A José Fajardo, que me contó esta historia
Nunca supo el
secreto. El abuelo se murió mientras volvía con el rebaño. Mi padre y yo lo
encontramos tendido en un sestero, sin la boina, muy cerca de la Fuente de la
Parra. Pobre abuelo. Yo creía que dormía. Se estaba tan a gusto a la sombrica
de la encina… Pero no era hora de siesta, y él no se tumbaba boca abajo… Ay, me
pregunto qué cara habría puesto; qué hubiera dicho si supiera la verdad…
Él fue quien vio
las huellas por primera vez.
Me acuerdo como
si fuera ayer. Era un día nublado, de fresco agradable, de esos de abril en que
da gusto madrugar (como no soy camastrón, no me importa levantarme con los
gallos). En cuanto abrí el ojo, me vestí y desayuné. El pan con aceite me supo
a gloria. Antes de salir, para entrar en calorcillo, arrimé el cuerpo a la
lumbre (en casa nunca se apaga).
Luego me puse a
la faena.
Afuera, la hierba
del corral estaba empapada. «Ha chispeao un poquillo esta noche; cuatro gotas
na más», dijo mi padre. Se conoce que dormí como un bendito: ni me enteré.
Como digo, esa
mañana había neblina. El Prao y el Pico, los dos picachos que resguardan
nuestra aldea, ni se veían (y mira que son grandes). Entré en la cuadra a por
la mula, le aferré los serones y embutí los cántaros vacíos. Raro es el día que
no salgo a por agua. Eché a andar hacia la fuente, sin sujetar al animal, pues
ya se sabe de memoria el recorrido, y aunque mula, es bien lista y obediente. Los
almendros estaban en flor. Olía de maravilla, como si metes la nariz en un
tarro de miel. De paso, saqué mi navaja y cogí collejas de un ribazo. Había
para hartarse. A mis padres les encantan. Bueno, y a mí también.
Volvíamos a la
aldea cuando el abuelo me llamó. ¡Vaya susto me llevé! Venía con cara rara, blanco
de más.
—¿Qué pasa,
abuelo?
Se rascó la
calva bajo la boina, así como pensativo. Me preguntó:
—¿Tu padre está
en el huerto?
—Sí. Vamos, a no
ser que le haya dado un apretón.
Se rió, pero
sólo un poco. Se conoce que rumiaba algún problema.
—Dile que lo espero
en Royo Odrea, que quiero que vea una cosa.
—¿Y qué cosa es
esa? ¿Puedo ir yo también?
A veces soy un
poco impulsivo. Lo dije así, de sopetón. Pensé que el abuelo, como estaba tan
serio, iba a echarme un rapapolvo, pero no. En vez de eso, sonrió. Me revolvió
el pelo y dijo:
—Ay, Tomasín,
menudo pieza estás hecho. Anda, lleva el agua a casa y haz lo que te digo,
¡date prisa!
Qué bueno era el
abuelo. Cuánto me acuerdo de él.
Me dejó
acompañarlos. Mi padre refunfuño un poco, pero no se opuso porque obedecía
siempre al abuelo.
Trepamos monte
arriba, y luego descendimos hasta el valle que riega el río Mundo. ¡Las vistas
desde lo alto son preciosas! ¡Las mejores vistas del Mundo, je je…! Por el
camino encontramos un nido de golondrina, de esos que tienen forma de botella. Al
fin llegamos al lugar. Era un sitio de paso. Por allí cruzaba muchas veces el
ganado. En la tierra, había un surco de huellas muy extrañas. Mi boca era una
O.
—¿Tú sabes qué
animal deja estas marcas? —la pregunta, claro está, no iba para mí. Igualito
que mi abuelo, mi padre parecía desconcertado.
—No tengo ni
idea, Virgilio. Es la primera vez que veo una cosa así.
Esas pisadas me
dejaron boquiabierto y amoscado. Eran rarísimas. ¿Qué clase de bestia se
ocultaba en Royo Odrea?
Lo reconozco,
los días siguientes no dormí tan del tirón. Me parece que hasta tuve algunos
sueños de cagarse.
Sería a la
semana más o menos. El domingo por la tarde, mi padre se fue a echar la partida
al bar de Avelino. Entre orujos y cigarros, contó el misterio a sus amigos, por
si alguno podía darle alguna pista. Y fue Lorenzo, el boticario, el que dijo de
ir a verlas.
Y allí que se
plantaron otra vez.
Y al ver
aquellas huellas, Lorenzo voceó:
—¡Coño, Marcelo!
¡Esto no lo ha hecho ningún animal! Estas marcas son de máquina, de ruedas de
automóvil. Vi algunos cuando estuve en Albacete.
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