Virginia
Morgan había cerrado las ventanas de su casa con el firme propósito de no
volverlas a abrir. Cansada de tanto desatino y sufrimiento, aquel día decidió
poner fin a todo encerrándose de por vida -¡basta!, se había dicho a sí misma
mientras cerraba la puerta de su casa de un portazo rotundo-. Jugueteó un
instante con un colgante que siempre llevaba puesto y al que tenía aprecio, se
tendió en la cama y allí, inmersa en la oscuridad de su habitación quedó
dormida.
Pasadas
varias semanas, unos vecinos dieron la voz de alarma, pues nadie entraba ni
salía desde hacía días. Dentro se escuchaban, sin embargo, llamadas o tonos de teléfono y
extraños sonidos como tintineos de cascabel. Alarmados sus familiares,
finalmente, tomaron cartas en el asunto. La policía sólo encontró esta extraña
nota encima de su cama.
“He
debido perder la razón, enloquecida por este horrible viento que nos azota día
y noche. Las nubes parecen viajar siempre en dirección noreste. El mar se ha
secado de tanto perdurar. Es todo tan extraño. Hemos encontrado dos veleros
encallados en el fondo de arena. Las conchas marinas castañetean como crótalos
y vuelan sonoras hasta ir a estrellarse contra las rocas. Caminamos sin
descanso, capitaneados por un enigmático guerrero coronado de laurel, cabalga a
la cabeza de la gran hilera de supervivientes, junto al rinoceronte sagrado que
porta, todavía, un cáliz de sangre. Un grupo rezagado de amazonas le vigilan
recelosas. Donde antes hubo plancton marino ahora crecen inmensos árboles que
casi tocan el cielo, son los árboles luciérnaga, les llaman de este modo porque
se iluminan al anochecer debido a los restos de una sustancia química que quedó
impregnada en ellos tras la guerra
definitiva. Al fin hemos acampado dispersos y agotados y no dejo de
preguntarme cómo he llegado hasta aquí. El frío me hace tiritar constantemente
aun envuelta en mis pieles. El silencio sobrecogedor lo envuelve todo. Llega de
la lejanía un sonido cristalino, apenas suspendido en el aire, como cuando un
colibrí liba preciso una flor. Es algo semejante al sonido de un cascabel.
Puedo
ver cómo giran las horas en la espiral vertiginosa del infinito. Alguien da
aviso de que al fin hemos llegado a nuestro destino. Me dicen que esta es la
tierra de un ser escindido, ahora alguien me lleva hasta él, nos acercamos
camuflados en la oscuridad mientras todos duermen. Su sola presencia provoca en
mi ánimo un deslumbramiento de oro. Quedo inmóvil y maravillada ante este ser
poderoso, su torso como de bronce bruñido me acoge con un abrazo. Ataviado como
un antiguo guerrero bárbaro porta una magnífica espada labrada y
refulgente. No temas, has llegado al
nuevo horizonte, me dice. Después me muestra la aurora boreal, el flujo y
reflujo de las constelaciones. Cae la nieve y descubre para mí el secreto del
universo, la hermética geometría de los fractales. Ya no siento frío. La ciudad
transparente se prende bajo el
resplandor de una estrella trizada. Todos duermen ahora, algunos balbucean con
la mirada perdida. Una anciana se alimenta con carnosas flores amarillas. ¿Qué
será de mí ahora? Él no responde, únicamente acaricia mi cabello, siento que
los párpados me pesan…”
Junto
a este manuscrito se encontró también una joya conocida como “Llamador de
ángeles” y una especie de caracola apenas de un centímetro de tamaño conocida
científicamente como “Orculella bulgárica”, actualmente en peligro de
extinción.
A
Virginia Morgan se la dio por desaparecida, nunca fue encontrada, ni viva, ni
muerta.
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