Esa noche, en El
Infierno, nos bebimos hasta el agua de los floreros. Los matemáticos
quisieron llevar la cuenta de las rondas, por esa manía suya de sumar cualquier
cifra u objeto, ya sean canastos de manzanas o bolas chinas, pero, a la larga,
perdieron los papeles y hasta el ripio, como todos.
Que a mí
me van los hombres, es algo consabido. Que no me comía un rosco desde tiempo
inmemorial, también era vox populi.
No sería
por no intentarlo.
En este
y otros sentidos, me considero a mí mismo un descendiente de los sabios
helenos. Genética y hepáticamente degradado, eso sí.
Aunque
aún me dura la cogorza, no les voy a mentir. Cuestiono que los borrachos digan
siempre la verdad. Es más, cuestiono la verdad. ¿Qué coño es eso de la verdad?
A ver, que alguien me lo explique…
¡Joder,
qué sed! … ¡Madre mía, qué buena está el agua!
Desbarro,
ya lo sé.
¿Qué
decía? Ah, los grandes pensadores atenienses. Ellos sí sabían de qué iba todo
esto. En cambio yo no tengo ni puta idea de griego, y eso que estudié dos años
en el instituto (en tercero y en COU, que alguno no sabrá ni qué significan
estas siglas).
Prosigo,
que pierdo el hilo. Ellos, los filósofos, no tenían complejos. Ni pelos en la
lengua. Aprovecho mis residuos de embriaguez para quejarme de los crueles
chismorreos pueblerinos. Francamente, me toca los cojones ese ambiente
constreñido. Por eso, y por otras mil razones que no vienen al caso, elegí una
gran ciudad para vivir. ¿Elegí? ¿Pero acaso elegimos algo?... Bueno, a Paco, mi
último novio, quiero creer que lo escogí yo, pero esta resaca del copón me
impide pensar con claridad.
Vuelvo a
la noche de marras porque si no… El caso es que, en mitad de la jarana,
apareció en El Infierno un tío
guapísimo; rubiales con carita de angelote. Yo ya tenía el puntillo, pero
controlaba la realidad e incluso las dimensiones del garito. El caso es que el
chico vino directo hacia mí, y yo quedé sin habla. Luego se quitó la cazadora y
unas alas de plumón se desplegaron en su espalda, tan blancas como nieve sin
pisar. Vestía de rosa chicle.
Los
demás bailaban y bebían como si no hubiera mañana, y se partían de la risa ante
la escena. Es más, se descojonaban. No eran conscientes del milagro, o acaso lo
achacaban a los porros y al alcohol.
Pero a
mí se me abrió el cielo. Chamuel era su nombre. ¡Qué ojazos!
Luego,
todo fue como la seda, mejor que un sueño.
Como ya
he dicho, nos pusimos hasta el culo de cubatas. Los posos de tamaña melopea
hacen que aún dude de todo, que no crea mi actual felicidad.
Las
palabras del arcángel aún resuenan como nanas a un bebé. ¿Yo, un ángel
despeñado, rescatado por sus brazos y sus labios? ¿Alzado al Cielo nuevamente…?
* * *
Sí,
ahora vivo en el Cielo, y he vuelto a estudiar. Poco a poco voy recordando mi
pasado en este sitio tan tranquilo. Todo se lo debo a Chamuel, mi nuevo novio,
mi arcángel del amor.
No he vuelto a probar la ginebra ni el orujo. La maría me produce un revoltijo en el
estómago cual larvas de mezcal entre mis tripas.
Sólo un vicio me esclaviza en esta vida: amor y más amor.
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