La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

sábado, 30 de enero de 2021

MIRAR PARA OTRO LADO, por Josefina Martos Peregrín.

 



-¡Señora Valentina, que se deja la gaceta del mes de octubre!

Era modisto, pero le gustaba su gacetilla, elaborarla y repartirla gratuitamente a sus clientas. Además, estaba convencido de que esa publicación, aun en papel barato y fotocopiada, le servía para prosperar. No había mujer en el pueblo que no la consultara y es que Diego, el modisto, cada mes reunía la lista más completa de festejos y eventos sociales y familiares que iban a sucederse en el lugar, desde el bautizo del pequeño de los Ramírez, que ya tenían diez hijos, a la pastorela decembrina en la parroquia de San Clemente, con todos sus encargos de alas de ángel y rabos de cachidiablo, más las bodas, los carnavales, el Día de Muertos… ¡Ah, y los quince! Las fiestas de los quince le chiflaban, esa celebración del paso de niña a mujer, con el padre de baba caída, la madre intentando bailar con un vestido ajustado de más, las hermanas pequeñas rebosando lazos y los niños más chicos corriendo de una mesa a otra en el banquete.

Disfrutaba y además no había modista ni sastre ni diseñador que vistiera mejor a las mocitas, resaltando su candidez al tiempo que dejaba entrever una voluptuosidad naciente, de virgen tímida pero anhelante. Muchas quinceañeras había vestido, pero ninguna como Tábata, la mayor de Juan Ribera, su amigo y compadre; ninguna con esa gracia, ese pudor y esa caída de pestañas. Celebraron sus quince a lo grande, tirando la casa por la ventana.

Tábata… Un martes del mes de febrero se fue al colegio y no volvió. Pasaron días. Y nada. Pasaron meses. No era la primera jovencita desaparecida, pero a las otras no las conocía. Entraba Rosa, entraba Juana, y con todas hablaba de Tábata. Pero también de los cuerpos calcinados que aparecieron junto a los magueys de la carretera, y de la docena de fosas de la quebrada. Se perdió Rubén, el de la señora Lucía. Y dos jóvenes partieron para la capital y nunca volvieron.

Diego Cruz, el modisto, seguía acudiendo a las parroquias, al ayuntamiento, al camposanto, a las casas particulares, a la policía y a los forasteros, pero ya no preguntaba por eventos ni festejos, preguntaba qué habían visto, y si sabían quién, cómo, por qué.

Un poco aquí, otro poco allá, averiguó sobre las haciendas de los narcos, sus cochazos de lujo, las albercas frescas delante de cada casa-palacio, y que acudían jueces a pasar las fiestas y las vacaciones y que había tarifas fijas para las mordidas de las autoridades, perfectamente acordadas según jerarquía y crimen, violación, tortura, incendios… Mirar para otro lado estaba muy bien retribuido.

 

Siguió publicando su gaceta mensual y repartiéndola gratis, pero era muy diferente. Recortaba fotos, escribía, entrevistaba, fotocopiaba, daba voz a quienes no podían hablar.

Descubrió que en realidad todo se sabía y todo se callaba. Comprendió por qué los grandes diarios solo hablaban de deportes y discursos, y la televisión se colmaba de culebrones, concursos y shows. Precisamente porque ahora comprendía, excusaba a los periodistas: “Es natural, tienen miedo. Quieren vivir”.

-¿Y tú, no tienes miedo?

-Pues… Yo soy solo, viudo, sin familia y con más de sesenta años. Nadie me va añorar.

Sin embargo, muy pronto llegó el día en que lo añoraron. “Por entremetido y bocazas”, pintaron en su puerta. Pasaban unos, pasaban otros: nadie quería leerlo.

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