Nunca supo el secreto.
Por más que trató de averiguar el
porqué de aquel comportamiento errático de su marido, Rose no consiguió jamás
saberlo.
En un principio, achacó el cambio en
sus hábitos a que se estaba adaptando a su recién estrenada jubilación. Había
pasado de estar todo el santo día, de arriba abajo, realizando el reparto
postal por media ciudad, a disponer de todo el tiempo del mundo para dedicarse
a su gran pasión: la jardinería. Esos primeros meses, tras el merecido retiro,
los pasó remodelando por completo el pequeño jardín que había ido cultivando
durante años frente a su casa, situada en el campo, a escasas millas de la
pequeña población. Colocó la vieja bicicleta, que le había servido de medio de
locomoción, en un lugar prominente, rodeada de coloridas petunias y azucenas.
Colgando del manillar, la gran cartera de piel que le acompañó durante tantos
años, pegada a su espalda. Todo ello bajo la protección de un pequeño soportal,
con tejadillo de pizarra, que la preservaba de las inclemencias del tiempo.
Vivieron apaciblemente, y por fin
pudieron hacer ese viaje que ella tanto tiempo había estado reclamando, hacía
mucho que no viajaban juntos. Aprovecharon su incursión en la costa para
visitar a su hija Mary, que vivía con su marido Jordan al sur de la bahía. A
Rose le hubiese gustado tener nietos, le encantaban los niños. Todavía
recordaba con cariño los años que se dedicó a la docencia en aquel pueblecito
del interior del país, hasta que aquel día agosteño, de vacaciones en la playa,
conoció a Elmer y renunció a todo para estar con él. De no haberlo hecho,
seguramente la distancia que separaba sus domicilios hubiera sido la losa bajo
la que hubiesen enterrado su incipiente relación.
De repente, las prioridades de Elmer
empezaron cambiar. Si bien parecía que durante ese tiempo había perdido apego a
las calles que tanto había pateado durante su vida laboral, una mañana, en
concreto un lunes, bien temprano, con la excusa de ir a comprar unas semillas,
se fue por el camino hasta el cruce, y enfiló la carretera. Lo extraño fue que,
en lugar de subir al autobús ―no volvió a
utilizar su viejo Cadillac desde que tuvo un susto, un breve desvanecimiento, y
se salió de la carretera, sin mayores consecuencias― cogió su vieja
bicicleta, retirándola del florido pedestal, y a pedaladas hizo el trayecto.
Apuró su regreso hasta la hora de la comida, volviendo con las manos vacías. En
esta ocasión, no encontró la variedad de flores que buscaba, le dijo.
Ese mismo ritual lo hizo durante toda
la semana, de lunes a viernes, poniendo cada día una excusa distinta para
justificar su traslado a la ciudad. Elmer nunca
fue un hombre muy elocuente, al contrario, costaba arrancarle una frase. Todo
lo contrario que Rose, tal vez por eso se complementaban tan bien, la una
necesitaba de una audiencia fiel, el otro se alimentaba de las historias que le
contaba. Pero este distanciamiento repentino le creaba a Rose un gran
desasosiego, y así se lo hizo saber a su hija en conversaciones telefónicas, la
cual trató de quitarle importancia.
Esta rutina la
mantuvo a la semana siguiente, así que el miércoles ya no pudo contener más su
curiosidad, y le preguntó abiertamente.
―¿A dónde vas hoy?―
inquirió con tono áspero.
―Necesito alguna
herramienta para el jardín―le respondió Elmer mientras ajustaba la pequeña
canasta a la parte posterior de la bicicleta―. Se me ha roto el rastrillo
pequeño, y los guantes ya están destrozados, toca reponerlos.
―Si quieres te
traigo lo que necesites. Yo también tengo que ir a la ciudad, me he quedado sin
azúcar y quiero hacer ese bizcocho que tanto te gusta― se ofreció, fijando la
mirada directamente en su pupila.
―Oh, vaya...gracias―
respondió Elmer vacilante― pero es que también quisiera hablar con Joe, su hijo
me dijo que se encontraba algo peor. Si quieres, te evito el viaje y lo traigo
yo. ¿Cuánto necesitas?
Minutos mas tarde se
marchó con el dulce encargo, a pesar de que la despensa rebosaba de azúcar,
mientras el amargor recorría la garganta de Rose. No estaba dispuesta a seguir
así, sin respuestas. Quitó la lona del coche y con cierto nerviosismo se
dirigió a la carretera. Cuando llegó al stop del cruce y se detuvo, los rayos
del sol mañanero la deslumbraron por un segundo, pasando al mismo tiempo por su
cabeza la fugaz idea de volver a casa. Era absurdo lo que estaba haciendo,
vigilando a su marido, nunca le había dado razones para desconfiar. El
estridente pitido de una furgoneta que estaba siendo rebasada por un bólido
rojo, justo en ese punto donde todavía la línea era continua, borró este
pensamiento, y finalmente se incorporó a la vía.
Se dedicó a recorrer
con parsimonia las calles. Elmer no se encontraría demasiado lejos de su
bicicleta. Y así fue, la halló atada a una farola, justo en la puerta del
hospital. Parecía que sus miedos eran infundados. Tal y como le había dicho,
Elmer estaría visitando a su amigo Joe ―fueron compañeros de armas décadas
atrás― del que le constaba que sufría una grave dolencia desde hacía tiempo. No
obstante, esperó aparcada a cierta distancia, hasta que vio aparecer a su consorte,
que recogió el velocípedo y se dirigió al centro de la población. Lo siguió, ya
tenía pensada la excusa que le daría si por un casual Elmer identificaba el
vehículo. No fue necesario usarla, a unos pocos metros, frente al Ayuntamiento,
Elmer volvió a poner pie a tierra, y se introdujo en el Consistorio. Sin duda
cambiaría impresiones con Jim, el alcalde, el hijo de Joe.
Aliviada y a la vez
avergonzada por su falta de confianza, decidió aprovechar el viaje para hacer
algunas compras. Se apeó y recorrió la zona comercial. Una hora más tarde, con
sus brazos cargados de bolsas, volvía hacia el coche cuando de nuevo se
encontró con la bicicleta de su marido. Esta vez estaba apoyada en la fachada
de la farmacia. Se acercó a la puerta, le enseñaría a Elmer sus adquisiciones,
y así podrían volver juntos a casa. Pero cuando se aproximó, a través de las
cristaleras pudo ver cómo detrás del mostrador, junto a la entrada de la
rebotica, su marido se fundía en un prolongado y efusivo abrazo con la
farmaceútica.
Ethel, la
farmaceútica. El amor adolescente de Elmer volvía a aparecer en su vida. Rose
conocía su historia, él se la contó una vez que, algo embriagados, al principio
de su relación, confesaron sus vaivenes amorosos. El tronco de uno de los
árboles junto al colegio todavía poseía la marca indeleble de aquel amor
prematuro que Elmer marcó con su navaja. Pero la vida les llevó por derroteros
distintos. Aunque claro, ahora que era viuda, podía volver a llenar su corazón
con los rescoldos que quedaran de su párvulo amor.
Volvió al coche con
los nervios agarrados al estomágo y flojera en las piernas. Casi se deja un
piloto tratando de sacar el Cadillac del aparcamiento, tal era su estado de
nervios.
Para cuando Elmer
volvió ese día a casa, ella ya había conseguido calmarse. No le dijo nada al
respecto, fingió normalidad, y prefirió esperar a ver la excusa que le ponía su
marido al día siguiente para volver a la ciudad. Esta vez no la hubo. Muy
temprano, Elmer se levantó sin hacer ruido, desayunó frugalmente y con cierta
prisa fue al jardín, cortó unas cuantas flores variadas e hizo un colorido
ramillete. Lo dispuso en la cesta y partió de casa a golpe de pedal. Rose lo
miró desde la ventana de la alcoba. Estaba convencida de que ese ramo estaba
destinado a Ethel, pero tenía que estar segura.
El mayor miedo de
Elmer era que Rose sufriera. No soportaba la idea de verla lamentarse, por eso,
cuando le dieron el diagnóstico, optó por no revelárselo. De todas formas, nada
se podía hacer. Según los médicos era ya irreversible, y tan agresivo que era
cuestión de poco tiempo que la metástasis empezara a afectar a órganos vitales,
reduciendo drásticamente su calidad de vida. Por eso su carrera contrarreloj se
centró en dos cosas. Por un lado, despedirse de todos aquellos que le habían
demostrado afecto a lo largo de su vida. Como Ethel, con la que siempre mantuvo
una hermosa amistad desde la infancia. O Joe, que desgraciadamente estaba
pasando por un trance parecido al suyo, y con el que compartió peripecias en la
guerra, salvándose la vida mutuamente en más de una ocasión. Por otro lado,
dejar como legado algo de lo que Rose se sintiera orgullosa.
Pensó Elmer que su
ahijado Jim podría ayudarle con lo que sería su último acto de amor hacia Rose.
Ninguna objeción, al contrario, puso a los empleados municipales a su
disposición para que en tiempo récord pudieran acondicionar el jardín público
junto a la escuela, siguiendo los dictados del cartero. Las flores que portaba
aquel día eran precisamente una muestra de las variedades que Elmer había
proyectado colocar en el macizo central del jardín, el cual llevaría el nombre
de su mujer. Esa era la impronta que pretendía dejar para la posteridad, los
dos grandes amores de su vida, su mujer y la jardinería, en un lugar en el que
todos sus conciudadanos se sintieran rodeados de embriagadores aromas y
belleza.
Pero esa mañana,
cuando Elmer acudió a la consulta del oncólogo, recibió el mayor varapalo de su
vida, incluso mayor que su funesto diagnóstico. Le avisaron para que acudiera a
la sala de urgencias de manera inmediata. Se personó sin saber a que atenerse,
confundido por las caras desencajadas del personal que le acompañó al piso
inferior. Allí le dieron la noticia del fallecimiento de su mujer, no hacía ni
una hora, en accidente de tráfico. Un coche rojo, a toda velocidad, se empotró
con el viejo Cadillac cuando éste se incorporaba a la carretera. Todavía por
determinar las causas, si por excesiva velocidad del uno, o por imprudencia del
otro al haberse saltado la señal de stop. El caso es que Rose no llegaría a ver
la placa con su nombre en el jardín que Elmer le quería regalar, a la vista de
todos, para demostrarle su amor.
Nunca supo que el
motivo por el que Rose estaba ese día en el cruce fueron los celos. Ella murió
sin conocer el secreto de Elmer.
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