Uno sabe muy bien cuándo está en las últimas, porque eso que se dice de que
ves toda tu vida pasar de golpe, como si fuera una película, es verdad.
Max estaba tirado en medio del arroyo, por la fatalidad de una piedra
situada tan a propósito que, al caer sobre ella, le coincidió en la nuca.
Sintió una oleada de megavatios correr desde sus pies y, después, dejó de
sentir el cuerpo; ya era solo mente extenuada en vagos recuerdos, desdibujados
como si fueran de otro, al final solo en blanco y negro. Por último se fijó en
el cielo, donde un avión dejaba una línea recta que lo dividía en dos partes.
Un arquitecto siempre piensa en líneas, rectas y curvas, pero en líneas y
en volúmenes. Quién hubiera pensado que, de una aldea tan remota y tan pobre,
pudiera salir un muchacho como él a hacer una carrera, que se hubiera
licenciado, como se decía entonces, que llegara al principal estudio de
arquitectura del país y que llevara algunas de las mejores obras a nivel
internacional.
«Tú no tienes porte de licenciado; no sé, te falta algo», recordó como
un eco las palabras que su amigo Gero le había dicho varias veces en la vida.
Era su muy querido compañero de la facultad y de sus primeros lances de
juventud, pero también era certero como un águila sobre su presa. No le quedaba
más que callarse si le escuchaba esa sentencia, porque su trasfondo de aldea
era algo muy difícil de ocultar. Mira que lo había intentado con un trabajo de
primera y un triunfo social que sería la envidia de muchos; pero sí, Gero tenía
razón.
También la tenía su amigo de infancia de la aldea, con el que compartió
juegos en la escuela nacional. Ese amigo se había quedado en el campo y
regentaba una cuadra con unas cuantas vacas, cuidaba los pastos y cultivaba su
huerta. Cuando Max retornaba a la aldea, a visitar a la familia que le quedaba
allí, le ocurría algo parecido a lo que le pasaba en la ciudad.
«Aquí somos ya muy pocos, Maximino, la gente se va del campo. Bueno, tú
vienes de tiempo en tiempo, pero no es lo mismo que vivir aquí aguantando las
penalidades». Ya no le
llamaba nadie Maximino porque adoptó el nombre de Max, que le parecía más
internacional y más chic. Escuchaba raro su antiguo nombre, siempre en la
aldea, y sentía una especie de vergüenza y de culpabilidad extraña, como una
acusación velada por ser un desertor, alguien que había dejado al campo solo y
abandonado a su mala suerte. Pero uno no puede ir por la vida llamándose
Maximino, Max es mejor.
Notó su cabeza mojada por la escasa agua que discurría por el riachuelo y
recordó que este había sido para él, desde el principio, una auténtica
frontera: a un lado del arroyo, la aldea enclavada en el valle brumoso; al
otro, los procelosos caminos que llevaban a la ciudad, y a otros mundos que se
le antojaban fabulosos desde que tuvo uso de razón. La corriente se cruzaba por
un puente sencillo de madera y, un poco más allá, pasaba la carretera que
llevaba a la civilización; aunque muchas veces no usaba el puente, y saltaba de
una piedra a otra con la agilidad de un niño hasta alcanzar tierra firme.
En aquellos dominios remotos, más allá del arroyo, había triunfado y eso no
podía negarlo nadie. Su piso en el mejor ático de la ciudad, su pareja que era
modelo de pasarela, su coche deportivo que rugía al acelerar, daban fe de ello.
Quiso retener con fuerza esa sensación de gloria, pero le supo algo falsa y desvaída.
Rememoró los viajes y las cenas entre la crema de la buena sociedad, y se vio a
sí mismo vestido con un traje tan exclusivo como caro. «Te queda mejor
la ropa barata, de todo a cien, de tienda china, de mercadillo, de baratillo», eran las
variaciones que le regalaba Gero, puede que por rencillas entre arquitectos,
puede que porque fuera verdad.
Procuraba vestir la ropa sencilla para ir a la aldea, pero allí tampoco
servía porque había que ponerse un mono, coger los aperos para ir a segar al
prado y, luego, recalar en el bar a hombrear. Hasta sus propios padres le
parecían más auténticos, el padre con su ropa de mahón, y la madre con la
eterna bata de cuadritos, ocupados en sus faenas agrarias que a Max se le
hacían tan absurdas. Cuando los dejaba atrás, dejaba todo aquel mundo íntimo
que se había visto obligado a traicionar, y el punto álgido de ese trasvase era
el arroyo, el que traspasó aquella tarde, como tantas otras veces, saltando de
una piedra a otra hasta alcanzar la ribera opuesta, llegar al aparcamiento y
coger el deportivo para salir zumbando hacia la ciudad.
Pero esa tarde tropezó por segunda ocasión. Solo le había ocurrido otra vez
siendo niño, cogió una mojadura tremenda porque era invierno y el arroyo iba
muy lleno, y su madre le riñó muchísimo. Esa tarde ya era mayor, era verano y
el arroyuelo iba bastante seco, olía a heno recién cortado y a ganadería
pastando en las cercanías. Saltó igual que siempre, con movimientos medidos
semejantes a una coreografía, pero se había puesto unos zapatos nuevos muy
caros, de marca italiana, que no funcionaban bien con los pedruscos del arroyo.
Y la piedra acerada estaba clavada en el cauce agostado, dejando una cresta
asomar, como si fuera un arma que había incidido justo en su nuca.
No podía mirar más que al firmamento, dividido por la línea dibujada por el
avión, y pensó que en cuál de aquellas dos partes le tocaría nacer de nuevo.
Mientras la raya blanca y los azules se iban difuminando, dejó de sentir la
humedad en el cabello y todo era flotar y divagar en uno de aquellos cielos.
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