
le vinieron a la cabeza las noches en vela sentado un sillón rígido en la fría
habitación del hospital. Lágrimas. Fue duro, pero al final ella descansó… En
fin. Mañana será otro día. Un día más. Un día menos...
Sembraré de rosas
tus mañanas,
recordarte, pensarte
y recrearte,
por si pudieras salir de la ceniza
y renacer entre mis brazos...
Precioso, me ha emocionado.
ResponderEliminarLa soledad es una compañera que a nadie sustituye. Triste sentirse solo cuando más se necedita.
ResponderEliminarProfundo y sencillo. Muy emotivo.
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