A
la ciudad de La Paz
Quiero que sean mis
humildes versos
ofrenda que atraviese
las límpidas alturas
abriéndose paso,
como teleférico soñado,
por surcos de aire y
proas de nube,
desde un corazón
a otro corazón hecho luz
primera
bajo la mirada vigilante
del altivo cóndor
montaraz.
A esta tierra de nombre
tan benditamente
necesario,
plena de augurios
y cálidas bienvenidas,
de ritos
ancestrales y fértil cuna,
dedico mi voz y mi
aliento
uniéndome en lazo
eterno,
desde ahora,
a sus nobles moradores,
mujeres y hombres de
cierto
y legendario espíritu
invencible.
Me hago fértil lluvia en
el altiplano
libre y milenario
y, en la senda de otros
privilegiados
poetas de inalcanzable
voz,
invoco al achachila
protector
que se cierne venturoso
sobre su
pueblo amado,
monte de cuatro picos
que se elevan en
estrellado camino
hacia los dioses, y en
cuya falda
todavía me parece
escuchar,
estando la noche
clara,
aquella venturosa
historia de amor entre el noble Illi
y la doncella Mana, quien
cantaba cerca del Chukiyabo
siempre serio,
cautivando una y mil veces
a su amado teniendo a la
luna
como único testigo
sincero del encuentro.
Sea La Paz
palabra eterna
y sabio código
benefactor
para unas almas que,
hablando infinitas
lenguas,
encontrarán por siempre
en ella
su certidumbre, su
refugio
y toda la esperanza que
caber pueda
en un mundo mejor.
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