Cada verano mi
alma persevera
─o bien se obstina insurgente─
en
soñar con estaciones
de
andenes tristes, lejanos puentes de piedra
y
despedidas a los pies de una escalera.
Cierto
miércoles de siesta, me pareció distinguir
a una anciana
en el anochecer de los años,
yendo
despacio hacia las infinitas vías
del último
tren de su vida.
De tanto en
tanto, se volvía para mirarme
con una
sonrisa triste y dulce como
las naranjas
de mi niñez,
de fina
cáscara y olor marchito.
Una madrugada
plomiza,
realmente vi
brotar una flor ajada
entre dos
ojos de un puente abandonado,
parecido a
aquel donde conocí
a mi primer
amor verdadero.
Diría que me
miraban fijamente sus cuencas vacías
con todo un
ceño fruncido,
a la manera
de esas brujas de cuentos
que
capturaban infantes incautos
o
abandonados en el bosque
por papás
menesterosos;
hechiceras que
los engordaban,
pero nunca
llegaban a comérselos,
porque algo
pasaba en el último momento:
una sórdida refriega,
una salvación inesperada,
un
arrepentimiento a tiempo…
Una noche soñé
que mentía diciéndole a alguien
que nuestro
cariño viviría para siempre;
que se me
detenía en la comisura de los labios
un adiós que
olía a hierba
recién
cortada, pero con el sabor amargo
de todo jarabe
que palia
el antiguo
inevitable dolor que nos marca
la frontera
entre la corta niñez
y la larga existencia
de adultos
─falsamente─ responsables.
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