(Llevo aquí quince años. Poco a poco me he ido desintegrando. Recién muerto, recibida esa cantidad de tiros en mi espalda y el de gracia, en mi cráneo, rodé por un abismo que calculo tendría doce metros; di tumbos contra las rocas lo que contribuyó al rompimiento de mi piel y desgarre de mis músculos; mis ropas ensangrentadas, sucias con los restos de mi cuerpo, terminaron por convertirse en pedazos de tela despedazados por las puntas hirientes de las piedras y manchadas por el barro que se escurría en ese atardecer tenebroso de tormenta, rayo y trueno.
He sufrido mucho bajo estos escombros. Cada vez
pesan más pues capas y capas de tierra y basura rellenan La Escombrera; las máquinas mueven, aplastan, organizan, repletan
este sitio y siento que mis restos, por la gran presión del montón, van a
pulverizarse, literalmente convertirse en partículas diminutas e irreconocibles
de lo que fue mi cuerpo.)
La tarde en que morí la tengo grabada en mi mente
como el peor día de mi existencia, como el final de un camino terrible: ¡mi
vida ha sido dramática!
»Nací en la Comuna Trece, dentro de uno de sus
barrios. Corría el año 1980. Mi madre se recostó en el mueble que servía de
sofá, silla de comedor, sillón para escuchar el radio o ver la TV. Su enorme
barriga dentro de la que estaba yo ―recuerdo mis pataleos y ejercicios
natatorios en esa bolsa llena de un líquido salado, ese plasma materno que yo avivaba
con mis propios jugos y del cual me alimentaba también pues tomaba traguitos
del plasma: ¡me parecía delicioso!―, su barriga, digo, le comenzó a doler
bajito, un chorrito de agua le salió por entre las piernas, gritó varias veces
tan alto que sus vecinos la oyeron, vino doña Crisálida Muñoz, la partera de la
Comuna ―mi padre, un desconocido a quien nunca vi, por supuesto no estaba junto
a mi madre: hacía meses se había esfumado de esta ladera―; doña Crisálida la
calmó con sobandijas, acomodamientos, agua tibia, tal cual trago de
aguadepanela. Mi madre despanzurrada
para poder parirme ―me contaron luego que yo tenía la cabeza muy grande,
que mi mamá sufrió mucho conmigo al traerme al mundo―.
»Sacarme de la bolsa materna en la que pasé nueve
meses fantásticos; quitarme esa tibieza maravillosa; hacer sufrir a mi
madrecita querida en este nacimiento: ¡así empezó mi vida en el planeta! Ella
trabajó de parto casi dieciocho horas seguidas, y al fin, con un berrido
bestial surgí yo a la Tierra, a este lugar de padecimientos.
»Mis primeros años, desde bebé tomando leche
materna de esos senos cálidos y dulces de mi mamá, hasta que di mis nacientes
pasos temblorosos-frágiles-minúsculos, fueron días tranquilos, cuidado yo por
las robustas manos de mamá y la atención jolgoriosa de mis hermanos. Empecé a
murmurar algunas palabras coherentes ―los agugús, gorjeos y sonidos salían de
mi garganta hacía meses… Las palabras surgieron de repente―.
»Asustado, espié por las rendijas del tablado de mi
habitación las pequeñas sabandijas que se movían debajo de nuestro hogar:
hormigas, cucarachas a montón, tal cual rata, dos sapos gordos de ojos saltones
y pegajosos que se limpiaban las lagañas de sus vistas con un extraño
movimiento de sus manos palmeadas, muchas cucarachas voladoras.
»Mirar rendijas, pararme en la puerta de la pieza
―nuestro hogar era una sola habitación en la que dormíamos, cocinábamos,
comíamos, jugábamos―; observar las escaleras infinitas que bajaban hacia la
ruidosa ciudad llena de una neblina tenue y fétida, voltear mi cabeza que me
pesaba mucho y con estos mis ojos ―que hoy no tengo dentro de mi cráneo porque
todo mi cuerpo está hecho polvo por el peso inaudito de los escombros―, ver las
escalas de barro que subían hacia la cumbre distante en la que tal cual árbol
se mecía con los ventarrones. Al amanecer ―cuando el sol no había brotado con
toda su fuerza―, los portones despedían decenas de personas que bajaban los
escalones corriendo, gritando, despidiéndose. Al anochecer, ya oculto el sol y
con la luz de la luna o con la luz de la noche, retornaban centenares de
piernas y murmullos a la Comuna Trece.
»Yo ya caminaba mejor, entendía muchas cosas, comía
con mis propias manos ―claro que me ensuciaba muchísimo con la sopa y tal cual
hueso que chupaba y chupaba sin descanso sacándole la sustancia hasta dejarlo
pelado y blanco―. Aprendí a limpiar mis propias vergüenzas, a vestirme, bañarme los domingos en el platón metálico
donde se recogía el agua lluvia o se guardaba el poco líquido que subía a
nuestra ladera, agua que ascendía estas cumbres empinadas de Medellín cada
cinco días dándonos la oportunidad de reunir en vasijas la existencia ―somos
seres de agua, nuestro cuerpo es agua―. (De esta condición acuática me
notifiqué al sentir cómo crujían mis huesos por el aplastamiento, cómo de mi
carne y mis piltrafas salía un líquido de olor salobre y sabor ácido, cómo me
iba reduciendo a nada, a huesos duros que se quebraban, cómo se escurrían mis
restos empozados en un charco macilento. Quedé vuelto una húmeda hoja de
hojaldre humana aplanada por el rodillo de la barbarie.)
»Ya jovencito con doce años a bordo, unos pocos
estudios primarios, me fui uniendo a grupos del barrio, a pandillas callejeras
que surgían como la gripe por todos los rincones miserables y hambrientos de
las comunas. Mi mamá hacía lo que podía por nosotros, pero era tanta su
pobreza, tan poco el dinero que reclutaba en el servicio doméstico, tan grande
la carga de hijos y familia ―mi abuela materna y una tía paralítica vivían con
nosotros en nuestra pieza diminuta―, que a duras penas desayunábamos caldo de
papa, el almuerzo no existía y la comida plátano y frisoles. Nuestro hambre,
nuestra indigencia, era la misma de toda esta plaga de pobres y desdichados que
poblamos las comunas de Medellín, los barrios de lata de Bogotá, las invasiones
de Pasto, la Kibera (el asentamiento informal más grande de Kenia), las favelas
de Brasil, los barrios miserables de Bangladesh. Hemos sido seres, somos seres,
fuimos seres ―mi caso es muy particular pues vivo aquí, bajo La Escombrera,
apachurrado por toneladas de mugre y barro― condenados desde nuestra
concepción, desde el momento en que mi padre se unió a mi madre, sentenciados a
vivir en la infamia, el hambre, la miseria, el abandono.
»A los dieciocho años ya pertenecía a una banda de
jóvenes sin destino, o mejor decir, con un propósito y un fin: violencia por la
violencia misma, odio por el odio mismo, sangre por la sangre misma. Mi parche venía de las mismas orillas:
casas de barro y lata, piezas húmedas descascaradas, inodoros desportillados,
letrinas fétidas, luz eléctrica tembleque, agua racionada, trabajo honrado por
ninguna parte, hambre y delgadez por toneladas: ¡padecíamos de rabia!
(Dentro de este encierro tormentoso, desmembrándose
mis pocos huesos, calcinándose bajo los escombros por culpa de un calor
infernal que se padece aquí, pienso en mi destino: ¡el amor por mi familia, mi
mamá, mis hermanos, mi abuelita, mis tíos y primos, ese sentimiento de afecto
increíble que nos acompaña a todos los de la misma sangre; el asombro que me
produjo siempre el abandono a que nos sometieron en la Comuna, nosotros los
pobres de Antioquia, emigrados del campo, robadas nuestras pertenencias, apabullados
por la violencia! La pobreza terrible que se transmutó en odio cuando comparé
nuestra existencia con la de los barrios de los poderosos de Medellín, sin
entender yo que por un revés de la existencia nací aquí y no allá.
Me pregunto en este depósito ruin, bajo el peso de
los camiones y las máquinas, enterrado doce metros bajo tierra, qué habría
acontecido si mi bisabuelo no hubiese conocido a mi bisabuela: simplemente no
existiría yo; y si la madre jamás se hubiese encontrado con el padre del hijo del barrio
opulento qué habría sucedido. Luego la existencia es un azar del destino, un
juego de dados, un accidente. ¡Y qué maldito accidente me tocó a mí!)
»Recorríamos el barrio, respetábamos los linderos
invisibles que nos separaban de las otras pandillas; nos unimos a grupos
delincuenciales que nos enseñaron a ser malandros, a cortarle la cara a la
gente si no estaba de nuestro lado, a aterrorizar a los extraños e incluso a
herir a nuestros propios vecinos. (Entiendo hoy, tendido como estoy dentro de mi
tormentoso aplastamiento que nuestro instinto animal de supervivencia se tomó
nuestra alma y procedimos como pandillas de bárbaros. Pero: ¿Qué alternativas
teníamos si estábamos condenados al infierno incluso antes de que nuestros
padres nos gestaran?)
»De repente, un amanecer como cualquier otro, un
millar de soldados, policías, bandas de paras, cuadrillas de otros barrios
rodearon nuestras viviendas. Los capitanes gritaban, los tenientes vociferaban,
dos coroneles, un general, King Kong
y Aguilar ―paramilitares reconocidos
en todos los rincones de las comunas― revolcaron una por una nuestras
viviendas, apachurraron nuestros enseres, escarbaron en los escondrijos y nos
amarraron, a los jóvenes, con cuerdas de nylon gruesas.
»Nos hicieron subir los escalones que yo de niño
veía que conducían al cielo, a la cumbre, a la arboleda; decenas de nosotros en
fila india, con las espaldas amenazadas por fusiles y metralla, a gritos y
patadas, como animales, subimos uno a uno esos peldaños en una especie de
camino al Calvario. Nos pusieron de frente a La Escombrera, nos obligaron a
arrodillarnos ― ¡hijos de puta al suelo! ―.
»Me quemó, el primer balazo me quemó, pero fueron
tantos, tantos entraron por mi espalda, y como no quería morir alguien de mando
se acercó a mí por detrás, colocó un tubo frío entre mi cuello y mis hombros:
oí el traquido, rodé derrumbe abajo, caí muerto, ―uno menos― gritaron. Estaba
así, silente, mis aguas fuera del cuerpo, mi sangre desparramada sobre la
tierra y, de pronto, un bulto enorme me cayó encima: tierra movida por un
bulldozer amarillo, cuya enorme pala alcancé a ver, pala
cóncava-brillante-dura.
(Anochecí muerto, sin compañía alguna, prensado por
la tierra y la basura. Llevo años bajo esta escombrera y nadie sabe de mí,
nadie me sepulta como me merezco, como un humano, no como una hiena.)
»Sé que desde las tribunas, los tribunales, las
tribus urbanas, los trípticos señoriales, las columnas de opinión, la derecha
enfurecida, con fiebre de sangre y garras de vampiro, encuentran r a z o n a b l e nuestra muerte: ¡hay
que limpiar de mugre la faz de la Tierra!, ¡Eliminemos a los desechables! dirán
ellos; pero yo, desde mi encierro, bajo centenares de toneladas de brozas y
barro, con los bulldózeres caminando sobre mi panza todo los días, les digo:
¡¿Acaso no estábamos condenados desde nuestros orígenes!?, ¡¿No debían habernos
salvado, otorgado una oportunidad, abrir sus manos para sacarnos del cieno?!
»Estos escombros pesan mucho… ¡Me estoy desintegrando!
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