Ponerse brillantina
hasta el cogote, vestir de saco y corbata para pedirle a la vieja “Vieja, anudame la moña” y oír una vez
más sus protestas, “No tanto, no soy tan
vieja”, para contestarle riendo “Acá
lo sos, acá sos mi vieja”, besarla, calarse el sombrero lenceao y salir corriendo, huyendo de
ruegos y consejos, “Habla como Dios manda”,
“Come algo”, “No vayas con malas mujeres”…
Dejar de escuchar cuando,
con un quiebro garboso, esquiva la puerta entornada, porque a estas horas de la
tarde del domingo, en el conventillo nadie cierra del todo la puerta de su
cuarto.
Volar por los caminos,
saltando con prisa las piedras y zanjas de las calles en construcción, pues Buenos Aires vive en perenne construcción,
mientras él sueña sin fin con las mujeres que perturban la respiración de sus
noches; sobre todo, con una, la Deyanira, perfumada y colorida como flor de un
día, esa flor fugaz que endulza la melodía de un tango pero amarga el corazón.
Lucir en el boliche como
un compadrito guapo, empilchado como rey de oros, como sabidor en timbas y
lancero en el amor; dejar que se acerque la piba sin mirarla, esperar a que le
pida fuego, faroleando el cigarrillo erguido, dando ruedos con desgana,
haciéndose rogar con cara de Valentino afligido.
Abrazarla al fin para
bailar, porque agarrarse a ella es la felicidad; dominar, llevar y dejarse llevar
por el fraseo del bandoneón: caminan, cortan de golpe, toman un rumbo nuevo,
florean las piernas antes de la media vuelta impensada que quiebra la cintura
de esta mujer que no le da tregua.
La Deyanira, que
descansa del baile sorbiendo su refresco, marcadas sus formas bajo los encajes
de domingo, erguidos los botones de sus pechos a través del corpiño liviano;
apenas una pibita, pero ya tan curtida, de tan buen palique, con esos ojazos;
que no se dé cuenta, que no sepa que lo tiene como borrego en redil; le chamuya
un piropo torciendo el gesto y le sonríe con el cigarro de medio lado antes de
escupirlo al suelo y llevársela a lo oscuro, donde las madreselvas crecen
enredadas a las cañas.
Chapan, manotean a lo
libre; desde el rincón más íntimo del patio su piel secunda el tango que suena.
Se entiende con esta Deyanira como el bandoneón se entiende con la pianola,
conjuntados en una travesía sin puerto, en una melodía sin memoria, en una música
para penas ilusionadas.
“Te quiero como se quiere a la vida cuando la vida es verdad” canta
el Rómulo en este momento.
Se cambió el nombre. Y
no le duele, aunque su vieja se ofenda, “Si
se enterara tu padre, Dios lo tenga
en su gloria”, “Dejame, vieja. Dónde
va un Eladio García por estos mundos, llamame Dante Trono, por un día. No más el domingo dejame ser como los demás”.
Ser como los otros
compadritos que colman los boliches del barrio de la Boca. Oswaldo, Olimpo,
Héctor, Rómulo… Nombres que imponen, que suenan regio, a italiano, porque los
italianos arriban a millares y mandan más que los gallegos, cosa que también
enciende a su vieja, que la llamen gallega, a ella, una andaluza cabal.
“Con sombras de cárcel lavé mi pecado”, canta el otro. Porque los
tangos cantan desgracias de todos los colores, salvo la desgracia gris del laburo: ningún tango habla de trabajo,
de la pena negra de levantarse antes de que salga el sol para deslomarse
carneando reses en una jornada interminable, dentro de una nave helada. Ahí
está lo bueno, que el laburo no existe
en los boliches, que los bravos no trabajan, que campean los curdas bárbaros que viven de noche y se
acuestan de día.
Ciego con la piba no ha
visto acercarse al compadrazo, a Oswaldo el Negro, el de la faca, que también
le hace ojos a la Deyanira y de un manotón se la saca de los brazos, “Andá, papamoscas, pasame esta papirusa.
Y andate a la barra, que te conviden a
grappa”. Ella se deja hacer, pero mira largamente a Dante, esperando que la
recupere, que la defienda como macho bien bragao,
pero Eladio retrocede, disimula, ríe como gracia lo que es afrenta y se va con el
rabo entre las piernas a tomar la grappa
cobarde.
Y de allí, de boliche a
conventillos con baile, a beber amargo más que a bailar dulce, hasta llegar al
burdel donde le fían, donde desfoga… La
corbata arrastrada por el suelo, el sombrero hundido en el pico de la percha y una
concha bostezando entre las sábanas rojas.
Ya de mañana, cuando
vuelve a su conventillo, el patio bulle de vecinos, de palanganas, de niños
chillones, de mujeres que vacían las aguas sucias y hombres que se anudan los
zapatos. Y a la puerta del cuarto, su madre, que le espera llorando: “Ya está bien la joda, vieja. No me llore y déjeme dormir, que hoy entro de
noche”.
Mientras, bien lejos, en otro cuarto:
−Ay, Rosarito, ¿dónde has pasao la noche?
−Que soy Deyanira, madre.
−¡Nombre de puta! ¿Para esto dejamos el pueblo?
Más nos valdría volver a España.
−Mire, al menos aquí comemos. Trabajo no me falta
y mientras yo gane mi pan y el de usted y padre, haré lo que me dé la gana.
“Volver…
¿Para qué? Allí era el señorito, aquí el Oswaldo”. ¿A quién le contará su
cansancio? Su cansancio de que el Oswaldo haga con ella lo que se le antoja, su
pena de que Dante se arrugue y la deje en manos de ese chulo. Dobla con cuidado
los encajes mientras la madre insiste:
−Hija, ¡así no te vas a casar!
−¿Y qué? Lo que quiero es un amor de tango, muy
grande, muy de verdad… ¡Muy desgraciado! Y luego morirnos los dos, madre, sin
niños ni suegra ni casa que limpiar.
Se lo
jura a sí mismo: es la última vez que Oswaldo le pisa la mina. El próximo
domingo no se achantará, le plantará cara, que hablen las facas. Al fin, morir
en un lance de amores no es mal modo de morir. Y a ella, la ingrata, ya le dirá
cuatro cosas. Aunque… ¿qué importa?
Sufrir traiciones de las minas engañosas es vivir, penar de amor es vivir. Todo
es vivir salvo esos días, esas noches de encierro en el gran frigorífico de las
reses muertas. Se vengará a su manera: cada vez que destripe la res con el
cuchillo jifero, cada vez que deshuese las costillas de los costados colgantes…
Cada vez que hunda su daga en los solomillos desgajados, imaginará que a Oswaldo le clava la faca. Llegará el día, llegará la noche en que ese
chulo no lo vuelva a achantar.
Te
quiero.
Como querré a la vida.
Cuando
la vida sea verdad.
Del libro "El mar y los siglos"
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