La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

sábado, 13 de agosto de 2022

TRACTORES, por Manuel Lozano Tébar.

 


«No es tan difícil», me digo. «Son grandotes, con ruedas, sirven para cultivar y se llaman tractores. Tampoco pido nada del otro mundo».

Aunque el vendedor, el mismo con quien llevo casi media hora discutiendo y que ya es el cuarto con el que hablo —en tres concesionarios diferentes, además— parece verlo de un modo bien distinto a como yo lo veo. Al igual que los anteriores comerciales con quienes he tratado y hasta el punto de hacerme pensar que conseguir uno de esos aparatos, hoy en día imprescindibles para lo que quiero, resulta misión imposible.

La consecuencia —una china más en el zapato y que ni de lejos es la única— es que vuelve a tambalearse aquella ilusión tantas veces acariciada por mí de ganarme la vida en el campo. De ser agricultor, dicho así con todas las letras y con un deje muy particular en el tono con que empleo el término; el orgullo inevitable que viene de acordarme del abuelo Ramón y de reconocer la estirpe de la que provengo.

«Complicado sin un tractor», alcanzo a concluir mientras abandono el concesionario con la desolación golpeando en la mollera. Al tiempo de lanzar un vistazo cargado de envidia a la nutrida maquinaria expuesta en la sala de ventas y que se me representa tan nueva y reluciente como absolutamente imposible.

Lo peor de todo, más doloroso aún que la negativa, es la mirada condescendiente. El tono entre la pena y la incredulidad con el que todos ellos —desde el primer vendedor hasta el último— se han dirigido a mí nada más entrar por la puerta y expresar mi deseo de comprar un tractor.

Un gesto que yo, las cosas como son, conozco algo más que bien a estas alturas. Al que comienzo a acostumbrarme muy a mi pesar y por mucho que me duela como bien pocas cosas en esta vida. Tal vez por ser el mismo gesto con el que me obsequiaron en su día mis padres cuando después de armarme de todo el valor del mundo les hice partícipes de mis inquietudes.

—¿Agricultor tú? ¡Venga ya!

Todavía lo recuerdo como si hubieran pasado apenas horas. Lacerante hasta el extremo y desde luego nada sencillo. Como si acabase de proferir la mayor barbaridad del mundo con aquellas palabras o hubiese cometido una atroz herejía al manifestar mi deseo.

A partir de ahí, y eso también lo tengo bien grabado en la memoria, sudé tinta por barriles hasta convencerles a ellos —a todo el entorno familiar para ser exactos— de que no era ningún capricho tonto ni locura alguna el deseo de ganarme las habichuelas trabajando en el campo. Del mismo modo, y así lo dije mil veces por entonces, en que lo hicieron mis abuelos. A base de cultivar aquellos mismos bancales en los que ellos se deslomaron para sacar adelante a la prole y que todavía permanecían en manos de nuestra familia. Allí, entre Benalúa y Huélamo, abandonados y sin que surjan compradores interesados pese a tener el cartel de «se vende» colocado en la linde desde que murió el abuelo.

Supongo que para mis progenitores, que vivieron durante su infancia la dureza del trabajo en la tierra y huyeron jóvenes a la ciudad en busca de un futuro más amable, la idea de que uno de sus hijos pudiese volver al campo no podía ser comprendida sino como un notable retroceso. Más todavía en mi caso.

Sobra decir que no fue tampoco pequeño el esfuerzo desplegado por ellos para convencerme de su propia postura. De que lo mejor para mí era seguir con mis estudios —lidiaba yo por entonces con un grado superior en Administración y Finanzas que terminé apenas meses después— y buscar un hueco laboral que proporcionase más seguridades de las que al fin y al cabo podía ofrecer el campo a alguien como yo. Y que ya habría tiempo después para ir al pueblo cuanto me apeteciera. De paseo y por gusto, claro está, cuando tuviese el riñón bien cubierto, como dijo siempre mi madre.

Aquel pulso entre voluntades opuestas duró casi un año. Cerca de doce meses de tiras y aflojas, de días de cabreo y de intercambio de argumentos en los que más de una vez, llevados por la pasión que genera el preocuparse por lo que nos es muy querido, estuvimos ambas partes a punto de cruzar con nuestras afirmaciones alguna de esas líneas rojas que tienen luego complicado retorno. Hasta que terminaron por ceder finalmente ellos. Admitiendo un buen día y para mi sorpresa que mi propuesta podía ser tan válido como cualquier otra opción.

Sospecho además que si finalmente dieron su brazo a torcer mis padres, si terminaron por aceptar que no era cuestión pasajera aquella inquietud mía que tan sorprendente les resultaba, no fue tanto por la insistencia que puse en convencerles sino por el secreto anhelo que siempre albergaron ellos acerca de que el tiempo y las dificultades terminasen por disipar aquellas intenciones mías.

Dificultades como la del tractor, por ejemplo.

Y que no es una cuestión económica, por mucho que este tipo de enseres resulten caros hasta decir basta.

Supongo que estará escrita en algún lugar arcano la imposibilidad de cumplir con ese sueño tantas veces acariciado por mí. Y que tendrán seguramente razón todos aquellos que tantas veces han apartado la mirada al saber de mis intenciones —incapaces de confesarme su opinión— o quienes directamente han dicho que no. Los que han sostenido abiertamente que no era para mí el camino de la tierra.

Por mi parte, seguiré soñando con ello. A pesar de las dificultades para encontrar un tractor.

Uno adaptado, claro. Que se pueda manejar con la misma facilidad con la que muevo esta silla de ruedas que siempre me acompaña desde que tengo recuerdos. Grandote, con ruedas… nada del otro mundo.

LAZOS DE CÁÑAMO, por Juan Carlos Pérez López.

 



Verano de 1915.

―Poneos más juntos, que no se quede ninguno fuera de la foto. Y sonreír, que se os ve mustios.

*

Ahora que soy viejo, no sabría decir si aquella mueca que puse pudo interpretarla como una sonrisa aquel fotógrafo que apareció por el pueblo sin que nadie lo llamase, y que pagó a padre unas perras gordas para fotografiarnos mientras faenábamos con el cáñamo en el muladar de la casa. Entonces, el hombre quitó la tapa del objetivo de la cámara, dispuesto como estaba para atrapar en las oscuras entrañas de aquel cajón de madera, elevado sobre un trípode, un instante de nuestras vidas que habría de quedar grabado por vida en una cartulina, pero de igual manera en nuestros corazones de, como uno de esos recuerdos familiares que, anudados con lazos de cáñamo, bien podríamos llevarnos a la eternidad como un preciado tesoro.

 Por más que contemplé el retrato ―nos regaló una copia que fue a parar a lo alto del aparador de la casa―, nunca supe con certeza si me estaba aguantando las ganas de orinar, o si con el mohín que puse, que ni de lejos se parecía a una sonrisa sincera, trataba de amortajar para la posteridad las penurias que estábamos pasando, todo el santo día las tripas gruñendo. Lo que sí recuerdo con nitidez es que por entonces no teníamos motivos para sonreír. A la escuela rural asistimos lo justo para que don Braulio nos enseñase a escribir y leer torpemente, y para que a base de palmetazos aprendiésemos las cuatro reglas, que fuimos olvidando porque el laboreo del campo nos impedía practicarlas. Éramos pobres de solemnidad. Nuestra ocupación desde el alba al anochecer era trabajar como mulas. Para subsistir, yo iba a menudo con mis hermanos mayores a recolectar cáñamo. Me encargaba de trabar los manojos, que luego machacábamos en el corral de casa, usando una gramadora rudimentaria que padre construyó con unos troncos de madera. Mis hermanas lavaban el cáñamo ya machacado, tras lo cual lo ponían a secar al sereno para después espiellarlo y sacar las mañas con las que mis hermanos pequeños y madre hilaban en la aspadera las fibras de cáñamo, con las que hacían las madejas utilizando la devanadera. Esa labor era rutinaria. Matábamos las horas haciendo bramante y trenzando la fibra de cáñamo para hacer cuerdas de pita, sogas y maromas, que padre vendía al mejor postor por la comarca, un mal negocio pues el tremendo trabajo que hacíamos no se correspondía con las pocas perras que él sacaba, algunas de las cuales se gastaba en vino en la taberna, alimentado su alcoholismo y dejando vacías nuestras tripas

Aquel retrato que nos hicimos inmortalizó la última reunión de la familia al completo. Porque por la noche, cuando en casa solo se escuchaban ronquidos y respiraciones profundas, Emeterio, el segundo de los varones, mi hermano predilecto, escapó por la ventana, perdiéndose en la espesa negrura de la madrugada carente de luna y estrellas.

―No pienso quedarme en estas tierras que están sembradas de miseria. Mira mis manos: están hechas misto por culpa del cáñamo. Hasta la boca me sabe a cáñamo. Todo huele a cáñamo. Ya no aguanto más en esta casa. En marzo me voy a la Argentina en este barco ―me enseñó una estampa―. Ahora iré a Barcelona, aunque sea andando. Un amigo que conocí en el cuartel me ha prometido que su padre va a conseguirme un puesto como mozo de carga; primero en el puerto y después en las bodegas del barco; así me costearé el pasaje ―me dijo mientras preparaba el hato―. No llores, hombre; cuando haga fortuna volveré para llevarte conmigo.

―Pero yo me quiero ir contigo ahora.

―Ahora no puedes. Además, y si se hunde el barco… ¿Qué pasa si se hunde el barco? Antes tendrías que aprender a nadar, ¿no crees? Sin saber nadar… Ni hablar de venirte conmigo. Aprovecha este tiempo para aprender a nadar.

Cierto; yo no sabía nadar. A Emeterio le gustaba burlarse de mí cuando íbamos a bañarnos a las cristalinas pozas del río, porque yo solo me metía hasta la altura del ombligo; ni un milímetro más arriba.

―Venga, chiquillo, acércate y no seas cagueta. Vamos, yo te enseño a nadar. No voy a dejar que te ahogues. ―Me decía, consiguiendo que me saliese del agua llorando.

No me daba miedo ahogarme. Me daba terror que las truchas me mordisqueasen. Pero él ya no podía enseñarme a nadar. Y no hubo más fotos en familia. Porque la maldita guerra de Marruecos ―mi hermano mayor perdió la vida en ella―, el cólera, la gripe española y otras muchas desgracias se encargaron de que eso no volviese a ocurrir. De Emeterio no volvimos a tener una sola noticia. Yo guardaba como oro en paño la estampita que me regaló, con el dibujo en colores del barco en el que se iba a enrolar rumbo a Argentina: el vapor Príncipe de Asturias. A los pocos meses de su escapada llegaron noticias al pueblo de que aquel buque había naufragado cerca de las costas brasileñas durante la madrugada del 5 de marzo de 1916, tras colisionar con una barrera de arrecifes.

Nunca mencioné a nadie que Emeterio podría ir a bordo de aquel navío que se fue a pique. Porque yo albergaba la convicción de que mi hermano ―que sabía nadar muy bien― volvería para llevarme con él.

Pasé mucho tiempo esperando su regreso. Imaginaba a mi hermano predilecto apareciendo por la puerta de casa, Emeterio convertido en todo un señor, vestido como un dandi. Y lo hizo algunas décadas después, ya convertido en uno de esos hombres de fortuna que fueron llamados indianos. Pero yo ya no estaba para que pudiese llevarme con él. Porque era tanta el ansia que tenía de irme con mi hermano cuando viniese a recogerme, que unos años antes me ahogué en el río tratando de aprender a nadar yo solo.

A TRAVÉS DE LA VENTANA, por Eva María Baos Ruiz.

 


La tarde avanza con su cortejo de luces y neblinas coronando de reflejos dorados los campos, sembrando de sombras frescas la fértil tierra morisca. Mujeres de todas las edades, sentadas en sillas bajas de enea frente a las puertas de sus casas o formando corrillos en los patios interiores. Concentradas en sus labores, las encajeras hacen bailar los bolillos: vueltas y entrecruzamientos imposibles sobre la almohadilla, cantan coplas populares al ritmo del concierto producido al chocar entre ellos los palillos de madera de olivo. Y bajo el último destello del día, el eco de sus voces se confunde con el rumor de las eras, el balido del ganado, el canto de las cigarras en los olivos, el arrullo de las tórtolas en la húmeda espesura, y el clamor de las carretas cargadas de grano que gimen al rozar sus llantas secas en el polvoriento camino de vuelta a casa.

Amalia, tras los gruesos muros encalados de la vieja casa, observa a un grupo de encajeras a través de la ventana que da a la plaza. Hoy no las acompaña como otras veces, hay muchas cosas que hacer en casa. Nota que ya no tiene la energía de antaño. Suspira melancólica mientras contempla su propio reflejo en el cristal. El paso del tiempo le ha dejado huella en forma de pequeños pliegues alrededor de los ojos cansados y hebras de plata en su cabello castaño. Los últimos rayos de sol de la tarde invitan a las encajeras a recogerse, algunas preparan ya los bolillos para el día siguiente. Amalia las mira con respeto, para ella y otras muchas mujeres aquel arte no es un entretenimiento. Sabe bien de lo que habla, aprendió el oficio de encajera de su abuela. Viuda desde muy joven, armada de destreza y paciencia infinita a partes iguales, había conseguido ganarse la vida dignamente y sacar a su hija adelante gracias a sus encajes.

“Todo es girar y cruzar, no es tan difícil'', le decía a su hija: “El bolillo de la derecha monta sobre el de la izquierda y se gira en esa misma dirección”. Pero sí era difícil hacer lo que ella hacía. La niña pronto perdió el interés por aprender la técnica, y dejó bien claro que lo que ella quería era ser maestra. A la madre todo sacrificio por su hija le parecía poco e hizo lo imposible para ayudarla a cumplir su sueño.

Cuando la niña sacó la oposición, se fue a vivir a Madrid. Al principio volvía al pueblo cada fin de semana cargada de regalos, cariño y atenciones. Más tarde visitaba a su madre una vez al mes, pronto empezaron las largas ausencias y la soledad a Amalia empezó a pesarle también en cumpleaños y aniversarios. Se vio a ella misma sentada a la mesa con la  cena preparada volviendo la mirada hacia la puerta en cada crujir de la madera creyendo que era ella que por fin llegaba. Y se vio dormida en el sofá mientras los platos aguardaban a un comensal que no llegaba nunca. Y a la mañana siguiente, una carta y una disculpa y un regalo por otra ausencia que prometía ser la última.

Los sueños de la infancia habían huido llevándose con ellos primero a su marido y más tarde también a su hija. Sacude la cabeza en un intento de ahuyentar estos pensamientos, hacía días que una nueva ilusión consigue que se levante al alba: ha recibido una carta de su hija que promete visitarla para el domingo que es el día grande, la culminación de las fiestas en honor a la Virgen. Lamenta durante un largo rato que no fuera ya el día siguiente: “Aunque sacudas con todas tus fuerzas el reloj de arena, cada grano caerá a su tiempo”, se dice así misma. Y pensando en esto se queda dormida.

Un tímido amanecer alza su vuelo silencioso y se esparce sobre la sierra granadina. Los primeros rayos de la aurora dibujan las cumbres de Sierra Nevada. Amalia se ovilla perezosamente bajo las cálidas sábanas: sabe que su hija no es madrugadora y no llegará a casa antes del mediodía. No tiene prisa por levantarse y se queda en la cama hasta que el sol está bien alto. El repique de la aldaba golpeando la puerta la sobresalta. Se cubre con una bata y baja al primer piso mientras se pregunta quién sería el que llamaba con tanta insistencia un domingo tan temprano. Recortado a contraluz y sin uniforme, le cuesta reconocer el perfil que se dibuja bajo el dintel de la puerta. Tratando de contener el corazón desbocado, Amalia clava la vista en la carta que le tiende el cartero. “Dicen en el pueblo que su hija debe quererla mucho, señora Amalia, le escribe muy a menudo y le manda muchos regalos. En esta pone urgente en el sobre y pensé que era mejor no esperar a mañana para entregársela”. Amalia no responde a estas palabras. “Hace un más de un año que no viene a verme”, deseó haberle confesado, pero en su lugar lo mira a los ojos tristemente incapaz de articular palabra. Amalia contiene el aliento y las lágrimas.

La luna asomaba ya su níveo rostro por encima de las nubes impaciente por vestir de magia la noche. Después de cuatro horas de andadura, la Virgen vuelve a su camarín. En medio de la plaza, la banda de música tocaba en un tablado. Vendedores ambulantes pregonaban helados, barquillos y gaseosas. La luz de las farolas vestidas de fiesta y algarabía se refleja en un ventanal que da a la plaza; al otro lado de la reja, ajena al trasiego de gentes, Amalia canta a la Virgen del Rosario y su voz se va extinguiendo apagada, vencida, lenta como un suspiro, una súplica vacilante, un desvalido anhelo que pide a la Virgen que le traiga a su hija de vuelta. Sobre la mesa del salón, una carta sin abrir espera junto a otra comida que se ha quedado fría.

CALAFELL, por Cecilia Vila Torra.

 


Aquí me tienes, tomando el sol sin protección. Condenada y empotrada a la pseudo-arena; sustraída de una cantera, por la mano del hombre, sin corazón y sin razón. Quizás algún día, ya se encuentra a la vuelta de la esquina, dicha pedrera se volverá inerte con tales extracciones. Estas, inmunes, contribuyen a la degradación del entorno. La piedra, la muelen a palos como diría mi abuela y luego, reconvertida en pseudo-arena, la esparcen por encima de la playa.  La costa se ha quedado huérfana de arena autóctona. El presente es un simple espejismo de la arenilla de antaño. No obstante, da el pego. El turista, con su habitual rutina, seguirá engrosando las arcas de “don dinero”.

 Era demasiada bonita e idílica la playa virgen de Calafell. Aquel espacio olvidado de los años sesenta. Alguien se hizo el loco cuerdo para que no se edificara. Sus dunas generaban arena natural y finísima. El litoral convivía con una vegetación mediterránea:  la azucena de mar, la oruga marítima y la barrilla borde.

Pero la borrachera constructora volvió otra vez. La marabunta de los años ochenta sepultó la mitad de la costa. El cemento desterró el vergel y las dunas. Todo el mundo hizo oídos sordos a Neptuno. Mientras afilaba el tridente, vomitaba un espumoso abecedario a los descerebrados terrestres: ¡Oh humanos! ¡Pereceréis en las garras de vuestra propia incultura! ¡El frenesí de esta hecatombe sembrará pan para hoy y hambre para mañana!

 Pero “don dinero” se reía del dios del mar y agigantaba su ego y sus cuentas bancarias, hasta hoy.

¡Ya ha llegado el hambre!

La playa llora por la deserción de su arena. Sus lágrimas se han vuelto dulzonas. La salinidad a penas se nota. El mar ha devorado la costa, sin querer. Los humanos han hecho caso omiso a las advertencias de Neptuno. El planeta se ha ido recalentando con la destrucción masiva de todos los recursos naturales. Aun así, “don dinero” sigue y sigue. ¡Que no cunda el pánico! Vamos a destrozar lo que nos queda. Para eso tenemos una cantera a media hora de la playa. Fabricamos pseudo-arena y la vertemos en la costa de Calafell. Problema resuelto.

¿Pero…, cómo…?

Por suerte la cordura aflora en algunas mentes.  Los ecologistas imponen al consistorio vallar una parte de la costa, para regenerar la arena. Entonces la brigada del ayuntamiento se echa a la calle. Crea un espacio protegido a base de estacas y cuerdas. Esperando a que el ojo humano se resista al vicio de pisotearlo.

¡Bravo!

No obstante, yo, formo parte de esta valla. Soy una de las estacas y me codeo, a diestra y siniestra con el resto de la empalizada.  El sol me cruje. Un día fui madera verdadera. Pero me arrebataron del bosque sin mi consentimiento. La arboleda era mi vecindario. El canto de los pájaros me daba los buenos días. Asistía a las carreras de los conejos y los ciervos. Y, la seda del musgo me masajeaba las raíces. Recibía la energía de la savia, muy sabia ella, me nutria.

 Y qué presente adolezco… Majestuoso parezco. Formo y reformo la playa. ¡Ya se desmaya!  ¿A qué precio?

Al precio de estar expuesta a los caprichos del ser humano y a sus continuas desavenencias con Neptuno, dios del mar, con Júpiter, dios de los cielos y con Gea, la madre tierra, por la playa de Calafell.

AMPOLLAS, por Manuel Ruiz Campaña.

 


La calima de las últimas jornadas hacía que el campo oliera a vegetación seca, pero la lluvia caída hoy, poco después del amanecer, aún se evapora, ascendiendo hacia la atmósfera e impregnando al monte de un profundo olor a verde intenso. El aparente movimiento con el que los arbustos que salpican la ladera se acercan y me rodean, acosándome, intensifica los aromas. Si las hojas pudieran oler, captarían el tufo de mi sudoración torrencial, que el sol, ahora en su mediodía, seca en mi ropa en cuanto paro un momento.

Vigilo; ahora el terreno que piso, mientras desciendo por la abrupta pendiente con pasos inciertos; ahora el fondo del valle, esperando vislumbrar de una vez la línea de asfalto que ha de alejarme de este infierno en las alturas. A veces, creo oír crujidos a mi espalda e imagino a las rocas que he dejado atrás, las mismas sobre las que me he apoyado para darme un respiro, arrancando los basamentos que las unen eternamente a la montaña y rodando hacia mí. En cuanto giro la cabeza y poso mis ojos sobre ellas, se detienen. Cuando miro de nuevo al valle el bosque bajo el que se esconde mi camino a casa parece más lejano.

Hago un alto y miro alrededor, a una lejanía que se antoja infinita, aferrado a la esperanza de encontrar alguna novedad en este entorno ardiente. Cada vez que he variado el rumbo me he asomado a un abismo. Los únicos vestigios humanos que puedo divisar son dos núcleos de población pequeños y blancos. Situados en puntos opuestos de la rosa de los vientos, se acurrucan entre los montes circundantes, rodeados de una bruma brillante que los derrite.

El calor intenso eleva, desde los intersticios de terreno que dejan libres las piedras, un vapor seco, sofocante, que huele a alacranes y lombrices de tierra. En cada grieta, bajo cada piedra, imagino los ojos de las bestias. Cientos de pupilas verticales, que observan mis movimientos torpes e inseguros. Intento no pensar que, tras el ocaso, emergerán de las oquedades que ahora las albergan, acrecentadas en tamaño, desatados sus apetitos y sus malas intenciones. El canto de miles de cigarras reverbera en mi cabeza sin descanso, deformando mis oídos, donde ahora es el tic-tac de un gigantesco reloj en el que, en lugar de avanzar las horas, se reprodujera una cuenta atrás.

A falta de árboles, tan distantes, busco en el cielo alguna nube a la que implorarle que oculte al sol, pero, como un rebaño de ovejas a la espera de ser esquiladas, están todas al otro lado del firmamento, congregadas alrededor de la cima más alta y remota. De vez en cuando, una corriente de aire, tibia y exigua, desciende la ladera y apenas refresca mi espalda, silbando en mis oídos, suavemente, como si el vértice pétreo que abandoné hace ya tanto susurrara por mi regreso.

Sin tiempo ni entidad para producir siquiera el más mínimo alivio, las últimas gotas de la cantimplora se evaporaron en cuanto tocaron mi lengua. Sacudo el recipiente sobre la boca abierta, pero su interior ya se ha secado. De repente, un relámpago rasga el cielo, súbitamente oscurecido. Las nubes que rendían pleitesía a la montaña más alta están ahora sobre mí. Tras un estruendo, comienza a llover. Los arbustos y las rocas retroceden, las bestias del campo se escabullen. En medio del éxtasis, un torrente me arrastra colina abajo y, considerado, me abandona al borde del camino. Con la urgencia de quien retorna de la peor pesadilla, abro mis ojos.

Bajo el sol que nunca se fue, unas sombras negras, aladas, aceleran su giro, conforme mi aliento decae y mi sangre se espesa.

DOS PUEBLOS, por José María Molas Tresserras.

 


Eran dos pueblos vecinos y rivales. Cercanos, con historias compartidas, cultivaban casi lo mismo, tenían parecidas poblaciones y estaban en el mismo contexto geográfico; pero eran diferentes.  Los dos pueblos estaban en las proximidades de un pequeño río que regaba los campos de cultivo, estaban bien comunicados con una carretera local que les acercaba a la capital donde tenían los servicios necesarios que no podían tener todavía en su pueblo.  Hablamos de Villaciencia y Villasanta. Ambos pueblos tenían similares relaciones con la administración, pero eran distintos. Villaciencia crecía en población, crecía en riqueza, y cada vez atraía a más visitantes al pueblo, mientras que Villasanta, con las mismas condiciones estratégicas, que decían los analistas, se estaba estancando peligrosamente, perdía población. Los jóvenes se iban y apenas tenía turistas.

            ¿Qué razones habría para advertir la diferencia creciente entre ambos pueblos?, se preguntaba la gente del lugar que veía que algo pasaba en Villasanta que no funcionaba bien. ¿Será por culpa del alcalde, que no sabemos bien a qué se dedica?,¿Será por la virgencita, patrona del pueblo?, que no era la pobre muy agraciada, hay que decirlo también… La lotería tampoco había funcionado hasta ahora, dejaba muchos gastos en las gentes del lugar. Eso sí, en los dos pueblos iba igual.

            Pasado el tiempo, y observando de cerca ambos pueblos, se podía analizar qué pequeñas diferencias empezaban a ver y como iban cada vez a ser mayores. Vino un médico de la capital, a Villaciencia, haría unos diez años, y se dio cuenta de que había muchos casos de diarrea en la población, erupciones en la piel y otras enfermedades que requerían tratamiento y, a veces, había que hospitalizar a los pacientes por algún tumor que otro. El médico se llamaba Pedro Solitario. El apellido le pegaba, pues era un hombre reflexivo, sabio y con buen talante. Las gentes del lugar le llamaban Don Pedro, y le apreciaban cada día más. El médico analizó las actividades agrícolas principales de los trabajadores, que utilizaban sistemas antiguos de fumigación, por lo que echaban productos tóxicos a las malas hierbas, lo llamaban Glifosato, y no llevaban a veces la protección adecuada. Se preocupó Pedro de hablar con el alcalde, y convocar una reunión de vecinos en la casa del pueblo que era el ayuntamiento. Allí, empezó a asustar a la gente diciendo que:  o cambiaban de sistema de trabajo en los cultivos pronto, o iban a enfermar todos. Tras una larga reunión y debate la gente se dio cuenta de que tenían un problema, y que había que hacer algún cambio. La situación no podía seguir así. Ya decía el abuelo del pueblo, Melchor: ”al médico hacedle caso, que ese sabe”, y añadió con la sabiduría que dan los años: ”La ciencia hace avanzar a los pueblos, la política nos divide y la religión nos entretiene”. Y terminó apuntillando: “Si nosotros no defendemos al pueblo, ¿quién lo hará?”.

            También se dio cuenta el médico, que la población de labradores estaba muy envejecida. Los jóvenes se iban del pueblo y nadie tenía interés en seguir labrando. Entonces se preguntó Pedro: ¿de qué va a vivir esta gente, si no hay quien cultive los campos, ni se benefician de la buena tierra y las buenas aguas que rodean al pueblo?. ¿Quién se va a aprovechar de los conocimientos tradicionales de siembra de las leguminosas, de la recogida de los almendros, y demás frutales?. Entonces, gracias a la buena relación que tenía con el alcalde, Jesús Valiente, se consiguió dar un curso de verano para jóvenes relacionado con la nueva agricultura biodinámica y regenerativa. Vinieron expertos labradores de otra provincia y explicaron en un curso gratuito, la teoría y las aplicaciones de la nueva agricultura, que aunque así se llamara, tenía mucho que ver con antiguas prácticas abandonadas. También se aprovechó para realizar encuentros, en los ratos de tiempo libre, con los agricultores mayores del pueblo, buscar nuevos fertilizantes e ir abandonando los productos químicos y tóxicos que tanto daño estaban causando. Casualmente en aquellos años, llegó un grupo de emigrantes sudamericanos, y algunos de Sudán, que tenían experiencia laboral agrícola, y estaban deseosos de poder trabajar y ver crecer las plantas y el alimento en el campo. Al año siguiente, tres jóvenes de los que habían realizado el curso, quisieron dedicarse a trabajar y cultivar la tierra. Pidieron juntar unas fanegas de tierra, arrendarlas y cultivar arándanos y plantas aromáticas que eran nuevas en el lugar.

            Las noticias van que vuelan, y en Villasanta se enteraron de la movida de sus vecinos, pero no hicieron caso, estaban muy entretenidos con las tareas de preparación de los cultos, las fiestas del pueblo, y el cuidado de la virgencita. El cura del pueblo los tenía a todos ocupados con los rituales litúrgicos. Que si la Semana Santa, el Adviento, la Navidad... Todo el año tenían procesiones y cultos que practicar. Había que restaurar la iglesia, decía el cura, que le faltaba una mano de pintura y otras reformas. Luego había que hacer colectas para tener un patrón en condiciones, y hacían campañas todo el año para encargar a un escultor de la capital una nueva escultura para llamar la atención a los posibles turistas. Así fue pasando el tiempo. Villasanta estaba entretenida con sus viejas costumbres: cuidando imágenes, restaurando la iglesia a la que siempre le faltaba algo. Y es que era lo que siempre se había hecho; eran las costumbres del lugar, y la gente así se justificaba y pasaba el rato.

            En cambio, en Villaciencia, vieron cómo los primeros jóvenes que empezaron con unas pocas tierras, ya tenían maquinaria más moderna y habían ampliado sus campos de cultivo. Cuando llegaba el tiempo de cosecha, se juntaban con jóvenes de otros pueblos, recogían la fruta y luego celebraban una fiesta. En mayo cosechaban habas y guisantes, en junio las patatas que eran muy apreciadas. En septiembre recogían las almendras y era motivo de fiesta para todo el pueblo. Además, los jóvenes intercambian conocimientos y experiencias con los mayores del lugar. En el pueblo habían sembrado muchos árboles. La sombra de los árboles atraía a muchos visitantes en el tórrido y largo verano. Pasados unos años, Don Pedro se marchó, pero dejó una huella imborrable en la población.

AQUELLA MAÑANA DE SÁBADO, por Jacinto Collado Cañas.

 


(Relato inspirado en el cuento: “El libro talonario” de Pedro Antonio de Alarcón)

 

Aquella mañana de sábado, como siempre que venían a visitar a su hija a Madrid, no sabía muy bien lo que hacer. Así que decidió acompañar a su mujer y a su hija a ese enorme supermercado tan limpio y aséptico al que solía ir ella, hecha a las costumbres de la capital. Eso de comprar en distintas tiendas pequeñas quedaba ya muy lejano.

Pero ese día, el tío Buscabeatas (apodo por el que era conocido en Villanueva - su pueblo natal, del nordeste de Granada-), quedó totalmente absorto por un azaroso detalle: allí, frente a él, estaban Cachigordeta, Rebolanda, Barrigona y algunas calabazas más que con tanto mimo había cultivado en esos calurosos meses de verano, y que, no sin mucho regomeyo, había accedido vender a “Fulano”, el intermediario. Tantas buenas razones, penurias y excusas le confió, que accedió a dejárselas algo más baratas de lo que había pensado. Sin embargo, ahora las tenía allí delante, y se vendían por un precio diez veces superior al dinero que había recibido.

Las lágrimas estaban a punto de brotarle de los ojos. Sus preciadas creaciones también parecían mirarlo entristecidas, y entonces, cayendo de rodillas frente a ellas y reclinando la cabeza contra el pecho, entrelazadas sus dos manos sobre la nuca, dejó escapar un profundo sollozo y dio rienda suelta al llanto.

Una señora casi lo arrolla con el carro de la compra, ya que iba empujándolo sin mirar. Fue el hijo de esta quien acudió a levantarlo, pero el tío Buscabeatas parecía una masa inerte clavada en el suelo. Su esposa y su hija, atareadas con la compra, lo habían perdido de vista y no se habían dado cuenta de lo ocurrido. Enseguida otra señora comunicó el suceso a una reponedora. Acudieron varios empleados e intentaron hablar con él, pero nada. Nadie podía sacarlo de su estado de abatimiento total. Poco a poco se fue arremolinando gente curiosa alrededor, y el guardia jurado tuvo que poner orden:

-       ¡Hagan el favor de no interrumpir la circulación!, ¡despejen el pasillo!

Fue entonces cuando Manuela, su hija, advirtió el revuelo, y al acercarse y ver a su padre arrodillado en el suelo casi se desmaya del sobresalto, pero sobreponiéndose enseguida, se abrió paso entre la gente llegó hasta él. Unos pocos pasos por detrás venía su mujer.

-        ¿Qué pasa, papá? ¿Quieres hacer el favor de levantarte?

-     Nos está mirando todo el mundo, por favor... -añadió su mujer-

Poco a poco fue enderezando la cabeza y, casi murmurando, con la vista fija en el estante de las calabazas, dijo:

-        Son ellas, Manuela, son mi cosecha. ¿No ves cómo me las han robado con males artes y cómo se han burlado de mi?  -Y algo más repuesto añadió- Ahora valen 10 veces más de lo que me pagaron por ellas.

-        Pero papá... las cosas son así, no digas tonterías. ¡Levántate! Haz el favor…

La responsable de la tienda, alertada por el suceso, acudió rápidamente:

-        ¿Qué pasa aquí? ¿Puedo ayudarles en algo?

-        No, no es nada, es mi padre. Dice que esas calabazas las ha cultivado él y que ahora las vendéis diez veces más caras de lo que le pagaron. Siente que le han robado.

-        Lo entiendo Señora, pero... ya sabe... nosotros siempre respetamos los acuerdos comerciales. Todas nuestras operaciones están claras...

-        Ya... pero es llamativo. Bueno, no se preocupe, enseguida levantamos a mi padre y se acabará la FUNCIÓN.  ¡Eh! Papá. - Dijo girando la cabeza hacia el tío Buscabeatas.

Entonces, el hombre, mirando a su esposa que estaba casi tan llorosa como él, hizo un esfuerzo y con la ayuda del guardia jurado, se irguió. Parecía que hubiera envejecido varios años en un solo instante. Parecía que de pronto le hubieran caído sobre los hombros las fatigas, las decepciones, los sueños incumplidos, las injusticias cometidas sobre tantos agricultores que, como él, no iban a poder resistir las nuevas leyes de un mercado cada vez más atroz. Parecía totalmente derrotado.

No quiso mirar nada más. El pasillo de las herramientas, que otras veces le había resultado un refugio frente al aburrimiento que le producían tantas estanterías repletas de productos innecesarios, no tenía la luz ni los colores de siempre. Se dejó llevar, y aunque su hija de vez en cuando, le dirigía una sonrisa tratando de levantarle el ánimo y su esposa no se separaba de él, el tío Buscabeatas solo quería salir de allí lo antes posible.

Estaban ya en la cola de las cajas cuando la responsable de la tienda se les acercó otra vez y les dijo:

-        Perdonen, no se asusten, ¿Podría hablar un momento con ustedes? Es que quiero comentarles algo. Si les parece, acompáñenme al despacho.

Manuela la miró con semblante serio:

-        Pero...

-        No es nada, no se preocupe. Vengan conmigo. Dejaremos el carro aquí, en esta caja vacía. Mi compañera le echará un ojo.

Enseguida llegaron al despacho y, ya solos, la responsable de la tienda les dijo:

-        Verá usted, Señor, me ha impresionado mucho la reacción que ha tenido frente a las calabazas que usted mismo cosechó. Porque... son las suyas, ¿no?

-        Claro que sí. -dijo el tío Buscabeatas y, sacando un arrugado papel del bolsillo, añadió- Aun tengo el albarán de la venta. Puede comprobar que los datos son los mismos que los de las etiquetas de las cajas donde están.

-        Está claro, no se preocupe, -continuó la responsable-. Pues bien, la verdad sea dicha, los clientes que las compran celebran la dulzura y la calidad de sus calabazas y, aunque no tendríamos por qué, lo he consultado con mis superiores y hemos decidido compensarle un tanto el precio tan bajo que recibió por ellas. - Y añadió mostrando una leve sonrisa- Para que “no sienta que le han robado”.

El tío Buscabeatas, su mujer y su hija quedaron perplejos. No sabían que responder. Finalmente dieron las gracias por la justa retribución que recibieron y regresaron a casa bromeando y repletos de alegría.

Aun así, cuando se tranquilizó, el tío Buscabeatas se dijo:

-        Esta historia no tendría que haberse contado. Los agricultores tendríamos que recibir un precio justo por nuestros productos. Si fuera así, nada de esto hubiera ocurrido.