¡Hey, tú! ¡Sí! ¡Tú! Tú que vas por una calle decorada con guirnaldas de
luces intermitentes. Tú que esperas en la cola para pagar eso que llevas en la
cesta. Tú que acabas de echarte a la boca un canapé en la comida prenavideña
con los del curro -aún en el aperitivo… ¡cuánto te compadezco! -. Tú que continúas
atascado en el mismo punto de hace una hora. Tú que estás colocando ese espumillón
por allí. Tú que estás poniendo ese pastorcillo por allá. Tú que no haces nada
de lo anterior, pero sigues la inercia de lo que se venía haciendo por estas
fechas antes de que un virus parara el mundo… A ti, sí, te pido algo: Detente
un momento. Deja de pensar o de hacer lo que estabas pensando, haciendo. Mira a
tu alrededor. Fíjate bien en lo que ocurre, en la sucesión de pequeños eventos
que trascurren en paralelo, que arman la escena de la que formas parte. Te
cuento lo mío.
Estoy en un mercado de Navidad que no se celebraba desde hacía tres años.
Es un mercado alejado del centro, del ruido de los turistas, del rugido de los
coches que se apelotonan en mayores cantidades en las arterias principales, que
está fuera del foco de las cámaras, de las listas de mejores mercadillos de la
ciudad. Es un mercado de barrio, de un barrio residencial, tranquilo, de
currantes y jubiletas, en el sur, lindando ya con el estado vecino. Hay bastantes
puestos. Algunos no están ocupados. Puestos, la mayoría, gestionados por
entidades sociales y deportivas de la zona como manera de recaudar fondos para
sus respectivas causas. Puestos, por tanto, nutridos por voluntarios. Puestos de
abalorios navideños, puestos con comidas y bebidas, la mayoría. La mayoría, con
lo de siempre: vino caliente con y sin alcohol, salchichas y carne a la brasa,
alguno hay con sopas, alguno hay con gofres o con tartas y bizcochos caseros, algunos
funcionan como puntos de información de servicios del distrito, de los
bomberos, de protección civil... Hay jóvenes tocando por iniciativa propia sus
instrumentos: una con una flauta, otro con un violín, un quinteto de metal…
Eso he visto en mi primera ronda por el mercado, que se asienta rodeando el
laguito central de una plaza, cogollo más antiguo del barrio, donde también se
levanta una iglesia, de la que entra y sale gente continuamente, probablemente
porque han visto que antes otros salían y entraban, aunque en realidad no hay
nada especial que esté aconteciendo dentro, salvo lo que se espera encontrar,
detalle arriba, detalle abajo en una iglesia antigua de una barriada periférica.
Antes del parón pandémico solía comprar la salchicha de rigor en un puestecillo
instalado junto a la iglesia. Recordaba que eran especialmente diligentes
cobrando y sirviendo, que el producto era aceptable en cuanto a relación
calidad/precio y que el trato era correcto. De ahí que esté justo aquí, ante el
susodicho, desde donde te hablo. A la salchicha que me han adjudicado le queda
vuelta y media para terminarse de dorar. Algo así me explica el salchichero, un
sesentón afable que hace bromas continuas con sus compañeros de fogones y con
quien lleva la caja. No recuerdo si eran los mismos de la última vez, pero sí
que había ese mismo ambiente distendido, muy, pero que muy de agradecer por
estos lares, donde no es para nada la norma. No parece que haya cambiado nada
en tres años tres que han pasado desde entonces. “Detente un momento”, me digo.
“Mira a tu alrededor, fíjate bien”, me repito.
Miro y veo que quien espera turno delante de mí le pega un bocado a la
puntita de salchicha que asoma por el pan por el que la agarra y que le acaban
de entregar. Se endiña un pedazo generoso antes aún de que le den las vueltas,
antes aún de rociarla de kétchup y mostaza. Se quema la lengua, claro,
naturalmente. Recién la han retirado de la parrilla. Pero los ojos, llenos de
ganas, dan por bueno el atrevimiento.
Esta escena, el ansia, el hambre, la impaciencia que despierta en quien la
lee, en quien la ve, refleja esa ansia, esa hambre, esa impaciencia nuestra en
esta, más que “nueva normalidad”, un aterrizaje en toda regla en un mundo
parecido al que dejamos atrás en enero de 2020, pero que no es enteramente
igual. Ansia, hambre, impaciencia para que todo vuelva a ser como antes…
ilusamente, inútilmente. Tal vez la salchicha tenga los mismos ingredientes que
la del mercadillo de 2019. Tal vez los ponys que giran en círculo llevando a cuestas
a niños lo hagan con la misma parsimoniosa cadencia que entonces. Tal vez el
vino caliente nos achispe y atonte como solía hacer antaño. Tal vez lo que pase
es que todo lo de fuera puede ser más de lo mismo, pero nosotros por dentro no.
Aunque no llevemos ya mascarilla, aunque no nos sobresalte el estornudo de
quien se abre paso entre la multitud delante de nosotros, aunque nos atrevamos
a chuperretearnos el dedo pringado de salsa que acaba de caer del trozo de
carne asada que nos han servido en un bollo. Hemos visto cosas, hemos vivido
cosas, hemos sentido cosas -y no hemos visto, vivido y sentido otras tantas,
más que las vistas, vividas, sentidas- que nos han hecho ser lo que somos ahora,
por encima de todo, seres muy dispares de los que habríamos sido sin la
pandemia de por medio.
Podrán hablar por ahí de eso de “la vuelta a la normalidad”, pero nunca usaremos
de nuevo nuestra antigua piel. Ya la hemos mudado. Y de qué manera.
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