Háblanos un poco de ti.
Es difícil
responder a esta cuestión sin sentir la inquietud de quien se mira en el espejo
y, como escribiera Borges, siente que es reflejo y vanidad. Pero creo que lo
ideal es hablar de dos pasiones que han condicionado mi vida desde pequeño: la
historia y la literatura.
La Historia es
resultado de los viajes que cada verano hacía con mi familia: castillos en
ruinas, monasterios románicos, la luz de las catedrales góticas, jeroglíficos
en templos egipcios… Despertaron desde muy pronto mi interés por entender el
mundo a través del pasado; primero fueron las Cruzadas y los templarios, luego
vinieron las herejías, en particular los cátaros, la mal llamada Reconquista y,
gracias a los profesores que me dieron clase en el Grado en Historia (UGR), fui
acercándome a otras corrientes historiográficas, como la microhistoria, la
historia social y de la vida cotidiana, y a trasladar mi centro de interés de
la Edad Media a la Edad Moderna, en particular al siglo XVI y a los moriscos,
que suponen mi campo de investigación en la actualidad.
También la
literatura me ha acompañado desde niño. Conservo algunos relatos muy primarios
que escribía con seis o siete años, ya marcados por lo fantástico y cierta
noción de la tragedia o lo dramático que se han ido perfilando con el tiempo
hasta configurar los temas característicos de mis libros.
A la larga, he
visto cómo esas dos pasiones se han vuelto inseparables: un buen historiador
debe ser también un buen escritor para hacerse entender y llegar a la gente, y
es en la historia donde encuentro historias que contar, aunque se llenen de una
pátina de fantasía.
¿Qué podemos encontrar entre las páginas de
La pausa incesante?
En La pausa
incesante he construido una colección de relatos que tienen el tiempo como
hilo conductor desde un principio in extrema res que reinterpreta el Big
Bang y, con él, el origen de la vida para recuperar y repetir el tránsito por
todas las etapas de la historia humana: la Prehistoria, la Antigüedad, la Edad
Media… Pero sometidas a la perversión de un mundo que vuelve a empezar y donde
no podemos distinguir lo real de lo onírico. En sus páginas los lectores pueden
encontrar sectas, oscuros rituales, salvajismo, luchas absurdas, obsesiones, la
búsqueda de la libertad, cuerdos incomprendidos, ironías mordaces o artículos
historiográficos que, a la manera de Borges, rescatan del olvido civilizaciones
olvidadas.
¿En qué ingrediente reside la fuerza de
este libro?
Fue Hobbes quien
escribió que «el hombre es un lobo para el hombre». Pese a la variedad temporal
y temática de los relatos, hay una idea que predomina en todos: la violencia
connatural al ser humano, la violencia como manifestación del poder. La fuerza
de La pausa incesante reside en una crítica a las estrategias de poder
en todos los ámbitos: un sistema político que busca dominar a la sociedad a
través de la ignorancia y el analfabetismo, líderes de una secta que controlan
a sus fieles mediante el castigo y el miedo, hombres que ven en tradiciones y
conformismos absurdos la justificación de causas perdidas, también niños que
padecen acoso escolar, marginados por una dinámica que equipara la fuerza y la
popularidad al poder.
Galtung
distingue tres tipos de violencia: directa, estructural y cultural. De las
tres, la más peligrosa es, en mi opinión, la cultural, porque legitima las
otras dos. En este libro trato de representar cómo y por qué nacen los
discursos culturales que hacen de la violencia algo legítimo, los caricaturizo
para desacreditarlos, para destruirlos.
¿Cómo describirías tu trayectoria de
escritor desde la primera publicación hasta esta última?
Desde mi primera
publicación en 2019 —Sobre la nostalgia y el olvido (Editorial Nazarí)—
hasta esta última, La pausa incesante (Aliar Ediciones, 2025), han
pasado seis años. Puede parecer poco tiempo, pero si releo alguno de mis
relatos anteriores veo lo mucho que ha cambiado mi estilo y la forma en que me
acerco a algunos temas aunque, en esencia, sean los mismos. Por ejemplo, un
amigo, el poeta Jaime Campillos, me hizo ver que en mis últimos relatos casi no
utilizo diálogos, que estaban mucho más presentes en mi primer libro o en Huerto
Sagrado (Editorial Nazarí, 2021), y que ahora priorizo la narración.
También me siento más inseguro al empezar a escribir, una contradicción que ya
señalaba García Márquez cuando decía que su primer relato lo escribió del tirón
y después sentía vértigo cada vez que se ponía frente a la página en blanco,
porque nos volvemos más exigentes con nosotros mismos, más perfeccionistas.
Sobre todo, han
cambiado mis influencias a medida que leo y descubro nuevos autores. Por citar
algunos ejemplos, de Mircea Cartarescu he aprendido una forma exuberante de
tratar los sueños; de Ángel Olgoso, la búsqueda de la belleza en temas oscuros
que refulgen con luz propia; de Ana María Matute, la confirmación de que la
infancia no es una Arcadia feliz; de Cesare Pavese, a ver la mitología como una
forma de explicar los miedos del ser humano, entre ellos la soledad; de Rulfo,
que son más importantes los silencios que lo que se dice.
También ha
cambiado mi forma de entender la literatura. Al principio pensaba, con
ingenuidad, que la literatura era una catarsis que me libraría de mis demonios,
de mis obsesiones; ahora entiendo que no es así y que no es necesario
deshacerse de ellos, sino entenderlos y darles forma. Ahora he perdido el
interés en la introspección, al menos como inspiración principal, para abordar
otros temas que me preocupan, como la inercia del sistema productivo capitalista
que nos condena al desencanto y la decepción, la soledad, las dinámicas de
poder, la exclusión y la intolerancia.
¿Cuál fue el último libro que leíste? ¿Por
qué lo elegiste?
El loco de
Dios en el fin del mundo, de Javier Cercas. Lo elegí por dos razones
fundamentales: la polémica entrevista que le hicieron al autor en TVE y la
muerte del papa Francisco. La historia de las religiones siempre me ha
interesado y en la carrera me acerqué más aún a las teorías foucaultianas de
vinculación entre religión y política, también cómo las religiones se
alimentaron unas de otras y la influencia que tuvieron y aún tienen en la
sociedad. No podemos entender la historia y el pensamiento de la Europa
Occidental si excluimos al cristianismo y a la Iglesia.
En este libro, Cercas, como intelectual ateo, hace un esfuerzo por entender a la Iglesia desde dentro, sin omitir temas delicados e incómodos para los religiosos que entrevista o las luces y sombras de una personalidad contradictoria como la del papa Francisco, con una mirada escéptica a los fundamentos teológicos de la Iglesia pero admirada por cómo la fe —que él denomina superpoder— mueve la labor de los misioneros de todo el mundo, en particular de Mongolia. Al contrario de lo que algunos piensen, Javier Cercas no blanquea la imagen de la Iglesia, es la mirada de un escéptico que trata de entender una institución que ha sido fundamental en la historia de Europa Occidental y aun del mundo, y si somos capaces de leerlo sin prejuicios vemos que de él se desgajan ideas de amor, solidaridad, entendimiento y tolerancia que trascienden —y deben trascender— a la religión en un mundo que padece la escalada de la tensión internacional y el ascenso de los totalitarismos.
¿Y ahora qué? ¿Un nuevo proyecto?
Siempre hay algo revoloteando en mi cabeza, tengo el móvil lleno de notas, ideas para futuros relatos e incluso alguna novela, aunque ahora no tenga todo el tiempo que quisiera para darles forma. Tampoco me decanto por una idea concreta, aunque sí me gustaría explorar nuevas posibilidades, quizá cambiar de temas, tratarlos de otra manera o hacer a un lado el cuento y probar con la novela, poder vincular lo fantástico o el realismo mágico con lo histórico.

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