La redacción encubre un
silencio de bestias dormidas. El flexo arroja un círculo de luz sobre la mesa.
Alrededor todo es dudoso, un mundo en sombras. Me gusta así. Siempre he
preferido la noche, las horas altas de la madrugada, cuando media ciudad duerme
y la otra media está despierta. Es justo ahí, en el dorso del día, donde me
siento más a gusto. Ese reverso de lugares, de acciones y de actores me cautiva
desde crío. Teñido de negrura, el mundo es más mundo, más primigenio. No sé.
Quizá todo se deba a una profunda alteración en mi biorritmo circadiano. Un
vuelco orgánico. Una inversión en la cadencia natural vigilia-sueño.
Noctívago.
No siempre fue así, por
supuesto. Durante años no me quedó más remedio que adaptarme a los horarios
matinales: las clases y nadar contracorriente. La facultad de Periodismo.
Sacarme la carrera me supuso, entre otros sacrificios, atiborrarme de cafés y
de bebidas energéticas. No he vuelto a probarlas: les cogí un asco insoportable.
Por suerte, en este oficio
siempre se necesita gente despierta. Esa ventaja es un filón que aproveché
desde las prácticas finales. Explotado al principio (penosa costumbre), con un
sueldo de mierda, fui poco a poco abriéndome camino en un periódico de cierta
relevancia nacional. Más tarde me llamaron de la radio. Un buen colega me
introdujo en un programa de sucesos. Siempre en la sombra, eso sí, mis
reportajes daban juego al locutor, hombre metódico y mediático, y cimentaban mi
perfil de reportero con olfato.
Vampiro.
Años después, aquel hombre
famoso me ofreció colaborar en otro espacio, un nuevo medio. Un plan más
ambicioso y lucrativo: televisión, salto estelar a la pantalla; franja de audiencia
potencial en una cadena pujante. De entrada no me impresionó, pero, en honor a
la verdad, debo decir que ese cabrón sabía vender su mercancía. Sólo una
condición que él conocía de antemano. «No
problem, my friend». Esa respuesta y el salario disiparon cualquier duda.
Firmaría cuantos contratos me ofreciera.
Mi sitio es la noche: cuando
más rindo, cuando investigo, cuando mi mente se reactiva. A la caída del sol.
Vampiro.
Escribo sobre un caso
truculento. Un homicidio en primer grado aún no resuelto. Llevo meses con él.
Ahora ya tengo varias pistas. Un hilo del que tirar. Añado el morbo necesario,
una pizquita de picante narrativo. Procuro no excederme, pero mi jefe siempre
pide un poco más.
De pronto me detengo. Algo ha
cruzado bajo el flexo. Un bicho diminuto. Un ser que corretea sobre el teclado.
Mi impulso inicial es matarlo, mas me contengo. Lo muevo un poco con el dedo,
para apartarlo. No me apetece perder la concentración. No ahora que fluyen las
palabras. Quiero avanzar; seguir destripando los hechos. Barajo dos sospechosos.
Me fijo con más atención. Es
un insecto. De color verde. Me recuerda a una mariquita. Sí, se parece
bastante. Quizá sea un tipo familiar que desconozco. Al contacto con mi yema se
detiene, se repliega, se encapsula. ¿Y si lo mato de una vez? No. No quiero
hacerle daño. Me olvido del artículo y observo al intruso. Lo sigo con los ojos
imantados en su pequeño caparazón. ¡Vuelve a moverse! ¿Qué hace? Se para en una
tecla, avanza un poco y se detiene; justo en otra. Qué curioso. Lo tomo como un
juego entre él y yo: «adivina la palabra». Cojo el bolígrafo y empiezo a tomar nota
en mi cuaderno, letra por letra…
V-A-M-P-I-R-O-M-U-E-R-T-O
¡¡¿Qué cojones?!!
Lo último que escucho es un
disparo.
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