Todo ha sucedido muy deprisa. La toma en que luchabas a
vida o muerte con el grupo de seres
sanguinarios ha sido perfecta. Pero ahora, al incorporarte, tu aliento se
ha vuelto nauseabundo y el paladar te sabe a hiel. Debes estar agotado tras un
largo día de rodaje. El caso es que por tus venas parece propagarse una especie
de vigor inusitado y, al tiempo, vas notando como crece un apremiante deseo de echarte
algo a la boca. Sin embargo, esta extraña mezcla de hambre y sed te resulta del
todo desconocida.
Una nueva
toma. Es hora de actuar…
. . .
Apurabas tu
cuarta copa cuando, bruscamente, sonó el móvil. Era más de medianoche y fuera soplaba
un vendaval de mil demonios. Durante unos segundos que parecieron congelados en
el tiempo tus ojos siguieron el destello intermitente en la pantalla, imantados
por su danza electrizante. El aparato gruñó con estridencia y, muy despacio, comenzó
a reptar sobre la superficie de la mesa desplazándose centímetro a centímetro, sin
una dirección preestablecida, como dotado de una inquietante autonomía.
El nombre de tu agente pestañeando con tenaz obstinación te
decidió —no sin antes vencer una pereza infinita— a descolgar. Eso, y los ocho
mensajes registrados en el buzón de voz el día anterior. Después de todo, de
vez en cuando, él aún se interesaba por ti. Por lo que quedaba de ti.
—¿Qué hay, Robert? —apenas reconoces ese timbre cavernoso
que brota de tus labios.
—¿Se puede saber por qué coño no cogías el puto teléfono,
Edgar? ¡Estoy hasta los huevos de tus gilipolleces!
La queja te suena distante, extrañamente metálica. Puede
que sea un efecto combinado del alcohol y los fármacos que tomas sin medida
hace ya tiempo, o simplemente puede que el móvil no se recuperara de tu último
arrebato de cólera.
Es curioso
cómo alguien puede llegar a perder la costumbre, incluso la necesidad, de tener
contacto con los demás. Pero hubo una época, no hace tanto de aquello —sonríes
con desprecio al evocarlo—, en que tu vida giraba justo en la dirección opuesta.
En que todo cuanto la sociedad considera sinónimo de triunfo formaba parte de
tu vida cotidiana: dinero, fama, una mujer preciosa, dos hijos, un físico
atractivo, una agenda repleta de proyectos más o menos comerciales, y un
teléfono que por aquel entonces no cesaba de sonar…
«Quienes
ahora te encumbran son tus dueños; a ésos más que a nadie has de temer. Un día
te levantarás y puede que dejes de oír ruido alrededor. No te gustará, pero al
menos sabrás que ese silencio es real».
¿Cuántas
veces ha sonado en tu cerebro, palabra por palabra, aquella arenga tan
profética y funesta? Lástima que Paul, aquel viejo actor de segunda fila, aquel
flaco poeta del que ya nadie se acuerda, esté ahora bajo tierra.
—Escucha,
Edgar. Tienes que ver esto; es un guión cojonudo, una ocasión así pocas veces
se presenta, créeme…
Contra tu
impulso natural, dejas que Robert se explaye, que te aclare los detalles del
papel que, cuando menos lo esperabas, alguien se arriesga a ofrecerte. Incluso
en tu abandono abúlico, el nombre de ese talentoso director —un genio de
insultante juventud y fulgurante porvenir, llamado a hacer historia—, te empuja
sin querer a incorporarte.
En el fondo
te halagó que una persona tan brillante decidiera sumergirse en el submundo y
rescatarte de sus míseras cloacas.
Al día
siguiente Robert te trajo el guión a casa.
Lo devoraste
de una sentada. Con mucho, lo mejor que habías leído en años. Fugazmente
ensombrece tu cara un mohín de disgusto al evocar, por contraste, las infames
comedias románticas que caían en tus manos hace años, y que estabas obligado
por contrato a interpretar: muchos beneficios y una pésima actuación. Una
mierda tras otra. Pero esto es diferente. El niño prodigio, ese pequeño cabrón
miope e hiperactivo ha escrito una adaptación del clásico de Matheson realmente
memorable. Y lo ha hecho con la maestría de un autor consumado, con un estilo
impecable, con una fuerza arrolladora, respetando al máximo la tensión de la
obra original. Pudiendo elegir al que quisiera, de todos los actores
disponibles, ese geniecillo te eligió precisamente a ti para interpretar al
científico Robert Neville.
Es tu gran
oportunidad para volver a sentirte actor, pero, sobre todo, persona. Un clavo
ardiendo al que agarrarse; un trabajo que, si todo sale bien, te ayudará a
rehabilitarte y recuperar el contacto con tus hijos, a poder visitarlos de
cuando en cuando.
Te sumiste
por entero en construir un personaje legendario, trabajando cada una de las variables
psicológicas para meterte de lleno en su piel: soledad, aislamiento, rabia, dolor,
desconcierto… Un retrato de tus propias miserias y, a la vez, de aquello que tú
nunca fuiste, pues, a diferencia de ti, Neville es un hombre inteligente, no se
rinde fácilmente, es metódico en su lucha, se enfrenta con coraje al desaliento
y al horror que acecha fuera tan pronto cae la noche…
. . .
El horror se
abate en oleadas contra el frontis de la casa revelando una barrera entre las
sombras y la luz; la lucha encarnizada entre los seres del averno y el último superviviente
de una sociedad víctima de su propia ambición. Cientos de extras,
aterradoramente maquillados, recrean una escena angustiosa mientras clavan sus pupilas
de ultratumba —las lentillas de un intenso color rojo— en su presa, en tu
exhausto y abatido personaje.
Están a
punto de echar abajo la puerta. Finalmente, algunos se cuelan a través de una
ventana en el piso superior. Sigue la escena de la lucha que tanto has ensayado
en tu afán por lograr un héroe verosímil.
Un picor de
fuego se extiende, de repente, por tu brazo malherido. Fuego que al punto se
torna frío helado. Un rasguño, seguramente producido en la refriega con las
criaturas-figurantes. Te incorporas poco a poco, con ese peculiar sabor amargo
infectándote la boca y un raro cosquilleo en tus dientes incisivos.
Llega el
momento de una nueva toma.
No es hambre
lo que sientes. Es sed. Una sed voraz, ardiente, perentoria. Sed de sangre humana.
—¡Acción!
—ordena el director.
La película
está a punto de dar un giro totalmente inesperado.
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