La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

sábado, 14 de agosto de 2021

LA VIDA ES SÓLO QUÍMICA, Mario Ledesma Terrón

  


  La vida es solo química. Un fruto del azar que, de imprevisto, robó un pedacito al universo para crear una anomalía termodinámica. La contradicción de la entropía, lo colorido del carbono y, como resultado, un sistema autónomo que se llama vida sustentado con compuestos químicas que interaccionan entre sí. Y la química es química. Fría, precisa y obsesionada por la estabilidad energética, aunque sea a costa de otros entes. No hay intencionalidad, solo funcionalidad. Y además se puede dibujar con una ecuación matemática. El amor, la canción que te encanta, el efecto que produce oler un campo de secano tras una sorpresiva llovizna,... todo quedaría reducido a iguales, diferenciales y presunciones teóricas donde el concepto de la empatía no computaría demasiado. Tendría sus ventajas. Las eternas paradas de metro apretando la vejiga se solucionarían en cualquier esquina discreta a las cámaras de vigilancia, las coladas serían mucho más sencillas porque los calcetines no haría falta juntarlos por color y forma, y los vínculos humanos se limitarían a peligrosas performances para denunciar las relaciones capitalistas. También tendría bastantes claroscuros. La necesidad reproductiva sería justificante de tropelías violentas y asquerosas, la relación con el medio y otros seres siempre se podría justificar en la búsqueda del máximo beneficio propio o la relación con nuestro sustento energético acabaría por construir una sociedad global conectada donde hay gente que muere por obesidad o anorexia al mismo tiempo. Es preocupantemente sencillo ver similitudes entre este mundo de química y estabilidad energética con el que se imaginan algunas mentes químicas de nuestra sociedad. 

 El problema está en que es muy complicado imaginar una vida así, sin vida. La química es importante, mucho, pero definitivamente la vida parece ser algo más. Esto no es sólo evidente en humanos. En perros, gatos, vacas, animales que gozan de una supuesta menor capacidad racional, todos los signos atienden a que su existencia también excede a esa parte química. Pensando en algo más sencillo, podemos imaginar una sencilla uva que se encuentra en un racimo repleto con pequeñas réplicas de sí misma. ¿Cómo es la parte química de la uva? Colorida, redondita, con una piel tersa que se ajusta perfecta a sus carnes, quienes, a su vez, abrazan con delicadeza a una semilla que se sitúa en el centro del fruto. La apariencia que forma toda esta parte química resulta deliciosamente funcional para que otros seres vivos, humanos incluidos, se la coman, la digieran y procedan a expulsar su semilla para que, de acabar en un sitio adecuado, acabe formando una nueva parra, con capacidad a su vez para producir más uvas. Los humanos, presos por las voraces necesidades energéticas de su parte química, hemos diseñado sistemas de invernaderos con plásticos para producir uvas sin que la pepita importe nada, condenado a la parra a un ciclo de la vida de mentira estable, productiva y, en definitiva, química. Pero, entonces, ¿existe en la uva algo más química? La uva tiene el potencial de continuar con un ciclo eterno de vida, como una cría de cualquier animal, gracias a su, precisamente lo que el humano desprecia, pepita central. Es difícil abordar esa parte sin más, pero quizás sea más sencillo compararlo con un ejemplo más concreto. ¿Qué diferencia hay entre comerse una uva o un cochinillo? Quizás no radique en lo que son, si no en lo que les ocurre. La cría no está diseñada biológicamente para que sea comida. Las personas, los lobos y otros animales se la comen usando previamente un cierto instinto asesino. La uva, por el contrario, sí tiene un propósito claro: parecer bonita para que sea digerida y su piel y su carne sea desgarrada solo con el firme propósito de liberar su semilla. Como una soldado kamikaze. Pero, ¿por qué lo hace así?, es decir, ¿por qué la uva aguanta el sufrimiento de ser digerida?, ¿sería más útil ser un poco más fea para acabar cayendo del árbol y crecer tranquilamente en una parra adulta al lado de su madre? La teoría de la evolución, que es lo más cierto que existe para abordar el tema del “¿por qué?” en lo que a la vida respecta, explica que la apariencia de la uva ha sido una de las ventajas competitivas de la parra para su selección natural, aparte de la posterior selección artificial introducida por el ser humano. Esto quiere decir que la acumulación de mutaciones, errores en cómo funciona la parte química de los seres vivos, a lo largo del tiempo son la causa de que la uva sea uva porque con esos errores la parra ha tenido una ventaja que ha hecho que su línea genética se perpetúe en el tiempo. Funcionalidad, competitividad y paciencia. Nada de intencionalidad. 

 Quizás no haya normas químicas que puedan normalizar que una uva entienda que el propósito de su vida es sacrificarse por la perpetuación de su especie, sin ni siquiera saber si tendrá éxito o no, o quizás sí. Esto no es un texto contra la ciencia es solo prestar atención un momento también a esa parte que la ciencia no tiene que, ni puede, atender para, entre otras cosas, intentar contribuir por una ciencia que sea herramienta para toda la humanidad y no dogma de instituto, ni beneficio exclusivo de una élite intelectual. Valorar una uva puede ser un alegato a la tontería o un alegato al respeto enorme por la casualidad termodinámica que dio lugar a la parte química y la no tanto de la vida. Así que, por curarnos en salud, me gustaría terminar con un llamamiento urgente a la parte no química de cualquier persona que lea este texto. Comamos más uvas, valoremos las semillas y apuntemos bien hacia donde dirigimos nuestra mierda para que, entre todas, podamos construir un mundo que viva en la parra

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