La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 14 de septiembre de 2014

La exposición de Lídia, por EDUARDO MORENO ALARCÓN.



1
Una obsesión me ha consumido estas dos últimas semanas: tratar de pasar página, zafarme del pasado más reciente, olvidar. A pesar de la insistencia reiterada de los medios, de su acoso inicial —la caza de mis viejos compañeros venteando la primicia cual sabuesos—, durante este retiro silente (aislado de los focos y la cámara) llegué a albergar la íntima esperanza de ahuyentar la pesadilla, los hechos padecidos esa noche aciaga; de alcanzar, andado el tiempo, una vida tranquila, más o menos normal.
Sin embargo, tras recibir este último mazazo, mi frágil equilibrio se ha hecho pedazos. Ni siquiera las pastillas surten efecto ya. Las voces no callan, repiten su fatídica advertencia. El miedo, aún mayor que entonces, ha regresado con toda su crudeza. Se enrosca en mi garganta; me atenaza. Todo se hunde bajo mis pies blandos de barro: la casa, el patio, la linde del bosque cercano… El horizonte se emborrona en un paisaje cada vez más turbio, ensombrecido y desolado.
La noticia me ha desgarrado las entrañas como un tiro a bocajarro. De súbito las náuseas no dan tregua, me asfixian, me impiden tomar aire, salvo un hilillo exiguo, el soplo imprescindible para no caer desmayado.
Estoy a punto de vomitar. Las piernas me flaquean, incapaces de aguantar el peso de mis huesos por más tiempo. Demasiado tarde para alcanzar la taza del váter. Me arrojo al sofá, azuzado por violentas y amargas arcadas. Mi abdomen parece una batidora triturando el alimento a máxima potencia. No aguanto más...
Todo se derrumba y los muros, antes firmes, se desdibujan en esta asquerosa vorágine interior. Tanteo en mis bolsillos, bajo el mueble, en el borde de la alfombra salpicada. Ni siquiera una brizna de dignidad. A falta de pañuelo o una triste servilleta, me limpio la boca, la espuma que gotea por mis labios, con el dorso de la mano temblorosa. El sabor, al tragar, es repugnante. «El sabor del miedo», me digo en un rapto de humor negro. Siento aversión e impotencia, la caída en picado de aquél que se sabe perdido de antemano, la locura —siempre cuerda— muy lejos todavía, inalcanzable, carcajeándose de mí.

2
«Un terrible accidente», ha dicho sin sentirlo en absoluto el afectado locutor. Ejemplo para todos los que nos dedicamos a esta profesión, una pérdida irreparable, bla, bla, bla…
Yo les diré la verdad sin usar edulcorantes, sin emplear esos patéticos eufemismos. Ray Lorenzana hallado tieso, colgado de la soga que él mismo (eso creen ellos) se ató al cuello con trémula frialdad de suicida, dedicando un último gesto a su público, a los miles de fans que seguían su programa con la avidez de la adicción. Ante ustedes, queridos televidentes, la escena que dará la vuelta al globo: su estrella televisiva sacándoles la lengua, hinchada y azulenca, sus pies balanceándose a medio metro del suelo, casi uno noventa de atractivo varonil pendiendo como un fardo de una lámpara de araña anclada al techo (igual que en las películas). Ah, y recuerden que las imágenes que van a ver pueden herir su sensibilidad, ¡no dirán que no se lo advertimos!
¿Quién lo iba a decir? Hace tan sólo unos meses, Ray tocaba el cielo con los dedos, sinónimo del rico triunfador, portada de revistas, piropeado sin pudor en foros cibernéticos, atacado en las tertulias de la competencia, odiado y envidiado en las cloacas del gremio periodístico.
Con su muerte, me he quedado huérfano en la experiencia más funesta: el cabo que ligaba nuestras vidas al pasado y sus demonios acaba de cortarse. Lorenzana, el hombre —no diré amigo— que vio en mí un perfecto aliado, un perrillo fiel dispuesto a lamer su estela refulgente, a arriesgar el pellejo sin reservas, a invadir intimidades sin escrúpulos, lo que fuera necesario con tal de batir un nuevo récord de audiencia, aquella masa insaciable, rendida de por sí a nuestros pies.
En el lapso que ambos saboreamos las mieles del éxito —cada uno a su manera— jamás hubo una sola divergencia entre nosotros. La relación era muy simple: él mandaba y yo obedecía. Pero aquella última noche, testigos en directo del macabro espectáculo, rompí mi sumisión y me negué a seguir filmando. Más aún: seccioné uno de los cables para impedir que la emisión volviera a restablecerse. Con ello —paradojas de la condición humana— disparé sin pretenderlo las audiencias; millares de hogares aguardando, con el alma en vilo, su ración semanal de carnaza.
*          *          *
 La llamada de Lidia Torres —joven seguidora del programa— se produjo dos horas antes de comenzar la emisión. Aquella adolescente (sospechosa de asesinato, estaba en búsqueda y captura por parte las fuerzas policiales) tenía sus pasos calculados al milímetro, con una precisión tan aviesa como impropia de su edad. Ella sabía que, siguiendo sus directrices, Lorenzana acudiría a toda mecha hacia aquel punto del mapa; calibró, incluso, el tiempo aproximado en desplazarnos al lugar, pero, sobre todo, buscaba notoriedad: su espeluznante galería sería vista por millones de personas dentro y fuera del país.
Salvo un selecto círculo de fieles, nadie supo los motivos de aquel viraje radical en el guión. Un rápido intercambio de miradas bastó para percatarme de que algo «muy jugoso» se cocía: no había un segundo que perder. Acostumbrado como estaba a esta clase de arrebatos de mi jefe, embutí mis bártulos en el amplio maletero del Porsche Macan y ocupé el asiento del copiloto. Salvo casos muy excepcionales, Lorenzana nunca cedía los mandos de su coche. Siempre fue de esos tipos que gozan, necesitan tener el control de todo, sentir la potencia de una máquina subyugada a sus caprichos, el empuje formidable, bestial, de un motor de 400 caballos.  
Rugió el monstruo mecánico y sus ojos luminosos hirieron la noche, violentando algún roedor agazapado en las tinieblas. Volamos a través de la autovía, muy poco transitada a aquellas horas, como si el diablo impulsara el automóvil con su hálito de azufre. Lorenzana apenas parpadeaba, abstraído totalmente en su objetivo ya cercano. Sus ojos de vidrio, casi humanos, apenas encerraban una chispa de empatía hacia el pueblo enlutado, hacia las víctimas, hacia los destrozados familiares de Lidia y la pareja asesinada. En su fuero interno ya saboreaba el impacto del «bombazo», su incontestable primacía de genial número uno.
Primero un gran cartel, después un desvío señalizado, y, por último, la luz de las farolas relumbrando en la distancia, preludiaron la arribada a Villanueva. La llanura dormía un sueño inquieto, y el campo, alumbrado fugazmente por los focos del Macan, se arrugaba con estrías de cultivos venideros. Giramos a la izquierda y tomamos una carretera local: ante nosotros se abrió un sardón de encinas pardas. La carretera devino en camino de tierra y, tras subir una cuesta empinada, encontramos la senda que conducía a la finca, nuestro objetivo, final de trayecto.
Tal como la joven había apuntado por teléfono, ocultas en un macetero, bajo las hojas arrugadas de un geranio situado en el alféizar, dimos con las llaves de la casa. Entre tanto, yo dejaba listo el material para empezar la conexión. Ray aprovechó el lapso para cambiarse de ropa y espolvorearse con destreza el maquillaje.
Dio comienzo la emisión en vivo que, previamente, había picado la curiosidad de los forofos, lanzado el cebo del mejor morbo a cuantos espectadores aguardaban impacientes el comienzo de su espacio favorito.
Cámara al hombro, sin dejar de encuadrar a Ray, uno y otro franqueamos el portón de la cochera.

3
Colgadas en los muros del garaje se exponían un total de cinco fotografías —ampliadas y de gran calidad plástica y estética— tomadas por la propia Lidia Torres. En el centro, sobre una mesita auxiliar, había un CD rotulado «Mi exposición, para el programa La noche de Ray».
Con una frialdad de hielo, la adolescente comentaba en una grabación casera cada una de las cinco instantáneas. A la vista del hallazgo, Lorenzana echó más leña al fuego y aseguró que «por primera vez en televisión, escucharíamos la confesión de una homicida».
Reproduzco, tal cual se oyó en directo, la voz de Lidia Torres.

FOTO 1: Miriam
 Esta es Miriam, mi ex amiga. Como veis, parece una modelo posando. Le gustaba presumir. Era guapa, ¿verdad? La muy cerda tenía ese pelazo rubio y unas tetas muy crecidas, pero yo se lo perdonaba porque a Nacho, mi novio, le ponían las morenas como yo. La foto se la hice en septiembre del año pasado, durante una excursión del instituto al Monasterio de San Juan, seis meses antes de matarla.

FOTO 2: Nacho
Este es Nacho, mi ex novio, fumando a escondidas en un rincón del patio. Es una de mis fotos favoritas: ese día había una luz especial, como de tormenta. El muy cabrón está guapísimo, ¿a que sí? Ni se enteró cuando se la hice, quizá por eso sale tan natural. Llevábamos un año saliendo. Si os fijáis en el brazo derecho, veréis mi nombre tatuado. ¡Qué hijo de puta, cómo me la pegó con esa zorra!

FOTO 3: Los cuernos
¿Y qué me decís de esta estampa de otoño? Los tortolitos morreándose bajo un paraguas, en la zona más frondosa del parque. El caso es que algo me olía. Cada vez que salíamos con el grupo de amigos sorprendía las «miraditas» que Nacho echaba a Miriam. Hasta que una tarde, seguí a mi novio sin que él se diera cuenta, y allí, escondida en un seto como una espía, los pillé dándose el lote. Ese día juré que los mataría.

FOTOS 4 y 5: La venganza
Aunque no se distingue muy bien, el cuerpo que asoma bajo las piedras es el de Miriam. Aún estaba viva (lo sé porque movía los dedos y me pareció oírla lloriquear) pero no creo que tardara mucho en diñarla. Ahí la dejé, en medio del campo, en aquella pocilga abandonada. La muy ingenua se tragó lo del corto de terror. Y en esta otra foto podéis ver a Nacho, y eso de ahí son sus huevos rebanados. ¡Cómo chilló el muy cabrón, casi me dio pena hacerlo!

4
 De pronto, tras una pausa mínima, aquella voz hiriente de psicópata —carne de manicomio— quebró el silencio del garaje profiriendo un chillido atroz. El reproductor escupió seguidamente una serie de sonidos enlazados: murmullos ahogados, arrastrar de muebles, ronroneos y, por último, una voz distinta, lúgubre, siseante como una serpiente de cascabel, que remachaba la palabra «escalera», «escalera», «escalera».
  En ese instante suspendí la filmación. ¿Qué me impulsó a hacerlo? Puede que un deje de alarma creciente, la intuición de algo malsano en el ambiente, quizá un último arresto de escrúpulos, no lo sé; el caso es que Lorenzana me fulminó con su mirada imperativa: «¿Qué coño estás haciendo, Quico? ¡Pon la puta cámara a grabar!».
 Estábamos a punto de enzarzarnos cuando, de súbito, se abrió la puerta de la cochera. Por primera vez en mi vida vi a Ray vacilar. Luego su vista se hundió en un punto distante, tras el fondo recortado por el marco, y, sin dar crédito a mis ojos, lo vi perder el habla, empalidecer.
La cochera, ubicada en la planta baja de la casa, comunicaba, a través de una angosta escalera, con el piso superior. Supongo que era inevitable, pero cometí el error de asomarme, la insensatez de echar un mórbido vistazo al rellano ahora en penumbra.
A la luz adyacente del garaje, se aplastaba en los peldaños la silueta movediza de unas piernas oscilando en el vacío. Con el pulso más que acelerado, presioné el interruptor y alcé la vista: Lidia Torres, la confesa asesina, colgaba de una cuerda atada a una viga de madera. En su rictus, en sus ojos ya vacíos, centelleaban las huellas del espanto. Y en mitad de la escalera, en una macabra vuelca de tuerca a aquella relación de odios y crímenes, alguien había dejado un pequeño álbum de fotografías.
Arrancado de su inusitado atoramiento, Ray me arrebató el cuadernillo y, ávidamente, se puso a ojearlo. Pasadas las primeras hojas, ambos sentimos un viscoso gorjeo a nuestra espalda, como de voces opacas, y el álbum cayó al suelo.

*          *          *
Los médicos trataron de convencerme de que aquello fue, sencillamente, una alucinación producto de los nervios, una fantasía inducida ante un hallazgo tan siniestro. Pero ahora comprendo que las voces no mentían, que las sombras de aquel álbum eran ciertas. Ellos susurraron nuestros nombres, maldijeron la codicia que regía nuestros actos, aquel afán de triunfo sin respeto ni medida.


Miriam y Nacho están aquí. Esta vez han traído la soga —ya anudada— y la cámara de fotos (la misma que robaron a la ahorcada), y yo no puedo, no soy capaz de resistirme. Los espectros guardarán en su memoria —coagulada para siempre— esta angustia insoportable que me asfixia, mis ojos de pavor desorbitado, la imagen detenida de la muerte y la agonía ya instalada, el último estertor, tal como hicieron con Lidia Torres, su despechada asesina. 

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