Háblanos
un poco de ti.
Nacido
en Berja (Almería) el 6 de junio de 1956, viví en Granada entre 1970 a 1982,
donde cursé la licenciatura de Derecho. Fue en esta ciudad donde se acrecentó
mi afición a la literatura, fundamentalmente a partir de mi experiencia en el
Teatro Independiente, donde componíamos los textos que luego representábamos.
La gente que llegué a conocer conformó mis gustos y mis aficiones literarias. Sigo
frecuentando Granada de forma regular.
Por cuestiones de trabajo (he sido Funcionario de Habilitación Nacional
en Administración Local) me vi de nuevo en Almería, donde actualmente vivo. Es
en esta provincia donde empiezo a publicar, primero, en un blog literario, y
luego en diferentes editoriales.
Miembro del Instituto de Estudios Almerienses en el Departamento de
Arte y Literatura, actualmente promuevo los Velorios Poéticos de Almería con el
colectivo Poetas del Sur Almeria.
Aunque he ganado algunos premios literarios, pronto dejé de concurrir a
ellos por diversas razones que no vienen al caso. No obstante, en alguna
ocasión, siempre que el premio a conseguir no fuese pecuniario, he concurrido a
alguno. Como ejemplo, en el año 2015 fui el ganador del Concurso de poesía
convocado por ALCER, más tarde, he fui finalista con el poemario Los Esteros de
las mareas, en la tercera edición del Premio Internacional «Francisco de
Aldana» de Poesía en Lengua Castellana, convocado desde Nápoles por el Circolo
Letterario Napoletano 2018 y finalista en el IV Premio Internacional de Poesía
Ateneo Mercantil de Valencia 2020 con el poemario Días sin pájaros.
Ahora prefiero participar siendo miembro de los tribunales de algunos concursos
literarios. Es más entretenido.
¿Qué
podemos encontrar entre las páginas de Días sin pájaros?
En Días sin pájaros encontraremos, sin duda, un tema que
traspasa casi todas sus páginas; un tema poco usual en la poesía como tema
central, que es el dolor.
Para hablar del dolor,
quizás no sea la poesía la mejor herramienta; ni siquiera la écfrasis, como
descripción literaria, pueda ayudar para describirlo.
Si la poesía se usa, debiera dejar constancia de su silencio, de su
sonido, de la pena que arruga la palabra y la hace ir a su aparente negación.
También de la amarga realidad que transita el alma en la intemperie. En cada
poema se debiera despertar el lenguaje abruptamente, despojarlo de la atadura
que trae la convención, llevarlo a otro lugar del juicio y desprenderlo del
papel para hacerlo piel, cuerpo, sangre, carne abierta y agredida; olor,
caricia en el secreto puro de la noche y el misterio; ceniza, polvo en el aire
infausto del fracaso. Solo así la poesía encuentra casa en el cuerpo, en la
palabra, en el sonido de esa palabra que trae viento de otra afrenta e impulsa
la propia para continuar desbordándose entera en la mudanza que lo hace ir
hacia la desesperada realidad del horror.
Quizás, el poeta que sufre el dolor en carne propia, debiera olvidarse
de la poesía, pero no puede escapar de un anhelo permanente: hacer que la
palabra encuentre refugio provisorio en el poema, colmándolo de dolor, de
sangre, de recuerdo. Mitigando en él aquello que no podemos olvidar. Sembrando
en él aquello que no debemos desconocer. Y ofrecer un modo de trascenderlo,
buscando en el poema sonoridad para la idea, eco en la palabra para decir
poesía, para decir lenguaje, para desentrañar con fuerza vital el dolor de la
pérdida, el dolor de la afrenta, la fatiga de la distancia y el horror de la
muerte. Pero también, la luz, la “Inverosímil
luz en la tinta sombría,/tinta que vislumbramos, sobre el papel, impura,/sobre
caligrafía de ave de medianoche,/insomne, enfebrecida, indefinible luz.”
En Días sin pájaros se ahonda el
misterio que trasciende en la escritura poética cuando se vulnera el cuerpo, la
memoria, la vida. Cuando la palabra se hace jirones y despide sus múltiples
formas en la escritura. El poema dejó de ser comunicación para volverse
contacto desde el lenguaje con la piel, con el recuerdo, con las palabras
enfurecidas.
Así, el poeta no rompe su destino entre
las palabras; muy al contrario, lo lleva a otra forma, quizás más cercana, más
dolorosa, menos vacía, y permite que su poema viaje al lector golpeándolo en la
cara, haciéndolo partícipe de la amargura, con límpida voluntad, con ímpetu,
pero también con la angustia del desamparo, del arriesgado círculo de la lucha,
de la imposible victoria sin la sangre, del secreto compartido en la disputa: toda
una realidad sonora llena de horror y de miseria. El poema recibe esa amargura
y la protege al volverla transparente en el lenguaje, al hacerla dolor en la
música que lo vigila.
Sólo una enseñanza debiera desprenderse de esa experiencia
humana que es el dolor: Mientras dure la luz no habrá descanso,/ no habrá
descanso mientras haya vida.
¿En qué ingrediente reside la fuerza de este
libro?
Creo
que reside fundamentalmente en la intensidad con que se explora el dolor
existencial y la búsqueda de sentido a través de la palabra poética. Más
concretamente, su fuerza radica en
transformar el dolor en presencia poética, buscando sonoridad y eco en la
palabra para nombrar lo que duele y lo que, por ello, debe ser recordado y
trascendido. Cuando se ha sufrido el dolor en carne propia, no queda otra que
tratar de superarlo o rendirse. Mi experiencia ha sido el encuentro con la luz
y con todo lo que bajo la luz da sentido a la vida.
¿Cómo
describirías tu trayectoria de escritor desde la primera publicación hasta esta
última?
Ha
sido un proceso de depuración y de creciente hondura ética y emocional, que va
desde una voz inicial atenta a la experiencia cotidiana hasta una poesía cada
vez más concentrada en lo esencial: la herida, la pérdida y la necesidad de
decir.
En
mis primeras publicaciones, mi escritura se reconocía por una mirada reflexiva,
de tono contenido, donde el poema funciona como espacio de observación y de
ajuste entre el yo y el mundo. Predomina ahí una búsqueda de forma y de ritmo,
con un lenguaje sobrio, todavía más narrativo o descriptivo, que explora la
identidad, el tiempo y la experiencia vital sin estridencias.
Con el paso de los
libros, esa voz se va despojando de lo accesorio. El lenguaje se vuelve más
tenso, esencial y cargado de silencio.
En Días sin
pájaros, ese recorrido alcanza un punto de madurez: la escritura ya no busca
explicar ni embellecer, sino nombrar lo que queda cuando todo lo demás falla.
¿Cuál
fue el último libro que leíste? ¿Por qué lo elegiste?
Lo
cierto es, que llevo multitud de libros a la vez. No obstante, los dos últimos
libros leídos son, por una parte una novela, “Un desierto de seda”, de Juan
Campos Reina, y por otra, el último poemario de Rafael Soler, “Memoria y no”.
La
novela de Juan Campos Reina no la elegí yo, me eligió ella. Es de esos libros
que te recomiendan, los adquieres y luego abandonas por razones diversas. Y fue
empezar su lectura y me atrapó, como me atraparon otras del mismo autor. Se
trata de una novela que se destaca por su lirismo contenido y su cuidado
estilístico. Una maravilla de prosa poética, que subyuga.
“Memoria
y no”, el último poemario de Rafael Soler, por curiosidad y admiración hacia su
autor. Hace pocos días estuvo con nosotros como poeta invitado en los Velorios
Poéticos de Almería y me hice con ella, y no pude contener mi deseo de conocer
la evolución de poeta tan singular, al que tanto admiro, aun cuando su estilo y
el mío son bastante diferentes.
Y
ahora qué, ¿algún nuevo proyecto?
Pues
sí, llevo bastante tiempo detrás de un proyecto que posiblemente se llame “Los
secretos de la escritura”, queriendo desarrollar un poema anónimo que encontré tirado
muy cerca de la casa en Almería de José Ángel Valente, que luego os trascribo.
El misterio que lo envuelve me interpela constantemente. Si alguien me pudiese
informar sobre su autoría, sería de agradecer. No he encontrado ninguna
información.
Se trata de
desarrollar, con cada estrofa del mismo como epígrafe, una serie de poemas que
respondan a lo que sugiere. Es una obra ardua y que me llevará tiempo.
Y evidentemente,
seguir con los Velorios Poéticos de Almería y las tertulias de Poetas del Sur.
Dice el poema
anónimo:
LOS SECRETOS DE LA ESCRITURA
Últimos brotes de verbal
creatividad,
atravesados por un margen
de silencio inefable.
El talismán de la mandorla
originaria,
estirpe de escritura
donde la piedra,
verbal, gravita, pende y estalla.
Salir de sí y aprehender,
en palabra circuida por
silencio,
cual mundo percibido en sus
formas liminales.
Sólo vestigios, huellas,
señales, figuras..
..consuelo de esas formas
visivas
de la esencial limitación.
Pujar, luchar, abrir resquicios
de luz
en el ámbito oscuro de lo indecible.
Proyecto de armonías, amparado
en lengua y sangre especular.
No incorporación mera de
ademanes
y cadencias; no al menos
mediante
la impronta pasional de la
conmiseración.
Aún por encima
del apesadumbrado existir,
conocer
el gozo de haber sido
materia viva ante la nada:
Sin las alquimias
de la atracción pretérita,
la palabra está exenta del
latido emotivo.
Jornada interminable,
inagotada en recurrente
revisión.
Recuerdos atrapados en un
ámbito
de oscuridades.
Sólo un verso de áspera
textura,
de matriz dolorida.
Memoria esperanzada,
como mínimo, como límite.
La transparencia o iluminación
en inviolables bordes de
silencio,
en la misma raíz de la
eternidad.
Una oquedad inalcanzable,
invulnerable al tiempo.
Resurrección del hálito vital
en la aspereza,
sólo luz y astillas.
Desnacer, siempre desnacer.
Otro será el que resucite.

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