Nadie pudo evitar el suicidio de Robert Grey aquella tarde cenicienta del otoño de 1905. No pudo soportar por enésima vez que su novela fuese rechazada. La tildaron de absurda e inverosímil. Los editores se mofaron y la despreciaron cruelmente. Ya se sabe que los escritores suelen ser muy vulnerables y desequilibrados.
Aquella novela proscrita se desarrollaba en el lejano y distópico año 2020. La sociedad del mundo entero se había confinado durante meses sin salir de casa. Todas las personas tenían que llevar mascarillas para evitar un virus letal que viajaba por el aire y debían lavarse constantemente las manos con agua y jabón. Afectaba a los ancianos principalmente. También había personas que contagiaban la extraña enfermedad sin presentar síntomas. Incluso, aparecieron grupúsculos por doquier que negaban las luctuosas evidencias.
A su entierro no acudió nadie, fue sepultado con su absurdo manuscrito y olvidado para siempre.
En el arte existen numerosos artistas que pasan de largo sin dejar huella. Antiguamente, parece ser que existía un mejor criterio y han logrado alcanzar la cima merecidamente afamadas obras como El Quijote; sin embargo, no debemos olvidar que hasta el siglo XIX no empezó a considerarse la magna obra en la que se ha convertido. Durante doscientos años fue considerada como una simple novela de humor: no se supo desentrañar el enorme potencial que encierra como si de un libro arcano se tratase.
La culpa de todo esto la tienen las modas, los ineptos y normativos críticos y las varas de medir. Numerosos manuscritos han caído en el olvido o siguen encerrados bajo llave en un cajón o han sido carcomidos por algún virus de un sucio ordenador. Veo y escucho “La voz” y observo la cantidad de cantantes que se queda en la cuneta por el físico o porque no sigue las modas reguetonianas. Asisto a alguna exposición de arte y al artista no lo conoce ni Dios, siendo un genio. Como Van Gogh, que solo vendió una pintura en vida. He visto alguna magnífica película, perdida en alguna plataforma, que nadie sabe de ella. He ido a algún concierto y he visto que su público era casi inexistente, siendo los solistas unos portentos del oboe, el piano o del arpa. He leído alguna novela, que ha sido premiada con el máximo galardón de algún renombrado certamen –léase Planeta por ejemplo-, y he quedado perplejo por su simplicidad o infantilismo. He escuchado músicos callejeros que me han puesto la carne de gallina.
Dicen que el tiempo pone a cada uno en su lugar, pero suele ser injusto.
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