La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

viernes, 15 de mayo de 2015

Voluntarios, por ANTONIO J. QUESADA.



Cara al sol, con la camisa nueva / que tú bordaste en rojo ayer / me hallará la muerte si me llega / y no te vuelvo a ver.

- Padre, madre, tía Virtudes, abuelo, Merceditas... Os he reunido a todos para dar una importante noticia –nunca había estado el salón de casa tan concurrido-. Me he alistado.
Tenso silencio. No había que decir dónde se había alistado: en aquellos días se sabía perfectamente sin necesidad de especificar nada más. Se palpa la tensión. El padre cierra los puños con violencia y hace un gesto inequívoco con la boca. La madre se lleva las manos a la cara. Merceditas, directamente, solloza.
- ¿Por qué, hijo? –la madre rompe el tenso silencio familiar-. ¿Qué necesidad tenías de hacerlo? –remarca el “tú”, para que quede claro.
- ¿Necesidad? La de defender Europa de los rusos, madre. Debemos actuar antes de que esos asiáticos se metan aquí, cierren nuestras iglesias y violen a nuestras mujeres.
- Pero Pablito, por favor. Si tenemos fijada la boda para dentro de dos meses –Merceditas habla, entrecortada-.
- Tendremos que retrasarla, Mercedes. De todas formas, si los rusos entrasen aquí daría igual casarnos o no casarnos, porque ya no valdrían los matrimonios. Estos defienden el amor libre y vivir como los animales. Y, además, quemarían los registros civiles.
- Pablito, por favor, cuida tu lenguaje, que hay señoras –el padre sigue intentando asimilar la noticia.
- Nos hemos alistado varios chicos del Frente de Juventudes. Vamos a pelear bajo bandera alemana, con uniforme alemán y con armas alemanas –su ánimo crece-. Es excitante defender la civilización occidental como soldado alemán.
- Hijo, eso sí es una aventura y no la guerra que yo viví –comenta el abuelo, con ojos soñadores. Hasta entonces estaba callado y observando todo, somnoliento.
- Abuelo, por favor, no le anime usted. Como si no estuviera la cosa ya torcida, usted, encima, le anima... –la madre sigue conmocionada.
- No se puede hablar en esta casa, por Dios bendito –el abuelo, visto lo visto, vuelve a encerrarse en sí mismo.
- ¿Volverás, Pablito? –Merceditas coge su mano.
- Claro que sí, mi amor. ¿Me esperarás?
- Siempre. Te esperaré siempre. Y cuando vuelvas nos casaremos.
- Cuando hayamos acabado con esos criminales y hayamos salvado a Europa, nos casaremos y podremos seguir viviendo tranquilos. Volverá a reír la primavera, Mercedes, ya lo verás.

Formaré junto a mis compañeros / que hacen guardia sobre los luceros. / Impasible el ademán están, / presentes en nuestro afán.

La juventud española unirá su sangre a la juventud alemana. A la juventud del Eje. A la juventud sana, con ideales, que hace frente al ateísmo marxista. Aplausos. Gritos: “¡Arriba España!”, “¡Franco, Franco, Franco!”.

El tren estaba muy adornado con banderas. Banderas, banderas, banderas.
Banderas españolas, con águilas imperiales y grandeza de siglos. La grandeza devuelta, reconquistada.
Banderas alemanas, con esvásticas imponentes sobre fondo rojo de sangre de los enemigos.
Hasta se podía ver banderas italianas, con sus hachas y sus cuerdas que ahorcan a los enemigos.
Banderas de Falange: yugos y flechas en rojo y negro.
Banderas, banderas, banderas.
Los voluntarios, vestidos de falangistas, se despiden de sus familiares. Visto desde arriba, una nube de boinas rojas. Debajo de esa nube, una inmensa marea azul dentro de la estación.
Esta división es, realmente, una división azul. No se puede negar.

Si te dicen que caí / me fui / al puesto que tengo allí. / Volverán banderas victoriosas / al paso alegre de la paz, / y traerán prendidas cinco rosas / las flechas de mi haz.

Si el camino de Berlín quedara abierto, un millón de bayonetas españolas defendería al Führer. Aplausos. Vivas. Banderas. “¡Arriba España!”, “¡Franco, Franco, Franco!”.

- Padre, madre, os presento a Alfredo. Alfredo es el camarada con el que me afilié para ir a Rusia.
- Señor. Señora –les saluda con respeto.
- ¡Alfredito, Alfredito! –suena una voz de mujer. Alfredo se da la vuelta y ve como una señora mueve la mano hacia él. Se acercan a él una señora, que le abraza llorando y besándole, un señor serio y triste y un niño de pocos años.
- Madre, por favor, que ya no soy un niño. Mire, padre, le presento a la familia de mi camarada Pablo.
Las familias se saludan. Revuelo en la estación. Última llamada.
- Alfredo, ¿me traerás la pistola del primer ruso que mates?
- Claro que sí, Miguelito –le coge en brazos y besa-. Te traeré hasta tierra de Moscú, ya lo verás. Pondremos allí muchas iglesias. Todas las que quitaron esos criminales.
- Hijo, cuídate. Y pórtate como un hombre.
- Pablito, cuídate mucho. Y escríbeme.
Suben al tren, que se pone en marcha entre los sollozos y gritos que convierten la estación en un espectáculo único.
Banderas, banderas, banderas y más banderas.

Volverá a reír la primavera / que por cielo, tierra y mar espera. / ¡Arriba escuadras a vencer, / que en España empieza a amanecer!

¡Rusia es culpable! ¡Arriba España! ¡Franco, Franco, Franco!

Las familias de los dos voluntarios quedan en la estación. El tren partió. Los héroes marchaban en busca de su parte de gloria en esta nueva Cruzada contra el comunismo.
El padre de Alfredo propone tomar un café, todos juntos. Las mujeres se toman del brazo, con los niños, para charlar de sus cosas. De las cosas propias de su sexo. Los dos padres quedan delante, con sus cosas de hombres. Todo como debe ser. Todo como Dios manda.
- Así que usted es el padre del famoso Alfredo. Mi hijo habla mucho de él.
- También mi hijo habla mucho de Pablo. Son como hermanos.
- Sí. Esperemos que todo salga bien y vuelvan juntos.
- Esperemos. Ahora los llevan a Alemania, ¿no?
- Sí, allí les van a dar uniformes alemanes y se integrarán dentro del Ejército alemán.
- ¡Dios santo! –el padre de Alfredo no puede evitarlo-. Si en el fondo son unos niños, ¿no cree usted?
- Bueno, son jóvenes. Pero está bien que se hagan hombres.
- Ya, pero no en Rusia. Que esos perros rusos están muy acostumbrados a la guerra, y nuestros niños son muy inocentes. Veremos a ver...
- Eso también es verdad –mira para atrás, a las esposas-. Ahora que no nos oyen las madres, ¿cree usted que volverán?
- ¿Con sinceridad?
- Por favor...
- Quiero creer que sí, pero no sé ni qué pensar. No me gusta este ambiente de victoria. Y no sé si Hitler podrá conquistar Rusia –mira para todos lados-. Napoleón era infinitamente más inteligente y sucumbió, no lo olvide. Y todo general ruso, por muy comunista que sea, en el fondo lleva un Kutuzov dentro. Nunca me fiaré de Rusia.
- A lo mejor lleva usted razón –pensativo-. Aunque le digo una cosa: la maquinaria bélica alemana es increíble.
- Sí, pero si algo demuestra la Historia es que cualquier gran ejército puede ser vencido. Cualquiera.
- ¿Sabe usted lo que hice anteanoche? –mira para atrás para comprobar que las señoras andaban en lo suyo, en sus sentimentalismos femeninos, y no se enteraban de lo que hablan los hombres-. Me llevé al chico a casa de la Lupe.
- ¿No me diga que hizo eso?
- Sí señor, porque es demasiado inocente. Yo ya había hablado con la Lupe, para que me hiciera un favor especial con el chico. Que era la primera vez, que quería una cosa sensible, alguna niña nueva de esas recién llegadas del pueblo...
- ¿Conoce usted a la Lupe? –pregunta, con mirada malévola.
- Bueno, digamos que tenemos conocidos comunes –defensivo-. Y me aseguró que no había problema. Acababa de llegar una niñita de Andalucía que era un primor. No hablaba bien, porque a los andaluces no hay quien les entienda cuando hablan, pero la vi y físicamente la chiquilla era guapita. Muy joven, era ideal. Y como tampoco la quería para que diera una charla, pues en eso quedamos. Quise que mi hijo conociera el mundo antes de ir a la guerra. El mundo, decía un amigo mío –mira para atrás, asegurándose de que nadie les escuchaba-, tiene forma de coño de mujer.
- Hizo usted muy bien, sí señor. Yo no tuve la suerte de tener un amigo como el suyo que me abriera los ojos respecto de mi hijo, pero habría hecho lo mismo con mi Pablito. En fin, ya no tiene remedio. A la vuelta lo llevaré –queda pensativo-... espero. Entremos a tomar un café.

Entraron en el café. Gracias a Dios que encontraron el café, pues ya empezaba a hacer frío en la calle. En fin, ya se sabe cómo es Madrid por estas fechas.




1 comentario:

  1. Es un gran honor participar en este proyecto, queridos amigos. Gracias por la publicación, un fuerte abrazo desde Málaga

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