La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 29 de noviembre de 2022

ME ESTOY DESINTEGRANDO ‘Estos escombros pesan mucho…’, por Mauricio Jaramillo Londoño.



 (Llevo aquí quince años. Poco a poco me he ido desintegrando. Recién muerto, recibida esa cantidad de tiros en mi espalda y el de gracia, en mi cráneo, rodé por un abismo que calculo tendría doce metros; di tumbos contra las rocas lo que contribuyó al rompimiento de mi piel y desgarre de mis músculos; mis ropas ensangrentadas, sucias con los restos de mi cuerpo, terminaron por convertirse en pedazos de tela despedazados por las puntas hirientes de las piedras y manchadas por el barro que se escurría en ese atardecer tenebroso de tormenta, rayo y trueno.

He sufrido mucho bajo estos escombros. Cada vez pesan más pues capas y capas de tierra y basura rellenan La Escombrera; las máquinas mueven, aplastan, organizan, repletan este sitio y siento que mis restos, por la gran presión del montón, van a pulverizarse, literalmente convertirse en partículas diminutas e irreconocibles de lo que fue mi cuerpo.)

La tarde en que morí la tengo grabada en mi mente como el peor día de mi existencia, como el final de un camino terrible: ¡mi vida ha sido dramática!

»Nací en la Comuna Trece, dentro de uno de sus barrios. Corría el año 1980. Mi madre se recostó en el mueble que servía de sofá, silla de comedor, sillón para escuchar el radio o ver la TV. Su enorme barriga dentro de la que estaba yo ―recuerdo mis pataleos y ejercicios natatorios en esa bolsa llena de un líquido salado, ese plasma materno que yo avivaba con mis propios jugos y del cual me alimentaba también pues tomaba traguitos del plasma: ¡me parecía delicioso!―, su barriga, digo, le comenzó a doler bajito, un chorrito de agua le salió por entre las piernas, gritó varias veces tan alto que sus vecinos la oyeron, vino doña Crisálida Muñoz, la partera de la Comuna ―mi padre, un desconocido a quien nunca vi, por supuesto no estaba junto a mi madre: hacía meses se había esfumado de esta ladera―; doña Crisálida la calmó con sobandijas, acomodamientos, agua tibia, tal cual trago de aguadepanela. Mi madre despanzurrada  para poder parirme ―me contaron luego que yo tenía la cabeza muy grande, que mi mamá sufrió mucho conmigo al traerme al mundo―.

»Sacarme de la bolsa materna en la que pasé nueve meses fantásticos; quitarme esa tibieza maravillosa; hacer sufrir a mi madrecita querida en este nacimiento: ¡así empezó mi vida en el planeta! Ella trabajó de parto casi dieciocho horas seguidas, y al fin, con un berrido bestial surgí yo a la Tierra, a este lugar de padecimientos.

»Mis primeros años, desde bebé tomando leche materna de esos senos cálidos y dulces de mi mamá, hasta que di mis nacientes pasos temblorosos-frágiles-minúsculos, fueron días tranquilos, cuidado yo por las robustas manos de mamá y la atención jolgoriosa de mis hermanos. Empecé a murmurar algunas palabras coherentes ―los agugús, gorjeos y sonidos salían de mi garganta hacía meses… Las palabras surgieron de repente―.

»Asustado, espié por las rendijas del tablado de mi habitación las pequeñas sabandijas que se movían debajo de nuestro hogar: hormigas, cucarachas a montón, tal cual rata, dos sapos gordos de ojos saltones y pegajosos que se limpiaban las lagañas de sus vistas con un extraño movimiento de sus manos palmeadas, muchas cucarachas voladoras.

»Mirar rendijas, pararme en la puerta de la pieza ―nuestro hogar era una sola habitación en la que dormíamos, cocinábamos, comíamos, jugábamos―; observar las escaleras infinitas que bajaban hacia la ruidosa ciudad llena de una neblina tenue y fétida, voltear mi cabeza que me pesaba mucho y con estos mis ojos ―que hoy no tengo dentro de mi cráneo porque todo mi cuerpo está hecho polvo por el peso inaudito de los escombros―, ver las escalas de barro que subían hacia la cumbre distante en la que tal cual árbol se mecía con los ventarrones. Al amanecer ―cuando el sol no había brotado con toda su fuerza―, los portones despedían decenas de personas que bajaban los escalones corriendo, gritando, despidiéndose. Al anochecer, ya oculto el sol y con la luz de la luna o con la luz de la noche, retornaban centenares de piernas y murmullos a la Comuna Trece.

»Yo ya caminaba mejor, entendía muchas cosas, comía con mis propias manos ―claro que me ensuciaba muchísimo con la sopa y tal cual hueso que chupaba y chupaba sin descanso sacándole la sustancia hasta dejarlo pelado y blanco―. Aprendí a limpiar mis propias vergüenzas, a vestirme, bañarme los domingos en el platón metálico donde se recogía el agua lluvia o se guardaba el poco líquido que subía a nuestra ladera, agua que ascendía estas cumbres empinadas de Medellín cada cinco días dándonos la oportunidad de reunir en vasijas la existencia ―somos seres de agua, nuestro cuerpo es agua―. (De esta condición acuática me notifiqué al sentir cómo crujían mis huesos por el aplastamiento, cómo de mi carne y mis piltrafas salía un líquido de olor salobre y sabor ácido, cómo me iba reduciendo a nada, a huesos duros que se quebraban, cómo se escurrían mis restos empozados en un charco macilento. Quedé vuelto una húmeda hoja de hojaldre humana aplanada por el rodillo de la barbarie.)

»Ya jovencito con doce años a bordo, unos pocos estudios primarios, me fui uniendo a grupos del barrio, a pandillas callejeras que surgían como la gripe por todos los rincones miserables y hambrientos de las comunas. Mi mamá hacía lo que podía por nosotros, pero era tanta su pobreza, tan poco el dinero que reclutaba en el servicio doméstico, tan grande la carga de hijos y familia ―mi abuela materna y una tía paralítica vivían con nosotros en nuestra pieza diminuta―, que a duras penas desayunábamos caldo de papa, el almuerzo no existía y la comida plátano y frisoles. Nuestro hambre, nuestra indigencia, era la misma de toda esta plaga de pobres y desdichados que poblamos las comunas de Medellín, los barrios de lata de Bogotá, las invasiones de Pasto, la Kibera (el asentamiento informal más grande de Kenia), las favelas de Brasil, los barrios miserables de Bangladesh. Hemos sido seres, somos seres, fuimos seres ―mi caso es muy particular pues vivo aquí, bajo La Escombrera, apachurrado por toneladas de mugre y barro― condenados desde nuestra concepción, desde el momento en que mi padre se unió a mi madre, sentenciados a vivir en la infamia, el hambre, la miseria, el abandono.

»A los dieciocho años ya pertenecía a una banda de jóvenes sin destino, o mejor decir, con un propósito y un fin: violencia por la violencia misma, odio por el odio mismo, sangre por la sangre misma. Mi parche venía de las mismas orillas: casas de barro y lata, piezas húmedas descascaradas, inodoros desportillados, letrinas fétidas, luz eléctrica tembleque, agua racionada, trabajo honrado por ninguna parte, hambre y delgadez por toneladas: ¡padecíamos de rabia!  

(Dentro de este encierro tormentoso, desmembrándose mis pocos huesos, calcinándose bajo los escombros por culpa de un calor infernal que se padece aquí, pienso en mi destino: ¡el amor por mi familia, mi mamá, mis hermanos, mi abuelita, mis tíos y primos, ese sentimiento de afecto increíble que nos acompaña a todos los de la misma sangre; el asombro que me produjo siempre el abandono a que nos sometieron en la Comuna, nosotros los pobres de Antioquia, emigrados del campo, robadas nuestras pertenencias, apabullados por la violencia! La pobreza terrible que se transmutó en odio cuando comparé nuestra existencia con la de los barrios de los poderosos de Medellín, sin entender yo que por un revés de la existencia nací aquí y no allá.

Me pregunto en este depósito ruin, bajo el peso de los camiones y las máquinas, enterrado doce metros bajo tierra, qué habría acontecido si mi bisabuelo no hubiese conocido a mi bisabuela: simplemente no existiría yo; y si la madre jamás se hubiese encontrado con el padre del hijo del barrio opulento qué habría sucedido. Luego la existencia es un azar del destino, un juego de dados, un accidente. ¡Y qué maldito accidente me tocó a mí!)

»Recorríamos el barrio, respetábamos los linderos invisibles que nos separaban de las otras pandillas; nos unimos a grupos delincuenciales que nos enseñaron a ser malandros, a cortarle la cara a la gente si no estaba de nuestro lado, a aterrorizar a los extraños e incluso a herir a nuestros propios vecinos. (Entiendo hoy, tendido como estoy dentro de mi tormentoso aplastamiento que nuestro instinto animal de supervivencia se tomó nuestra alma y procedimos como pandillas de bárbaros. Pero: ¿Qué alternativas teníamos si estábamos condenados al infierno incluso antes de que nuestros padres nos gestaran?)

»De repente, un amanecer como cualquier otro, un millar de soldados, policías, bandas de paras, cuadrillas de otros barrios rodearon nuestras viviendas. Los capitanes gritaban, los tenientes vociferaban, dos coroneles, un general, King Kong y Aguilar ―paramilitares reconocidos en todos los rincones de las comunas― revolcaron una por una nuestras viviendas, apachurraron nuestros enseres, escarbaron en los escondrijos y nos amarraron, a los jóvenes, con cuerdas de nylon gruesas.

»Nos hicieron subir los escalones que yo de niño veía que conducían al cielo, a la cumbre, a la arboleda; decenas de nosotros en fila india, con las espaldas amenazadas por fusiles y metralla, a gritos y patadas, como animales, subimos uno a uno esos peldaños en una especie de camino al Calvario. Nos pusieron de frente a La Escombrera, nos obligaron a arrodillarnos ― ¡hijos de puta al suelo! ―.

»Me quemó, el primer balazo me quemó, pero fueron tantos, tantos entraron por mi espalda, y como no quería morir alguien de mando se acercó a mí por detrás, colocó un tubo frío entre mi cuello y mis hombros: oí el traquido, rodé derrumbe abajo, caí muerto, ―uno menos― gritaron. Estaba así, silente, mis aguas fuera del cuerpo, mi sangre desparramada sobre la tierra y, de pronto, un bulto enorme me cayó encima: tierra movida por un bulldozer amarillo, cuya enorme pala alcancé a ver, pala cóncava-brillante-dura.

(Anochecí muerto, sin compañía alguna, prensado por la tierra y la basura. Llevo años bajo esta escombrera y nadie sabe de mí, nadie me sepulta como me merezco, como un humano, no como una hiena.)

»Sé que desde las tribunas, los tribunales, las tribus urbanas, los trípticos señoriales, las columnas de opinión, la derecha enfurecida, con fiebre de sangre y garras de vampiro, encuentran r a z o n a b l e nuestra muerte: ¡hay que limpiar de mugre la faz de la Tierra!, ¡Eliminemos a los desechables! dirán ellos; pero yo, desde mi encierro, bajo centenares de toneladas de brozas y barro, con los bulldózeres caminando sobre mi panza todo los días, les digo: ¡¿Acaso no estábamos condenados desde nuestros orígenes!?, ¡¿No debían habernos salvado, otorgado una oportunidad, abrir sus manos para sacarnos del cieno?!

»Estos escombros pesan mucho… ¡Me estoy desintegrando!

                      

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