Recomendaba trazar
dragones con fragmentos de animales vivos, así como un cuidado especial en el
tratamiento del cuerpo de una ninfa o de un ángel, pues sus formas se marcarán
a contra viento, revestidas por finísimas telas. Él mismo, vistiera túnica
larga o corta, lucía en su persona la mayor belleza: proporciones perfectas,
mirada profunda, rubio de oro; Gabriel, en su juventud, Platón en la madurez.
Observó que las hojas de
las plantas, como el alma de los niños, siempre se vuelven hacia el firmamento,
porque “nuestro cuerpo se somete al cielo y el cielo a la mente humana”.
Sabía de catástrofes y
desgracias que quizá no sufrió nunca: el ímpetu de vientos que arrancan de
cuajo los árboles viejos; las aguas que arrastran lechos, sillas, frutos y
cadáveres; el terror de lobos, zorros y serpientes huyendo de la muerte; el
fragor del trueno y el suicidio de quienes no soportan tanta angustia. Y la
batalla lejana, mezcla de aire, humo y polvo, pero al acercarnos, armas rotas,
lodazal poblado de muertos y un mar de sangre.
“El pintor es dueño de
toda clase de personas y cosas”, decía; en él era cierto, su mente poseía el
caos y la paz, pero decidió legarnos la paz. Inteligencia, ciencia, observación
y estudio de cuantas criaturas, vivas o inertes, forman el mundo, representadas
en contornos que se funden con el aire, en sonrisas sutiles, en sabiduría
callada. Extraña pintura que une la suavidad del nácar a la dureza del cuarzo.
Científico que trabajó en
todos los campos, pues no había campo ajeno a su curiosidad; tal vez hoy día
nos asombra especialmente su faceta de estudioso
del vuelo y proyectista de máquinas voladoras, pero ninguna de sus máquinas ayuda
tanto a volar como su actitud hacia los pájaros: cuando encontraba alguno
enjaulado, pagaba el precio que le pedían, abría la jaula y le daba la
libertad.
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