De nuevo aquí. Deseaba y temía que
llegara este momento. No sé cuánto rato hace que estoy aquí parado, en esta
acera, y sin dejar de mirar el balcón.
Solamente sé que ella está en casa;
sin más compañía que su radio pequeña.
Recuerdo aquel día en que temía
llegar con la rodilla deshecha después de haberme caído con la bici. Había
estado tonteando, sin parar de hacer el caballito con los amigos en el paseo
que había a lo largo del río. En aquella ocasión también me quedé donde estoy
ahora y mirando fijamente al balcón, como si pudiera, concentrándome mucho, adivinar
si mi padre ya estaba en casa. Sin embargo, no, no había llegado. Lo sabía
porque no se escuchaba nada; ni gritos, ni su tos de perro enfermo, ni la radio
a todo volumen… Cuando, empujado por el frío del atardecer, me decidí a entrar
en el portal y subir la escalera con toda la lentitud y la pesadumbre del
mundo, fue ella quien abrió la puerta. Me miró y me sonrió, sencillamente. Mis
lágrimas rodaban en silencio, como aceite transparente, por mis mejillas
enrojecidas, y un nudo en la garganta me traspasaba como hierro candente. Ella
se limitó a curarme: primero, me limpió con agua oxigenada de 40 –¿de
40 qué?, porque nunca lo he sabido, la verdad…–; luego, me pintó sobre
la herida un sol rojo brillante hecho de amor y de mercurocromo. No había sido
tan grave después de todo. Además, mi padre no había llegado todavía.
Aún sigue la bicicleta en el balcón,
bici barata de paseo, de niño... Parece nueva. Se hacen a veces los balcones
trasteros de bicis, de bombonas, de objetos sin uso, de almas olvidadas… Sigue
la fachada con su humedad infinita, imperecedera, a pesar de ser ya agosto. Parece
no haber pasado el tiempo a través de ella. Desde aquí distingo el olor a la
madera maltrecha de la misma persiana de siempre. La había conocido con las lamas
de verde brillante y la cuerda a juego, eso sí... Por entre sus ranuras, el sol
me rayaba la cara durante las infinitas tardes de siesta en el verano, cuando
yo me empecinaba en no dormir acompañándola mientras cosía en la silla baja
escuchando la radio pequeña. Mi padre no llegaría hasta la noche…
Hoy es su santo. También es
casualidad que me hayan soltado este día, un 15 de agosto. Ha pasado mucho
tiempo. Tengo ganas de verla, pero no sé si querrá verme ella a mí.
No le traigo ningún regalo, solo
alguna que otra herida que seguro sería capaz de curar simplemente con una
sonrisa.
Nada más.
Tremendo decir sin decir. Gracias Tomás por compartir realidades.🙏🏾😯
ResponderEliminarHola Tomás , muy real ese relato .
ResponderEliminarMe encanta cómo nos "metes" en la escena Tomás, en el momento, en el sentimiento.... parece que la he vivido a cada palabra.Me quito el sombrero amigo.
ResponderEliminarPrecioso Tomás
ResponderEliminarzpeoz2e0
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