La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

sábado, 30 de enero de 2021

COLEÓPTERO, por Eduardo Moreno Alarcón.

 


La redacción encubre un silencio de bestias dormidas. El flexo arroja un círculo de luz sobre la mesa. Alrededor todo es dudoso, un mundo en sombras. Me gusta así. Siempre he preferido la noche, las horas altas de la madrugada, cuando media ciudad duerme y la otra media está despierta. Es justo ahí, en el dorso del día, donde me siento más a gusto. Ese reverso de lugares, de acciones y de actores me cautiva desde crío. Teñido de negrura, el mundo es más mundo, más primigenio. No sé. Quizá todo se deba a una profunda alteración en mi biorritmo circadiano. Un vuelco orgánico. Una inversión en la cadencia natural vigilia-sueño.

Noctívago.

No siempre fue así, por supuesto. Durante años no me quedó más remedio que adaptarme a los horarios matinales: las clases y nadar contracorriente. La facultad de Periodismo. Sacarme la carrera me supuso, entre otros sacrificios, atiborrarme de cafés y de bebidas energéticas. No he vuelto a probarlas: les cogí un asco insoportable.

Por suerte, en este oficio siempre se necesita gente despierta. Esa ventaja es un filón que aproveché desde las prácticas finales. Explotado al principio (penosa costumbre), con un sueldo de mierda, fui poco a poco abriéndome camino en un periódico de cierta relevancia nacional. Más tarde me llamaron de la radio. Un buen colega me introdujo en un programa de sucesos. Siempre en la sombra, eso sí, mis reportajes daban juego al locutor, hombre metódico y mediático, y cimentaban mi perfil de reportero con olfato.  

Vampiro.

Años después, aquel hombre famoso me ofreció colaborar en otro espacio, un nuevo medio. Un plan más ambicioso y lucrativo: televisión, salto estelar a la pantalla; franja de audiencia potencial en una cadena pujante. De entrada no me impresionó, pero, en honor a la verdad, debo decir que ese cabrón sabía vender su mercancía. Sólo una condición que él conocía de antemano. «No problem, my friend». Esa respuesta y el salario disiparon cualquier duda. Firmaría cuantos contratos me ofreciera.

Mi sitio es la noche: cuando más rindo, cuando investigo, cuando mi mente se reactiva. A la caída del sol.

Vampiro.

Escribo sobre un caso truculento. Un homicidio en primer grado aún no resuelto. Llevo meses con él. Ahora ya tengo varias pistas. Un hilo del que tirar. Añado el morbo necesario, una pizquita de picante narrativo. Procuro no excederme, pero mi jefe siempre pide un poco más.

De pronto me detengo. Algo ha cruzado bajo el flexo. Un bicho diminuto. Un ser que corretea sobre el teclado. Mi impulso inicial es matarlo, mas me contengo. Lo muevo un poco con el dedo, para apartarlo. No me apetece perder la concentración. No ahora que fluyen las palabras. Quiero avanzar; seguir destripando los hechos. Barajo dos sospechosos.

Me fijo con más atención. Es un insecto. De color verde. Me recuerda a una mariquita. Sí, se parece bastante. Quizá sea un tipo familiar que desconozco. Al contacto con mi yema se detiene, se repliega, se encapsula. ¿Y si lo mato de una vez? No. No quiero hacerle daño. Me olvido del artículo y observo al intruso. Lo sigo con los ojos imantados en su pequeño caparazón. ¡Vuelve a moverse! ¿Qué hace? Se para en una tecla, avanza un poco y se detiene; justo en otra. Qué curioso. Lo tomo como un juego entre él y yo: «adivina la palabra». Cojo el bolígrafo y empiezo a tomar nota en mi cuaderno, letra por letra…

V-A-M-P-I-R-O-M-U-E-R-T-O

¡¡¿Qué cojones?!!

Lo último que escucho es un disparo.

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