Nunca supo el secreto de
aquella tierra. Por más que Gonzalo, el capitán, espiara amaneceres, el sol no asomaba y, sin embargo,
la luz surgía del mar y crecía hasta lo insoportable, hasta la incandescencia
última, previa al repentino apagón. Llegaba la noche, súbita como una cortina
negra, pesada y recia. Y sólo entonces comenzaba el ruido.
Al silencio total de la
costa iluminada sucedía el alboroto de mil vivientes inquietos, la algarabía,
el bramido, el chapaleo hueco de cacharros y pisadas.
¿Cómo lo contaría a su señor
rey si algún día salía vivo de esta maldita tierra?
Cierto que abundaba el oro,
que pepitas y granos se apretaban en las arenas rozadas por el mar, que los
frutos crecían copiosos, en especial aquellos encarnados, grandes como
naranjas, de sabor semejante al dátil, fortificantes y gustosos; que manaba
incansable el agua dulce a la entrada de la cueva. Pero el día no era día y la
noche era más que noche, y por mucho que Gonzalo y su gente explorasen en las
horas alumbradas contornos y lejanías, no hallaban a nadie, hombre, bestia o
espectro, que pudiera causar la zarabanda nocturna.
De los doce que arribaron,
sólo quedaban cuatro, porque cada mañana, si “mañana” podía llamarse a
aquello—se contaba un hombre menos, un desaparecido más.
“De las nuevas tierras no
sólo importa el oro –había proclamado el rey--, importa tanto más conocer su
secreto”.
Miró Gonzalo al cielo
ardiente; comprendió los ojos asustados de sus compañeros y, tras ordenarles
hacer acopio de frutas, agua y oro, proclamó antes de embarcar: “Señor Rey, tenga
Vuesa Majestad por el mejor secreto del mundo que nosotros cuatro hayamos
conservado la vida”.
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