Frank decidió trasladarse de Rastenburg a Lugodoviske en el ferrocarril de
alta velocidad, para más de mil kilómetros primaban la rapidez y la comodidad.
Las luces de la estación, entre la oscuridad incipiente que iba dejándose caer
como un cortinaje a varias capas, primero un visillo traslucido, después como
prieta tela oscura, y las gotas y microporciones de hielo del aguanieve,
destellaban brillos, ráfagas, a veces igual que cometas, refractarios, que
podían incluso encandilar los ojos que a paso ligero iban buscando traspasar su
umbral. El equipaje y su persona pasaron sin dificultad el engorroso control
policial. «Todo sea por la seguridad», pensó para sí. Al fin subió al vagón, ya
a punto de verse repleto, y alcanzó su asiento, que resultó ser de ventana, y,
conforme la marcha iba acelerándose, atrapado por el paisaje nevado, de palidez
cándida entre la negrura creciente, pronto alcanzó el sopor.
Ese mediodía había recibido la llamada de su hermana Sigmar comunicándole
el repentino, y a la vez esperado, óbito de la madre. Hacía ya mucho tiempo,
quizá demasiado, que no retornaba a su hogar, el trabajo le absorbía toda su
vida y hacía que ésta, sin apenas ser consciente de ello, se le escurriera como
el agua de la higiene matutina entre los dedos. Soñaba con su infancia, con su
madre y su hermana mayor, para la que él siempre ejerció de juguete. Con los
montes nevados, los valles profundos y los bosques y prados verdes de la
primavera, los ríos de agua transparente y remolinos espumosos… Soñaba.
Luego, el traqueteo brusco, a veces violento, del rascar las ruedas
metálicas sobre los helados raíles nocturnos, perturbó su sueño. En duermevela,
apenas con una leve apertura de la persiana de los párpados, observaba cómo el
vagón iba vaciándose en las diferentes paradas y apenas quedaban ya unas cuatro
personas. Se preguntó cuánto tiempo podría haber transcurrido. «Horas», se
dijo. Seguramente estaban ya cercanos a las últimas estaciones, quizá en poco
más de una hora pudiera estar velando el cadáver de la persona que más había
amado en esta vida, de quien hizo de padre y madre, cuando aquél desapareció
sin dejar rastro alguno. Ya sentía el calor del abrazo de su hermana y su
llanto sobre el hombro. Estaba cerca, seguro, muy cerca. Estaba seguro.
La ventana, cubierta de escarcha, distorsionaba ahora el bruno paisaje,
tomando los montes y las arboledas contornos monstruosos, mientras el fuerte
alarido del viento se superponía al ruido mecánico. «Una noche de lobos»,
pensó, cuando en la siguiente estación todos los que aún quedaban bajaron. Sí,
ya se había ubicado. La megafonía del tren indicó la parada mínima en Reval y
anunció la próxima en Lugodoviske.
Tras unos instantes de soledad, repantingado en el asiento, vio subir al
compartimento a una anciana delgada, que se desenvolvía con agilidad. Al
resguardo del frío exterior, había entrado envuelta en un oscuro abrigo-capote
con caperuza. Frank abrió del todo los ojos, se fijó, y tuvo la sensación de
que el compartimento no era el mismo, algo así como si hubiese envejecido
varios años en unos instantes, incluso que la alta velocidad se había
desvanecido en ronroneo cansino de tren monótonamente pausado.
La señora se sentó enfrente. Él educádamente le ayudó a su acomodo. Ella,
sin descubrirse, como si la calefacción del habitáculo no le afectase en
absoluto, le dijo: «No quedan más estaciones para este tren. No deberías estar
aquí. ¿Conoces el descarrilamiento del sesentaiuno? Tu madre compró el billete,
pero no subió. El tiempo no cuenta, siempre encajo las piezas»…
Un sonido estrepitoso, mecánico, metálico, tal que hierros y aceros
rozándose entre sí, quizá el ritmo, en segundos, de una guadaña afilándose en
las ruedas de afilador del mecanismo de la maquinaria ferroviaria… Crujido,
chispas, impacto… ¿Dolor?... Y después…
Después sólo silencio. Todo silencio.
Frank llegó hasta su madre antes de lo que hubiera previsto.
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