Si alguien se detiene a contemplar cualquier
fotografía de Horacio Quiroga (1878-1937), tendrá ante sí una mirada
penetrante, y a poco que se fije, apreciará la carga triste de sus ojos.
Difícil no estremecerse ante una mirada así. Difícil no preguntarse a qué tanto
dolor.
Si decidiéramos ahondar tras ese espejo
cristalino, descubriríamos bien pronto que la vida de este escritor uruguayo
estuvo marcada desde su más tierna infancia por una suerte de nefasta fatalidad que, sin embargo,
inspiraría algunos de sus mejores relatos.
A la muerte de su padre en un accidente de
caza (cuando el autor sólo tenía tres meses), le suceden, ya adulto, primero,
el suicido de su padrastro (que padecía una parálisis general); después, un
trágico accidente de caza en que Quiroga acaba con la vida de su mejor amigo;
más tarde, la muerte de su esposa tras ingerir una dosis letal de cloruro de
mercurio (previa discusión conyugal); y como rúbrica a esta serie de
desgracias, ausentes sus hijos y abandonado por su segunda mujer, su propio
suicidio con cianuro tras serle detectado un cáncer incurable.
Si añadimos su extraordinaria sensibilidad
(acorde al soñador romántico que latía en su alma) y un carácter indomable (que
chocó abiertamente con la mojigatería propia de la sociedad burguesa del Montevideo
de principios del siglo XX), hallaremos las claves que, a un mismo tiempo, esconde
su mirada.
Por ello, no es de extrañar el fuerte vínculo
emocional que le unió desde la adolescencia con su gran maestro, Edgar Allan
Poe.
Sin embargo, a diferencia de otros seguidores
(de los tantos que ha tenido a lo largo de la historia el gran poeta de
Baltimore), Quiroga perfeccionó el cuento macabro hasta cimas asombrosas,
convirtiéndose, según mi criterio, en indiscutible maestro del «golpe de
efecto», a la altura de genios como el propio Poe o Guy de Maupassant (otra de
sus grandes referencias literarias).
Conocido sobre todo por sus deliciosos
cuentos de la selva (deudores de su admirado Rudyard Kipling, influjo
imprescindible en su obra) e inspirados en la tradición oral y su estancia en la
región argentina de Misiones (selva ubicada en el corazón de la entonces América
virgen), su magnífica contribución a la literatura de terror ha quedado
relegada, salvo honrosas excepciones, a un discreto segundo plano.
Atormentado por la culpa, Horacio Quiroga maneja
como nadie el complejo universo de la alucinación, la angustia, la obsesión, el
fatalismo, la venganza y la locura. Sus cuentos son auténticas joyas del mejor
horror macabro, despertando en el lector una zozobra que va in crescendo para, finalmente,
concluir con hachazos estremecedores. Relatos como El hijo (quizá el cuento más impactante que
he leído en mi vida), La lengua, El almohadón de pluma, La
gallina degollada, El yaciyateré, Los guantes de goma,
La miel silvestre o Las rayas, por citar sólo algunos,
ilustran a la perfección el despliegue de talento y el dominio de la narración
breve que alcanzó el escritor uruguayo.
Menos conocidas, pero igualmente soberbias, son
sus novelas cortas (o relatos largos, según se prefiera), urdidas con venenosa
maestría, de corte folletinesco, al estilo de los pulp americanos,
de entre los cuales sobresalen El hombre artificial (que
fusiona magistralmente el terror más atroz y la ciencia ficción), El
mono que asesinó, Las fieras cómplices y El devorador de hombres.
El propio Quiroga plasma su visión del cuento
en su Decálogo del perfecto cuentista, compendio resumido de las
claves que, a su juicio, ha de tener toda narración breve (espléndida fuente de
aprendizaje).
Extraigo, a modo de conclusión, dos consejos
del mismo:
Cree en un maestro
(Poe, Maupassant, Kipling, Chejov —aquí incluyo al propio Quiroga— como en Dios
mismo).
Cree que su arte
es una cima inaccesible. No sueñes en dominarla. Cuando puedas hacerlo, lo
conseguirás sin saberlo tú mismo.
Siempre he creído un deber reivindicar la
figura de Horacio Quiroga en el contexto de las letras latinoamericanas, autor cuyo
«influjo macabro» sigue fluyendo por mis venas literarias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario